Una de las maravillas que aprecio hoy más, cuando ya he superado la venerable edad de los setenta años, es la forma en que transcurrió mi infancia. Las cosas que viví y la forma en que me educaron.
Y me refiero a que salíamos a jugar a la calle, mis hermanos y yo, y no volvíamos a la casa hasta que nos sentíamos con hambre o mi madre nos llamaba desde el balcón de la casa. Montábamos en bicicleta o patinábamos sin casco, rodilleras ni ropas especiales. Nos bañábamos bajo el aguacero, aprovechando la que caía de los desaguaderos de los techos. Pasábamos una mañana entera nadando en la piscina que quedaba a una cuadra de la casa, sin que estuviera nadie cuidándonos, y aprendimos a nadar a fuerza de intentarlo, porque nunca nadie nos dio clases de ello. Como no teníamos muchos recursos, construíamos carritos de madera utilizando como ruedas los patines viejos y hacíamos carreras en las cuestas del barrio.
No nos importaba tener ropa de marca, ni el último modelo de zapatillas. Siempre vestíamos lo mismo y calzábamos las viejas zapatillas de siempre, aunque se les hubieran hecho huecos. Íbamos a una escuela pública, porque eran realmente buenas en su enseñanza, con maestras llenas de vocación.
No existían los peligros de hoy. Drogas, armas punzocortantes en manos de niños o adolescentes perturbados, mucho menos una pistola cargada y lista para asesinar a un compañero o la maestra. Tampoco nadie se preocupaba de que lleváramos una merienda con alimentos balanceados, sino que volvíamos a la casa al almuerzo como fieras hambrientas. Por ello, creo, nunca tuvimos problemas de sobrepeso.
Nunca tuvimos teléfonos inteligentes, los inteligentes éramos nosotros, que nos las ingeniábamos para leer la mayor cantidad de libros que pudiéramos. Tampoco computadoras, «play stations», y otros instrumentos estupidizantes que hoy en día hacen que los niños y adolescentes pasen pegados frente una pantalla, sino que teníamos el barrio, los parques, los lotes baldíos, para nuestras aventuras de héroes, piratas, soldados y cosas así.
Conversábamos entre nosotros, no como hoy, que se han creado generaciones del silencio, las de la cabeza baja porque están pegados a sus teléfonos y sumergidos en las dimensiones electromagnéticas, olvidándose del mundo que los rodea. Nos preocupábamos por conocer a nuestros vecinos y sus familias.
Teníamos mascotas a las que nosotros mismos bañábamos y sacábamos a pasear, no como ahora, que eso lo hacen otras personas a quienes les pagamos. Nuestros perros o gatos jamás conocieron un veterinario, y si enfermaban, les curábamos con los mismos medicamentos que utilizaban en nosotros.
Nuca tuvimos mucha ropa, porque como creíamos tan rápido, nuestros padres no cometían la estupidez de gastar dinero en prendas que se nos quedarían cortas en poco tiempo. Pero en mi familia, como éramos cinco hombres, íbamos heredando las piezas que no habían sido destruidas por el hermano mayor. Lo mismo pasaba con los libros. Recuerdo que nos tocaban los textos del colegio con las pruebas ya resueltas por el hermano mayor. Por ello creo que nuca aprendí algebra, sino que memorizaba las respuestas. ¿Se acuerdan del Algebra de Baldor?
Jamás fuimos a un hospital acosados por extrañas enfermedades. Si alguien se caía y se quebraba un brazo, pues a enyesarse y todos los demás a firmar en el yeso y escribir frases graciosas. Una vez al año las abuelas nos daban un bebedizo que, según ellas, matan las lombrices que suponían teníamos todos, por andar comiendo frutas de los árboles, sin haberlas lavado antes.
No conocí la televisión hasta los quince años. Y nos asombrábamos con cada nuevo invento que de un momento a otro aparecía en las tiendas. Los helados eran artesanales en su mayoría, y existían galletas y dulces exquisitos que hoy han desparecido de todos los expendios de alimentos. Las jaleas y mermeladas eran hechas en casa, algunas veces el pan.
Entrabamos a las casas de nuestros vecinos sin tocar la puerta, todos nos conocíamos y conocían a nuestros padres. Nos enamorábamos perdidamente de una vecinita o compañera de la escuela, sin que estuviéramos pensando en comprar preservativos y anticonceptivos, porque eran amores que respetaban la virginidad de las niñas. No como hoy, que todo es sexo sin compenetración humana ni sentimientos puros.
Haber vivido una infancia como esa es lo que nos permitió esforzarnos para ser lo que hoy somos y aportar a la sociedad lo que hayamos aportado. Aprendimos el dolor de las guerras y las revoluciones que ocurrieron en nuestros países, luchamos –cada quien a su manera- para mejorar el país donde vivíamos. Conocimos la sinceridad, la honestidad, la integridad del comportamiento, el valor de la palabra empeñada, la necesidad del esfuerzo propio para lograr metas y objetivos, el trabajo duro y constante, y la satisfacción del deber cumplido.
Las generaciones de hoy ignoran que todo de lo que gozan actualmente se lo deben a mi generación y la anterior, la de nuestros padres. Los avances científicos y tecnológicos, la democracia y la participación popular, los niveles de educación a su alcance y que a veces no aprovechan. Y sin embargo se burlan de los viejos en un nivel de inconsciencia asombroso.
Pero lo más importante de nuestra niñez es que nos enseñaron principios morales y éticos que guiaron nuestra conducta. Y no estoy negando que aparecieran por allí algunos desviados en quienes nunca calaron dichos principios. Pero la mayoría si condujimos nuestras vidas correctamente.
Hoy, cuando ya no queda nadie de mis generaciones anteriores, les doy gracias a ellos desde el fondo de mi corazón por lo que me enseñaron… a vivir en libertad.
2 Comments
Pepe Vallecillos
Agregando a tus recuerdos.El transporte, desde nino al estadio via Sabana-Cementerio pagando los veintes….Nunca una preocupacion de los padresen cuanto a peligros..Libres si… pasear por el centro de San Jose,comerte un helado de frutas o cas de a diez centimos.
Y que tal las tardes de domingo al cine luego de haber ido a misa.Buenos muchachos……
Alberto Sibaja Rojas
Yo he llegado a la conclusión que la mayoría de las personas tienen una memoria muy corta, demasiado corta. Al igual que el articulista, valoro mucho lo que hicieron nuestros abuelos y en mi caso, valoro mucho lo que se hizo después de la segunda mitad del siglo XX y hasta mitad de la década de los ochenta. Recuerdo muchas de las cosas que se dicen en este artículo, pero he visto como hay gente que ni recuerdan o prefieren no recordar a la Costa Rica solidaria, aquella que recibía en sus aulas a todos sin distinguir dinero o procedencia social. Son contados los jóvenes que se interesan por esa Costa Rica, porque la mayoría piensan que el mundo inició cuando ellos nacieron.