Una sociedad industrial o post-industrial, que constituye una civilización fundada en una división del trabajo compleja que se extiende por una red de regiones metropolitanas conectadas entre sí y con ciudades de menor tamaño y áreas rurales, precisa de ciertos tipos de bienes y servicios que hagan las veces de conectores para mantener la sociedad y la economía en funcionamiento y cohesionadas. A diferencia de los bienes que se compran y venden en los mercados, estos bienes conectivos o mediadores a menudo no son objeto de interés mercantil por parte de quienes los utilizan o sacan algún tipo de provecho de los mismos.
Sin embargo, los teóricos sociales y políticos influidos por los axiomas del pensamiento económico neoclásico consideran que estos bienes deberían ofrecerse a través de mercados y que los ciudadanos deberían pagar directamente por ellos como hacen en las demás transacciones mercantiles.
Cuando estos axiomas pasan de la teoría a la práctica sin que haya un compromiso social y político ni una presión ciudadana suficientes en pro de provisión pública de estos bienes y servicios, entonces los individuos aislados y las empresas tienden a actuar de forma oportunista tratando de evitar pagar por los bienes y servicios conectivos que constituyen el armazón de la sociedad moderna. Un armazón básico del que a menudo no hay una clara conciencia cotidiana.
Aun cuando no existan mercados privados estables para la mayor parte de bienes y servicios conectivos, éstos hacen las veces de “intermediarios” fundamentales para la existencia y mantenimiento de algo parecido a lo que consideramos una civilización, una sociedad compleja habitable con una economía robusta.
El Estado es con diferencia el mayor proveedor y financiador de estos bienes y servicios, los cuales en primer lugar hacen posible la existencia misma de las comunidades locales, regionales y nacionales; hacen posible la existencia de una sociedad post-tribal y, por ende, como va dicho, de una civilización y una economía complejas.
En los últimos tiempos hemos podido observar que el crecimiento y los éxitos basados en el trabajo de voluntarios de los que han alardeado diversos emprendedores sociales y líderes de organizaciones no gubernamentales está fundamentalmente vinculado a la voluntad cambiante o al interés económico de ciudadanos privados y de inversores que deciden realizar donaciones para esas causas.
A la vez que esto ocurre, algunas funciones de mediación menos glamurosas se colapsan por las sucesivas crisis en sociedades crecientemente despojadas de bienes públicos y de financiación estatal. Los emprendedores sociales y muchas de las organizaciones sin ánimo de lucro se concentran fundamentalmente en los servicios conectivos más telegénicos o “vendibles”, capaces de atraer inversiones de una nueva clase de inversores sociales o filántropos caritativos, en vez de en los servicios conectivos mundanos proporcionados por el Estado.
Si estos servicios conectivos básicos obtuvieran la mayor parte o la totalidad de su financiación de los filántropos caritativos o de los emprendedores sociales capitalistas nos hallaríamos por completo en un sistema neofeudal en el que los servicios públicos estarían directamente sujetos al capricho e intereses de la élite más adinerada. Desafortunadamente, la hipótesis de terminar en un sistema neofeudal no es por completo imposible en el actual estado de cosas.
De entre las funciones conectivas hay algunas de muy evidentes, como las infraestructuras construidas y/o mantenidas por el Estado, las cuales constituyen conexiones físicas entre los componentes de la sociedad y facilitan que las personas interactúen físicamente entre sí y pueden disponer de bienes y servicios que necesitan. A veces esto significa crear o mantener “plazas centrales”, como las plazas públicas de los pueblos, los mercados públicos de abasto, los parques o los centros comunitarios de las ciudades, aunque hoy muchas de estas plataformas comunes están constituidas por centros comerciales cuya explotación y propiedad son enteramente privadas.
A medida que las sociedades ampliaron su alcance y desarrollaron su actividad comercial con socios comerciales lejanos, se hicieron más necesarias infraestructuras comunes como carreteras y puentes, y más recientemente en muchos países se ha considerado que es necesario un sistema de transporte público eficaz accesible a la mayoría de la gente.
Si este tipo de conexiones estuvieran enteramente bajo el control de empresas guiadas únicamente por el beneficio, como en los sólitos intentos de las últimas décadas, éstas tendrían la capacidad de estrangular la economía a voluntad mediante el ejercicio de su poder monopolista. La “economía de peaje” resultante sería propiamente neofeudal, con los propietarios de las infraestructuras fijando peajes sobre el comercio y la sociedad en su conjunto exactamente igual que hacían los señores feudales siglos atrás.
Por eso, en el exitoso modelo económico mixto desarrollado durante el siglo XX, el Estado ha sido el proveedor, propietario y operador más habitual de las partes fundamentales de las infraestructuras sociales, de los lugares “mediadores” que conectan las propiedades privadas de personas y empresas. El modelo económico mixto fuerte, propio de las democracias sociales europeas, Australia, los Estados Unidos de mediados del siglo XX y Canadá, con un Estado que regulaba el sector privado y proporcionaba la mayor parte de los servicios vitales, es de hecho el único modelo apreciable que han dado una sociedad y economía industrial y post-industrial complejas.
En el mundo desarrollado, cualquier alejamiento de este uno modelo económico mixto fuerte aboca necesariamente a experimentos sociales especulativos a gran escala, si bien muchas de las acciones que han significado un alejamiento de este modelo casi nunca se han presentado abiertamente como tales.
Las tan alabadas fuerzas del mercado en sociedades complejas producen relaciones personales con un grado de anonimidad característicamente “moderno” que han eliminado algunas de las relaciones de dependencia y de asistencia mutua asociadas a la vida de las pequeñas comunidades y la familia extensa. Las relaciones de mercados son necesariamente contingentes en razón de los precios variables y, consiguientemente, los deseos del comprador por un producto servicio varían con el tiempo de acuerdo con la oferta y son por definición inconstantes: cuando el potencial comprador considera que sus preferencias no serán satisfechas al precio deseado con un potencial vendedor, acude a otro.
Cuando el servicio ofrecido es el trabajo de un individuo, éste a menudo debe venderse para encontrar un empleo o para tener alguna ventaja para conseguir un empleo mejor, a veces trasladándose físicamente lejos de la red tradicional de apoyo en la que creció. A causa de la anomia y del desplazamiento físico inducidos por las relaciones de mercado hemos podido observar una tendencia al crecimiento de las burocracias y de los empleados públicos, cuya finalidad es la de proporcionar los servicios conectivos necesarios, y que son vistos por la mayor parte de la ciudadanía como un “bien” o como un “mal” necesario para suplir las funciones que antes ejercían las familias y las relaciones más o menos espontáneas de las comunidades.
La disputa actual en Estados Unidos acerca de los niveles de beneficio y de los mecanismos de control de sistema de pensiones de la Seguridad Social es uno de los ejemplos más fundamentales y conmovedores del papel del Estado en la provisión de servicios conectivos (así como en la provisión de la liquidez necesaria en sectores sociales carentes de demanda) en una economía de mercado. Una economía de mercado tiende a socavar el apoyo a las redes de la familia extensa en el caso de muchos de los tienen que vender su trabajo para vivir, así como para pequeños empresarios que no obtienen suficientes ingresos de sus propiedades o negocios como para permitirse emplear o ayudar a su familia extensa.
El mercado de trabajo en una economía de mercado avanzada o internacionalizada requiere individuos con una movilidad tal que sobrepasa la capacidad de apoyo físico que pueden ofrecer las redes familiares. Los más jóvenes deben alejarse de sus familias en busca de una oportunidad laboral o para lograr una mayor realización personal, a veces incluso fuera de las fronteras del propio país.
En este contexto, las personas mayores con dificultades para valerse por sí mismas a menudo deben pagar por bienes y servicios que antaño proveían familiares más jóvenes (o que simplemente no les proporcionaba nadie, llegándose a situaciones de miseria y sordidez dickensianas).
Un sistema público de pensiones constituye un mecanismo de compensación de las muy distintas realidades del mundo social y de las trayectorias vitales de ingresos y capacidad de ahorro del trabajador medio, que cada vez gira más alrededor de la necesidad de obtener recursos monetarios, puesto que en el contexto actual las personas mayores deben comprar los bienes y servicios que necesitan en vez de vivir por completo en la red de reciprocidad desmonetizada de una familia extensa. Hoy no se puede vivir en una economía de mercado sin movilidad laboral y redes familiares extensas debilitadas; al fin y al cabo un sistema de pensiones de jubilación públicamente garantizadas que permita cubrir los gatos básicos de las personas mayores constituye una solución compasiva y civilizada que facilita que no dependan de la buena suerte, de la riqueza o del grado de cohesión de cada una de las familias.
Inspirándose en la esquemática teoría social y económica de la economía neoliberal de corte “austríaco”, la política neoliberal de los últimos 40 años ha idealizado el mercado y demonizado el Estado, llegando en la actual coyuntura de crisis post-financiera a propugnar una austeridad que vacía de contenido el papel del Estado en la sociedad y la economía.
Con un desmedido ataque contra las funciones conectivas del Estado en la sociedad por medios propagandísticos y aplicando cambios en las políticas públicas, los neoliberales y su facción libertariana más idealista han actuado como agentes promotores de una “enfermedad degenerativa” crónica que “consume” las funciones conectivas del Estado y del conjunto de la sociedad.
Hoy vemos los efectos de estos ataques, a medida que las infraestructuras físicas y sociales se desmoronan bajo el falso argumento de que no existen suficientes recursos financieros para satisfacer esas necesidades sociales fundamentales.
El presente ataque político orquestado sobre la base de los inasumibles costes del suministro de estos bienes y servicios conectivos parte del supuesto de la existencia de un orden social utópico, cuyos defensores casi nunca proponen de una forma abierta y articulada para que pueda discutirse. Este orden social fantasioso tendría el dinamismo y la movilidad de una economía de mercado y, a la vez, una cohesión familiar tradicional propia de una sociedad tribal. Algo que es físicamente imposible e históricamente inédito.
Michael Hoexter