Viajes por mi biblioteca, 7
Inexorable como la adolescencia, también en un cierto momento del desarrollo intelectual del joven se va a producir un fuerte entusiasmo por el teatro. No hablo de ir al teatro (casi no había salas, en los cincuentas y sesentas) sino de leer obras de teatro. Lo cual fue en mi caso estimulado por una copiosa producción editorial de obras de teatro proveniente sobre todo de Argentina, como ya nunca se vio después.
En efecto, más o menos a partir de mil novecientos cuarenta y nueve, la Editorial Sudamericana inauguró su “Colección Teatro” con un primer volumen de George Bernard Shaw que contenía sus ‘Comedias Desagradables’, al cual se sumaron en los años siguientes otras treinta piezas del mismo autor, más la obra total de Eugene O’Neill, el teatro completo de Pushkin y de Chejov, obras de Priestley, Cristopher Fry, Noel Coward, James Barrie, Bruckner, André Gide, Paul Claudel y muchos otros. Pero de forma simultánea la Editorial Losada inauguró su colección ‘Teatro del Mundo’ con los franceses Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Jean Anouilh y Jean Cocteau, los norteamericanos Arthur Miller y Tennessee Williams, los españoles Rafael Alberti y Alejandro Casona, el italiano Ugo Betti, el rumano Ionescu; mientras que la Editorial Sur publicaba el teatro de Graham Greene, James Joyce, Dylan Thomas, John Osborne, Jean Genet, Archibald MacLeish, al romántico Heinrich von Kleist y más; así como la Editorial Emecé, en su Colección llamada también ‘Teatro del Mundo’, daba a conocer la obra dramática de T. S. Eliot, la adaptación de ‘El Proceso’ de Kafka por Gide y Barrault, obras de Franz Werfel, Claudel, Milosz, Jean Giraudoux , etc.
En suma, en pocos años esos editores, a los que rápido se sumaron los españoles, los mexicanos y otros, pusieron ante los ojos asombrados del lector latinoamericano lo más selecto del teatro europeo y norteamericano del Siglo XX y más allá. En mi caso, aunque de las clases del Liceo ya conocía un poquito el drama griego, los clásicos españoles y algo de Shakespeare, la impresión que me produjo, por ejemplo, la obra deO’Neill; o los planteamientos radicales de Sartre y Camus; las provocaciones deIonesco, Beckett y Genet; y hasta el aire sofisticado de las piezas de Anouilh y T.S.Eliot, constituyeron un modo estimulante de comprender la vanguardia de la Cultura Occidental en sus mejores modelos.
En aquel momento, pasada la mitad del Siglo XX, me encontraba todavía en los inicios de mi carrera de lector, y también dando los primeros pasos dentro de la Universidad de Costa Rica. El palacio neoclásico, en el Barrio González Lahmann, que albergaba la Facultad de Derecho en la mañana (cuadrante Noreste de lo que ahora es la Plaza de la Justicia), igualmente acogía en la tarde-noche a la Facultad de Filosofía y Letras; y tenía de frente (calle de por medio) el viejo caserón que ocupaba la Escuela de Bellas Artes. Lo cual se prestó de lo más bien para que yo, ávido de pensamiento y cultura, durante varios años pudiera asistir como oyente a algunas clases de Filosofía y Letras yde Bellas Artes, mientras seguía los cursos regulares de Derecho. Pero de esto hablaré en otra ocasión.
Ahora me interesa retomar el hilo de mis lecturas teatrales que, en cierto modo, suplían una visión complementaria de la que me procuraba la novela. Porque cualquiera diría que leer novela y leer teatro es lo mismo: total, se trata siempre de un argumento, personajes, etc. Pero me parece que no es así porque, en su esencia, la novela es descripción, mientras que el teatro es acción. Y esto no lo cambia el hecho de que hay ‘novelas de acción’, mientras que, por el otro lado, hay ‘dramas’ que describen la vida y sentimientos del monologante.
Siento que hay otras diferencias notables entre ambos géneros literarios. Y aquí descubro el agua tibia cuando digo que el personaje teatral, dentro de sus inevitables limitaciones prácticas, en su desnudez, está en condiciones de situarse más cerca del espectador que lo que nunca podría hacerlo de su lector el personaje novelesco, estando este último inevitablemente atrapado en las páginas del libro en que vive. Podemos decir que, en cierto modo, el personaje teatral es ficticio por definición, porque nace destinado a ser encarnado por una persona real: es siempre una máscara; pero, repito, en el momento en que cobra vida en el actor, lo sentimos cercano hasta la catarsis, como difícilmente podríamos llegar a sentir al personaje novelesco.
Es la diferencia entre Mersault y Calígula (personajes de Camus) y un largo etcétera. En todo caso, los disparates que acaban de escapar de mi mente y bailotean ahora en las páginas anteriores, únicamente pretendían explicar de qué manera siento yo que la lectura de obras de teatro, alternada con poesía, novela y ensayo, pudo completar yenriquecer el proceso de formación libresca de un joven ratón formal, como era yo en aquellos años.
De hecho, este enriquecimiento sólo se produjo de una manera cabal cuando, a partir de los años setentas, se instalan en Costa Rica gentes de teatro provenientes de Chile, Uruguay y Argentina; y entonces, con el esfuerzo combinado de nuestros productores, autores e intérpretes (Lenin y Anabelle, Daniel Gallegos, Samuel Rovinsky, Alberto Cañas, Jean Moulaert, Virginia Grütter, Haydée de Lev, por mencionar sólo algunos) aquellos ‘drammatis personae’, hasta entonces sólo leídos, cobran vida en las numerosas salas que durante varios años nos brindaron teatro de buena calidad.
Pero entendamos que todo eso reviste una importancia menor, puesto que ocurrió fuera de la biblioteca, que es el universo de estas páginas.
(Sigue)
(*) Walter Antillon Montealegre es Abogado y Catedrático Emérito de la Universidad de Costa Rica.
2 Comments
Jeffry Ch
Don Walter es, y será por mucho, una de las cabezas-enciclopédicas más ricas de nuestra sociedad costarricense. Siendo alumno suyo en el curso «Teoría general del proceso» en la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica, le escuchaba a diario (a modo de: consejo incalculable de valor) un: «Lean, lean, nunca dejen de hacerlo. El conocimiento es poder».
Atesoro vívamente sus enseñanzas.
Un gran ser humano.
R. C. B.
Don Walter, ¿alguna impresión de aquel buen pensador y filosofo llamado Constantino Lascaris?