La ética es la convicción humana de que no todo vale por igual de que hay razones para preferir un tipo de actuación a otros
Fernando Savater
El peor error que podemos cometer es no hacer nada,
por pensar que es muy poco lo que podemos hacer.
Edmund Burke
Aunque no parezca, según Transparencia Internacional, Costa Rica ocupa el lugar número cuarenta y uno en el ranking de corrupción y somos terceros en la región, o sea obtenemos la medalla bronce a nivel latinoamericano como el tercer país menos corrupto. Para efectos de estas notas, el término corrupción lo utilizo en el sentido usual, sea, aquella práctica de los funcionarios públicos que consiste en hacer abuso de poder, de funciones o de medios para sacar un provecho económico, o de otra índole, para sí o para un tercero, en pocas palabras se trata del uso ilegal del poder público para beneficio personal. En realidad, la corrupción es una constante en la historia de la humanidad, lamentablemente ha existido, existe y seguramente, mientras continúe el actual modelo de producción, se mantendrá en el futuro. Sin embargo, hay períodos de tiempo, donde la percepción sobre la corrupción aumenta y es precisamente lo que ocurre por estos días. No en balde, el Estado de la Nación, viene advirtiendo sobre el fenómeno denominado “descontento ciudadano” y su crecimiento en Costa Rica, en buena parte asociado a la corrupción. Hoy en día, a partir de las constantes denuncias de corrupción del mundo entero y particularmente de Costa Rica, la ética, disciplina que antes estaba reservada sólo a la filosofía, se ha convertido, para los propios gobernantes y políticos, en una demanda y una solución a la vez, intentando convencernos, una y otra vez, de su importancia para resolver, o por lo menos disminuir, los actos de corrupción. La demanda ética no solo abarca al gobierno de turno, sino también a los grupos opositores y fuerzas políticas en general, muy bien representado en el caso del cemento chino. Hoy y antes, la clase política está impregnada de corrupción, no solamente porque algunos o todos roben, sino porque además, cuando se les consulta, muestran una imagen de autores, coautores, cómplices, instigadores, etc, o, lo que es peor aún, indiferentes y en algunos casos hasta bufones. ¿Será acaso la epidemia del siglo o más bien se trata de un mal congénito? Sin embargo, es la propia sociedad civil, la que ha dibujado una distinción que resulta fundamental para comprender que una cosa es lo que dice la regla o prohibición ética y otra muy diferente el código práctico que dice a los “operadores” cuándo, cómo y por quién pueden hacerse ciertas cosas prohibidas por las reglas. Siguiendo este razonamiento observamos que existen dos sistemas normativos: uno que se supone que se aplica y que las élites y principalmente los políticos alaban de la boca para afuera, y otro muy distinto, que es el que se aplica en la realidad (código práctico), en suma, una doble moral. La solución que los grandes académicos, políticos e investigadores han ideado para enfrentar los actos corruptos, se fundamenta en la aprobación de normas éticas y tipos penales que, se supone son un disuasivo para la lucha y control de dicho flagelo. En esta misma línea, nuestro país se enlista con la ley Contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito en la Función Pública, cuyo contenido solo conocerán sus redactores, pues raramente escucharemos que se persiga penalmente a un funcionario por el delito de “influencia en contra de la hacienda pública” u otros tipos penales descritos en la mencionada ley que son simple letra muerta. También, le otorgan a la prensa un papel preponderante en la divulgación e investigación de casos específicos de corrupción y por ende en el control de la corrupción. Pero nada de lo anterior ha funcionado, o poco ha impactado y creo que la principal razón de ello es que el propio sistema, nos distrae con explicaciones fútiles y encaminadas a mantenernos en la ignorancia. Si uno revisa la historia, encontrará que, al igual que ocurría en otros países, se consideraba que algunas prácticas corruptas eran tolerables, y que incluso al igual que la adolescencia, era parte de una etapa necesaria en el estado de derecho o propio de los países en vías de desarrollo. En nuestro caso, quizás un ejemplo típico fueron los confites de Figueres (donación de $ 60.000 realizada desde un banco caribeño a una cuenta personal de Figueres para que este los utilizara a favor de la Orquesta Sinfónica Nacional y cuando se le preguntó sobre el dinero se limitó a responder que “gasté los $60.000 en confites”). Así, la corrupción no era percibida necesariamente como un problema grave, para la economía de un país. De hecho, se han señalado ejemplos en países como Gran Bretaña y los Estados Unidos, en los cuales la corrupción estuvo asociada a la “emergencia” de una poderosa clase empresarial, solo así se podría entender como modelos de familias dinásticas como los Kennedy, descendientes de un traficante de alcohol y ligado a la mafia en la época de la Ley seca en los Estados Unidos, hoy, gozan legítimamente de un enorme privilegio económico, social y político. Más reciente, hasta hace muy poco tiempo, algunas formas de corrupción, como el lavado de dinero del narcotráfico, en los países desarrollados solía concebirse como un pecado venial.
Pareciera que la desgastada democracia y el enaltecido libre mercado, traen en su propio ADN, la corrupción en todas sus formas, pues con la creación de legislación y de códigos éticos, no hemos observado disminución alguna. Incluso, la extensión de la corrupción constituye un aspecto sobre el que no hay acuerdo o es difícil cuantificarlo. La discusión sobre este punto es prácticamente insoluble habida cuenta de la naturaleza misma del fenómeno. La extensión real o imaginaria de la corrupción es tanto una cuestión de percepción y de sensibilidad como de medida objetiva del fenómeno. Ante esta falta de seguridad, la discusión prácticamente no tiene salida: los optimistas insisten en el carácter coyuntural del fenómeno, sacando a relucir el gusto de los periodistas por el sensacionalismo. Por el contrario, los pesimistas (dentro de los que me matriculo) se declaran convencidos de que los hechos que salen a la luz no son sino la parte visible del iceberg. Sobre todo insisten en el hecho de que numerosos «affaires» sólo se han descubierto por azar o por circunstancias imprevistas. No hay duda, que la corrupción que se conoce y se divulga no es más que una ínfima parte de la realidad. Al margen de la cuantificación del fenómeno, el verdadero reto es entender las razones la corrupción y su aumento galopante en las sociedades modernas. Un primer indicio, es la afirmación de que la corrupción es hija natural de la relación adúltera entre el poder político y el poder económico (la mezcla entre lo público y lo privado para algunos), lo cual queda al desnudo frente a la realidad social costarricense. En este aspecto, los datos del PNUD indican que en 2010 el ingreso del 20% más rico de la población de Costa Rica era 16,7 veces más alto que el del 20% más pobre, pero para 2016 la diferencia llegó a 19 veces. Ese 20% de la población más rica acumula el 50,7% del total de ingresos del país, mientras el 20% más pobre solo tiene el 3,9% del dinero. De esta forma, Costa Rica pasó de ser uno de los países con menor desigualdad de Latinoamérica a ubicarse en la mitad del listado. A pesar de estos datos, se insiste que la “crisis” es una crisis moral o de valores, lo que a mi juicio constituye una explicación simplista. Mi criterio es que resulta imperativo comprender que el tema de la corrupción no tiene como causa directa el déficit de valores morales y más bien se trata de un distractor, organizado por el poder del dinero.
Desde esta perspectiva simplista-ética, se analiza el fenómeno de forma aislada, desconectado de toda la realidad política, social y económica, sin criticar o cuestionar al sistema económico, se culpa a individuos o grupos en particular como carentes de valores éticos o morales, que la conducta desviada más bien responde a naturales tendencias egoístas e de inconsciencia social. Para los defensores de esta corriente en boga, la solución es muy elemental y va de la mano de los controles institucionales como los órganos contralores, endurecimiento de las leyes penales y en lo administrativo, creando los códigos éticos y las leyes como las de acceso a la información pública. Por otro lado, se sugiere que la libertad de prensa y la independencia judicial, en base a la clásica división de poderes, como un mecanismo de frenos y contra frenos, disminuyen los índices de corrupción, quedando así la democracia a salvo, bajo un sol más reluciente dirán los fanfarrones fundamentalistas democráticos. Sin embargo, la novela del cemento ha desmitificado la fragilidad de la división de poderes, demostrando que, lejos de existir división existe una gran unión entre algunos diputados, funcionarios del ejecutivo, magistrados y el sistema financiero estatal. Tratándose de robar al estado, los poderes se muestran aliados y bien sincronizados. Para el caso, es válido recordar una afirmación hecha por Don Miguel de Unamuno, muy reconocida y aplica para estos predicadores éticos: «No es raro encontrarse con ladrones que predican contra el robo para que los demás no les hagan la competencia«.
Para otras corrientes, el fenómeno de la corrupción es consustancial a la práctica capitalista, no hay duda que desde sus albores la corrupción jugó un rol fundamental asociada a la acumulación originaria, el pillaje, robo, despojo y el fraude fueron las practicas de las que se valió la emergente clase burguesa para obtener los medios y recursos necesarios para el establecimiento y desarrollo del capitalismo, así, hechos históricos como el despojo de la tierra a los pequeños parceleros, la espoliación y genocidio del continente americano, la caza de humanos en África para su sucesiva venta como esclavos, y la explotación de la mano de obra en la fabrica son la prueba más fehaciente del nivel de descomposición de la burguesía y de lo que la misma es capaz de hacer con tal de garantizar su objetivo fundamental: la obtención de riqueza. De manera que, si por antonomasia la base productiva misma del sistema está corrompida, nada extraño tiene que los procesos de circulación que ella genera estén contaminados por la corrupción. Como ideología hegemónica, el individualismo, fundado en la propiedad individual de la riqueza, juega un rol necesario y da sustento al régimen imperante, incita al sujeto a la búsqueda incesante de riqueza se tenga o no se tenga bienes; simultáneamente la búsqueda de esa riqueza se hará siempre por todos los medios, sean legales o ilegales: propiedad individual, individualismo y corrupción forman una unidad inseparable, nos guste o no.
Los sistemas económicos actuales, desde su origen, han sido economías que se basan en la expropiación. La meta es el éxito económico, tener mucho dinero para sentirnos realizados, seguros y servir de ejemplo a la generación de relevo. Por eso, es necesario afirmar que no basta con crear convenciones internacionales de lucha contra la corrupción, no es endureciendo las leyes positivas, no es creando organismos tendenciosos como ética y transparencia y un rosario más de formas e instituciones que, se pondrá en jaque la práctica corrupta, sino que es urgente y necesario otras soluciones que ataquen el problema desde su raíz, pues de lo contrario seguiremos en lo mismo. Cualquier lector diría, que estoy atacando únicamente a un sistema en particular, pero en realidad se aplica para cualquier sistema económico actual, llámese comunista, capitalista, socialista, mixto, etc. y sobra decir que en el caso Chino, a pesar de que existe la pena de muerte para los corruptos, de acuerdo con informaciones periodísticas, son miles los funcionarios chinos que son sancionados anualmente por casos de corrupción y en el caso cubano, según una encuesta del 2015 la percepción de corrupción ocupa el cuarto lugar en los problemas más importantes que agobian a los cubanos. Sin embargo, no es casual que la presencia de la corrupción en dichos países, coincida con algunas reformas encaminadas a una mayor liberación económica y a permitir la iniciativa privada.
No caigamos en la trampa del discurso populista que nos presentan los políticos actuales, que prometen combatir e incluso eliminar el problema de la corrupción. Nuestro estado es un estado corrupto por naturaleza y por ende se requiere una cirugía mayor y no remedios cosméticos. Y recuerden, el derecho o la ética no son los instrumentos primordiales, ni menos aún los únicos idóneos para combatir la corrupción ni para la consecución de seguridad en todos los órdenes sino que, por el contrario, están asumiendo, en numerosas ocasiones, la función de aportar una seguridad meramente simbólica que pretende justificar vías de solución que no llegan ni llegarán. Señores políticos y gobernantes, la ética, la moral y los derechos humanos no existen como reglas del buen actuar para ustedes; desde su perspectiva estas normas solamente son aplicables a sus subordinados o vasallos (de la boca para afuera), pero no pierdo la esperanza de que nuestro pueblo poco a poco despierte y diga basta.
Y regreso al título de estos párrafos: ¿ALZAR LA VOZ O CALLAR? No sé ustedes estimados lectores y lectoras, pero en lo que a mí respecta: prefiero morir gritando antes que vivir callado.
(*) Luis C. Acuña J.