Viajes por mi biblioteca, 30
En la palabra convivencia conviven el prefijo ‘con’ (unidad de varios) y el morfema ‘vivencia’ (acto de vivir); y si nos atenemos a su significado se diría que no lo pasan tan mal juntos. Pero lo cierto es que la cosa no es fácil: no lo es ni siquiera la convivencia entre padres e hijos, a pesar de las ventajas que aporta una cultura que predispone al afecto, la conciencia del ligamen genético, etc.; mucho menos lo es la convivencia entre cónyuges, a pesar del inicial enamoramiento, las promesas matrimoniales, el hábito, etc. Y así, en grado descendente, la convivencia entre vecinos, entre paisanos, entre compatriotas, cuya relación es facilitada por el conocimiento mutuo y la recíproca tranquilizante previsibilidad de las conductas.
Estaba pensando todas esas cosas a propósito de la convivencia durante siglos y milenios entre los judíos y los distintos pueblos autóctonos que han convivido con ellos en el Mundo; y particularmente entre los judíos y los cristianos europeos a partir de la Edad Media.
Hay que recordar que ya en pleno Principado Romano, antes de las medidas de dispersion/exterminio de judíos llevado a cabo por el Emperador Adriano en el Siglo II d. C., muchos de los judíos de la Diáspora se habían establecido en ciudades de los territories imperiales que hoy son Francia, Italia, Bélgica, Alemania, etc., y se mantuvieron allí durante los siglos sucesivos al derrumbe del Imperio de Occidente, dedicados sobre todo a la artesanía, el comercio y la banca. En razón de su religión y costumbres, en muchos aspectos eran mantenidos separados de los cristianos, reunidos en ghettos (especie de barrios destacados del resto de la ciudad); lo cual les servía de protección, pero a la vez los hacía el blanco de ‘razzias’, ‘pogroms’ y otras agresiones; porque cada cierto tiempo los piadosos cristianos daban en atribuir a los judíos hábitos perversos y conjuras secretas, y la recurrente inapelable imputación de que ‘habían matado al Señor’ volvía a caldear los ánimos.
Como quiera que sea, la convivencia continuaba dando sus frutos, pues a partir de los siglos XVI y XVII los judíos de Europa Occidental fueron integrándose más y más a las culturas y a las economías nacionales de los distintos reinos. A medida que los más desarrollados y prósperos de esos reinos adoptaban la ideología liberal y el modo de producción capitalista, los judíos abandonaban sus ghettos y empezaban a destacarse en todas partes por su intelecto y sensibilidad: los más notables recibían distinciones y títulos nobiliarios; muchos se hicieron cristianos; y gradualmente sus nombres y apellidos fueron adaptándose a la morfología y a la ortografía de cada país. Ya en el Siglo XX miles de ellos lucharon en las guerras mundiales, y ante las listas de soldados fallecidos en combate sólo un experto hubiera podido distinguirlos de los demás.
En un contexto de convivencias como el descrito nació Giorgio Bassani en la ciudad de Bologna, Italia, en 1916, en el seno de una familia judía oriunda de la cercana Ferrara; ciudad esta última a donde la familia regresó poco después, y donde el futuro poeta y novelista pasó su infancia y juventud.

La ciudad de Ferrara, en el Delta del Po, perteneciente a la Región de Emilia-Romagna, había florecido económica y culturalmente durante el Renacimiento bajo el poder de los Duques de Este, y albergaba en su seno la comunidad judía proporcionalmente más grande de Italia, y una de las más influyentes. Porque, en efecto, los judíos de Ferrara, que habían levantado allí sus sinagogas y gozaban de plenas libertades, dominaban la actividad industrial y bancaria, y tenían una fuerte presencia en la vieja Università degli Studi, que era del Siglo XIV. Y cuando el fascismo alcanza el poder en Italia, muchos de los judíos ferrareses y de otras ciudades y regiones se adhieren con entusiasmo, colaboran con el régimen y contribuyen a su mantenimiento.

Giorgio Bassani, de familia acomodada, estuvo en posición de disfrutar de las ventajas de la estima y la seguridad que rodeaban a los judíos en Ferrara en los años de su infancia y adolescencia, incluso durante la primera parte de la Era Fascista; aunque su familia propiamente era más bien liberal en política. De modo que, en su momento, al igual que los demás jóvenes judíos de su generación, el joven Giorgio frecuentó libre y plácidamente la Universidad y los círculos sociales y culturales de Ferrara hasta alcanzar los 22 años, es decir, hasta 1938, fecha de aparición de las primeras leyes raciales del Fascismo.
La persecución racial había empezado en la Alemania nazi con las tristemente célebres Leyes de Nurenberg de 1935, que se aplicaron rigurosamente desde la fecha de su promulgación. En ellas se tomaban medidas extremas para realizar un proceso acelerado de deconstrucción de la comunidad social: separar, aislar y abatir a los judíos, gitanos, eslavos y otros, en aras de proteger la pureza de la raza aria, que (pensaban ellos) era la de los alemanes; de modo que por virtud de dichas normas los afectados perdían su nacionalidad alemana, su profesión, su dinero, sus bienes muebles e inmuebles, sus empleos; y podían ser apresados en cualquier momento, y enviados a campos de concentración; estándoles prohibido asimismo entablar ningún tipo de relación (sentimental, amistosa, profesional, laboral, etc.) con ciudadanos alemanes. Y lo cierto fue que, en aquel momento y lugar, la minoría étnica más intensa y extensamente afectada fue la judía.
En contraste con lo anterior, en Italia, entre 1938 y 1943, las Leyes Raciales del Fascismo se limitaron a prohibir que estudiantes y maestros judíos formaran parte de instituciones educativas italianas, y que los judíos en general frecuentaran clubes sociales y bibliotecas públicas. De momento no hubo detenciones ni deportaciones, iniciándose entonces un periodo en el que se produjeron entre los judíos italianos las más encontradas reacciones: desde los que mantenían su adhesión al fascismo y aconsejaban esperar, asegurando que las leyes raciales serían derogadas, hasta los que, invocando lo que ya estaba ocurriendo en Alemania, no se hacían ilusiones y presagiaban lo peor. Y así transcurre una etapa en la que, sin embargo, sí se producen cambios sensibles, tales como la tácita, lenta pero efectiva ruptura de la burguesía italiana de sus vínculos de toda índole con la comunidad judía, así como el también tácito replegarse de ésta en sí misma, como un contener el aliento para esperar lo que venga. Y lo que vino finalmente fue las deportaciones masivas de judíos italianos a partir de 1943, por obra de las autoridades alemanas de ocupación.
Dotado de una fina sensibilidad, el joven Bassani vivió intensamente esta transición, la cual trasladó a su obra poética y novelística con toda su riqueza de matices: desde la añoranza de su amada Ferrara de los recuerdos infantiles, que eran recuerdos de la fraternal convivencia de lo diverso, hasta su desesperación ante la ruptura del delicado tejido convivencial, y el espectáculo de la brutal aniquilación de aquella comunidad indefensa de familiares y amigos, italianos por nacimiento, dignos ciudadanos inocentes de toda falta, cuyos derechos fundamentales merecían la más plena protección en países que se decían civilizados.
La obra novelística esencial de Bassani, que recibe el nombre de Il romanzo di Ferrara (La Novela de Ferrara, con dos ediciones en español: de Lumen, Barcelona, 2007; y de Acantilado, Barcelona, 2014/17) y ha sido comparada con En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, se ordena en seis partes: 1) Intramuros (Cinco historias ferrarenses); 2) Los lentes de oro; 3) El jardín de los Finzi-Contini; 4) Detrás de la puerta; 5) La garza; 6) El olor del heno.
De las seis partes elijo El jardín de los Finzi-Contini como la más dolorosa y dramática, pero también como la más lograda desde el punto de vista literario. El argumento de fachada es el amor fracasado del protagonista por la bella Micol Finzi-Contini; este argumento se desarrolla bajo el envoltorio de otro que Bassani traza magistralmente: la atmósfera de ensueño que rodea el jardín de la principesca residencia de la familia Finzi-Contini, dentro del cual la vida parece discurrir con total prescindencia del mundo exterior. A esos dos universos el autor va añadiendo el telón de fondo de la historia italiana y europea de aquellos años: la pendencia de las leyes raciales fascistas de 1938; la inminencia y luego el estallido de la Segunda Guerra Mundial, que contrastan con el síndrome de negación de la realidad que padece la judería enriquecida y ennoblecida de ciudades periféricas como Ferrara y otras, que se cree arropada y protegida por una institucionalidad y una tradición de convivencia en realidad evanescentes.
“…me parece una de las novelas más bellas y emocionantes que he leído. Ese fantasma del que hablas, que el autor muestra en las primeras páginas y que sobrevuela el libro, obliga al lector a realizar dos lecturas simultáneas de todo lo que ocurre, un acierto extraordinario por parte del autor. Hay que tener en cuenta, además, que el protagonista es un niño que va aceptando las cosas tal como vienen, sin valoraciones políticas ni formación ideolíogica. Sobre ese jardín burgués codiciado al principio y decadente luego, se cierne el mayor horror del siglo XX y se ahonda como un cuchillo la iniciación de ese niño al mundo adulto..”
(Comentario anónimo en el Blog español Un libro al día. Diciembre de 2012).
Y sigue.
(*) Walter Antillon Montealegre es Abogado y Catedrático Emérito de la Universidad de Costa Rica.