jueves 18, abril 2024
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La vía costarricense a la democracia (primera parte)

La llegada al poder del pestilente Bolsonaro, el surrealismo despótico de Maduro, la política “John Wayne” del sátrapa de Ortega, el autoritarismo impúdico del trastornado Trump, y el ballet monocorde, anacrónico y  represivo de Miguel Díaz-Canel, me han llevado a hacerme la siguiente pregunta: ¿Tiene la Democracia -como instrumento ideológico y político- respuestas reales ante semejante barahúnda? ¿Existirá alguna salida digna ante tan colosal caos? ¿Tiene Costa Rica activos morales y políticos para navegar airoso y sortear tanta mortal impudicia? Este modesto ensayo, dividido en dos partes, aspira a conversar, o, a iniciar una conversación,  bajo el presupuesto de que la Democracia es una virtud social y razonablemente querida. Creo yo que se impone reflexionar sobre la Democracia, y en lo que intuyo es “la vía costarricense a la democracia”. Dos locos gobiernan naciones gigantescas: uno en Washington y el otro en Brasilia. No somos una isla y somos pequenos. Se impone, entonces, reflexionar sobre nuestros nortes.

Realidad y formalidad

Hay quienes piensan que el voto y las elecciones, más las consecuencias que de  dichos procedimientos se deriven son, en su formalidad y en su ser, “la Democracia”; en otro extremo, hay quienes aseveran que la Democracia nunca lo fue para las mayorías, pues solamente se expresó y se expresa como una suerte de “estafa” que refleja el dominio general de las clases sociales dominantes sobre las subordinadas. La lira de  la Democracia, según esta última arista, es una aparición espectral que disimula la lucha de clases.

Visto lo dicho en el párrafo anterior, las dos posiciones expuestas pueden y deben objetarse.  Cabe decir, en cuanto a la primera, que los mecanismos y las formalidades democráticas, su doctrina y su institucionalización, son insuficientes en un entorno social desigual y sin prácticas de equidad.  Honduras, por ejemplo, es una democracia en lo formal y es también una sociedad profundamente antidemocrática. Es tan antidemocrático dicho entorno social que prácticamente su Constitución Política deviene en letra muerta, dando pie a que, sobre su misma formalidad democrática, se instale la tiranía con una falsa fachada liberal. Las gradaciones suben y bajan. Unas democracias son más completas que otras; y hay las que son una total caricatura. Pero ninguna es completa ni podrá ser completa. Democracias buenas, dígase por ejemplo, las sociales las de Suiza o Finlandia, por ejemplo, son  delatadas en sus propios límites, pues la vida las confronta constantemente con nuevos desafíos y necesidades que solventar.

Nunca es juicioso olvidar que la Libertad es siempre multidialéctica, es decir, que nunca se agota en sí misma y cuyas contradicciones ad infinitum son concurrentes y mutantes.  En el fondo, la vida es un escenario multi caótico. Ninguna Política se escapa de esta realidad consustancial a la Vida.  La Democracia, como hija de la Libertad, tampoco escapa a la herencia de su madre, porque la Democracia es una tensión que nunca se resuelve. Pero con el caminar vamos desafiando paulatinamente, de forma colectiva, las inevitables disyuntivas conocidas e inéditas, planteadas por las necesidades de cada tiempo y que se visibilizan  sin garantía alguna de destino, negando siempre ello la optimista e ingenua tesis del ascenso permanente. Los inevitables retrocesos que tanto desvelan son, paradójicamente, material ineludible del empedrado por el que transitan las aspiraciones democráticas.

En cuanto a la segunda posición a objetar,  se puede contrariar al decir que la “estafa” no reside en la doctrina democrática ni en sus principios e incluso ni en la legislación,  sino en las estructuras de poder, casi siempre odiosas, que se han conformado en la singularidad de cada grupo o de cada nación. En otras palabras, la doctrina democrática no se corresponde con la realidad, pero no por ello se elimina el texto inspirador. La lucha política de los demócratas es, precisamente, la de hacer tangibles -en su carne y en su hueso- las promesas libertarias insertas en el discurso y la doctrina.

La ruta

La Democracia no es únicamente el conjunto de las leyes imperantes ni el traspaso ordenado y democrático de los mandos del Estado con sus funciones constitucionales; también la Democracia tiene que ver con la cultura democrática de una nación, es decir,  con el acervo cognoscitivo de un pueblo sobre el valor de la libertad, la razón, la ciencia, el pluralismo y la solidaridad. Es cuando lo democrático se traduce en una visión de la Vida en su diario acontecer, y opuesta a toda uniformidad autoritaria.  El consenso social sobre las bondades de la Democracia es un punto de encuentro y nunca una imposición; la Democracia se construye convenciendo muchas mentes, seduciendo sus espíritus,  con los prácticos argumentos de la Libertad y la conveniencia casi perfecta de la Paz.  

Hay que reconocerle, en todo, a los críticos de buena fe de la democracia liberal, el hecho de que todavía inviten a diferenciar entre las declaraciones y la realidad, con el “pero” que con frecuencia se extralimitan gravemente al subvalorar y hasta desdeñar los contenidos insertos en lo formal, descuidando su defensa, y con ello hasta justificar dictaduras como la cubana.  El estalinismo y el nacional-socialismo redujeron todo a la cuestión del poder, y desdeñaron a la democracia liberal como absolutamente falaz, demagógica y explotadora. En este particular, Hitler y Stalin coincidieron plenamente. Se olvida con frecuencia que Stalin no se opuso a los nazis en nombre de la Libertad y la Democracia, sino por la casi impronunciable razón de salvar su propio pellejo de déspota frente a otro déspota. La heroica victoria del pueblo soviético en contra del fascismo no fue obra de Stalin, sino fruto del suplicio y de los sacrificios sin límites de la gente y de su Ejército Rojo. En lo militar, Stalin no fue el arquitecto de la ansiada victoria en Berlín; no otro merece dicho honor sino el Mariscal Zhukov, militar odiado por Stalin, héroe que estuvo a punto de ser asesinado por el  “Padre de los Pueblos.”

Reducir todo a la pregunta de quién y cómo se detenta el poder político significó para el socialismo despótico lo siguiente: a. determinar que solamente un grupo muy reducido de personas podría guiar, desde el poder absoluto, al pueblo en su trance hacia la felicidad moral y la suficiencia material. Fue como decir: “nosotros entendemos lo que necesitan las masas y nosotros somos los únicos que sabemos cómo liberarlas”. Dicho “nosotros” es una fórmula política fatal, trágica, que deparó horrores a la humanidad de derecha a izquierda; b. que todo vestigio alternativo al modelo propugnado debía considerarse  ilegal y criminal. Tanto Hitler como Stalin compartieron el desdén homicida hacia las libertades fundamentales sobre la base de las limitaciones e inconsistencias, a veces atroces, de las democracias liberales europeas.

Las falencias de las democracias liberales no debieron ser la excusa para entronizar la razón totalitaria del Estado. No es que Hitler o Stalin no hablaran de democracias y libertades; de hecho ambos -como si hubieran sido hermanos gemelos- proclamaron sus “versiones” como las “verdaderas”, como las “no formales”, denunciado la hipocresía colonialista de las democracias liberales europeas. La crítica no estuvo exenta de hechos comprobables, sobre todo, en lo que respecta al colonialismo inglés y francés. Pero dicha crítica fue monstruosa en sus intenciones y consecuencias. Sirvió, entonces, para justificar genocidios propios, sufrimientos insospechados.  La versión de democracia de Stalin se destruyó bajo la sacrosanta abstracción de “internacionalismo proletario” y, la de Hitler, en un lema supremo: “Ein volk, Ein Führer, Ein Reich”.

Imponer una interpretación propia y unívoca de lo que es y no es la Democracia es algo propio de un dictador que se apoya en la exclusión del “diferente” o en el oprobio de las minorías.  Es bien sabido que las dictaduras “iluminadas” no solamente excluyen sino que también matan y pueden llegar  hasta el genocidio. Las versiones estalinistas y fascistas crearon una falsa y pérfida paradoja: en sus mentes recetaron la mejor democracia pero, eso sí, con un menú limitadisimo de libertades escogidas arbitrariamente por el directorio o el dictador.  

Al convertirse la tiranía en terror ella lo hizo creyéndose benevolente, en ser la voz del pueblo, una voz protectora y definitiva, explicada por la más burda de las metafísicas.  La Democracia no es asunto de dioses y diosas, ni se dirime en oráculos. Para bien o mal, la Democracia se hace en consulta con los pueblos. Si hay un lugar donde conviene ser ateo es en la política. En política todos los dioses son falsos. Cuando un político invoca “el alma de los pueblos”, “la pureza de los conciudadanos”, “el Destino Manifiesto” o un supuesto “glorioso pasado”, implora peligrosos fantasmas, los más fieros, los más siniestros.

En todo caso, en lo que toca a la democracia liberal europea, siendo la inglesa y la francesa las más emblemáticas, ciertamente no propagó la democracia en sus colonias y se comportaron como gendarmes imperialistas de sus élites capitalistas.  Este hecho demostró las carencias asfixiantes de la democracia en un estadio particular de su desarrollo en las metrópolis, al haber heredado ellas el ignominioso fardo del colonialismo en Asia, África, Oceanía, América y en la propia Europa donde la cuestión irlandesa databa de muchos siglos atrás.

La democracia liberal europea adquirió forma en la talla de una paradoja: iluminó únicamente una  porción pequeña de su patio para asegurar la hegemonía de los estamentos burgueses y de raza blanca, no solamente en las colonias, sino también al interior de sus territorios, frente a las clases y estamentos subordinados.  Frente al racismo, la explotación económica y el sometimiento militar, los pueblos del Tercer Mundo resistieron y se insubordinaron frente a tan inhumano dominio, dilatando con ello los límites del discurso democrático y el de sus posibilidades.

Igualmente los trabajadores en todas partes del globo empujaron -a veces con éxito y otras veces sin él- el  ensanchamiento de nuevos contenidos y fronteras democráticas. Lo que en no pocos círculos se denomina como “movimiento obrero internacional” no fue otra cosa que la suma, en lo fundamental, del esfuerzo comunista, socialista y anarquista que hizo posible las grandes reformas sociales del siglo XX con demandas democráticas fundamentales. Por “comunismo” se ha de entender la praxis de poder del socialismo real, que no otra cosa fue que el estalinismo, toda una categoría en sí misma en la historia política del siglo XX.

La Revolución Bolchevique de 1917, con sus aspiraciones democráticas, fue tempranamente liquidada; Stalin se hizo de un poder unipersonal y se hizo cargo del prestigio y la influencia que el comunismo tuvo entre las masas del planeta. De ahí que la agenda del comunismo de Stalin supeditara lo internacional a los intereses de él y su zarismo soviético. Lo trágico sucedió: el pujante movimiento obrero del siglo XX, una parte fundamental del mismo, cayó preso de la lógica inconsecuente del Kremlin. La embarcada fue monumental. Incontables almas buenas, incontables intelectuales comprometidos con la justicia, incontables sueños de juventud, remaron con sus versiones sinceras de militancia a la par de la falsificación estalinista de la historia, la mayor del siglo XX.  Fue el estalinismo el mayor engaño del siglo XX. La mayor estafa a escala planetaria, y la mayor trampa donde se hizo triza el gesto amable por la justicia. En retrospectiva, el daño de Stalin fue inconmensurable. Las hordas hitlerianas nunca ocultaron su nacionalismo pestilente, su desprecio por el prójimo y su inagotable sed de conquista. La propaganda de Stalin, en cambio, fue un travestido de ecos revolucionarios legítimos que, en la práctica, el régimen soviético maldecía, perseguía y aniquilaba. Ello causó la mayor confusión, el peor mal entendido desde los tiempos de Babel. Millones de trabajadores en todo el mundo se fueron de bruces, millones de engañados entonaron con fervor La Internacional. A la izquierda, anarquistas, socialdemócratas y trotskistas se resistieron a beber la pócima venenosa de Stalin; los trotskistas, empero, nunca pudieron comprender que la maldad del zarismo soviético (más específicamente ruso)  tuvo en el mismo hecho de la Revolución de Octubre, en el bolchevismo de Lenin, el germen de lo que llegaría a ser una catástrofe humana.

(*) Allen Pérez es Abogado

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1 COMENTARIO

  1. La democracia es «el menos malo» de los sistemas que existen, si embargo está lejos de ser «bueno», las mayorías han demostrado muchas veces estar equivocadas, y las opciones que nos presentan de candidatos son pre-elegidas por los grupos que toda la vida han controlado el poder, y no pretenden hacer un cambio significativo por el bien común.
    Yo creo en el gobierno pequeño y no intrusivo en lo que no le importa, que sea una entidad dedicada únicamente a la seguridad y administración de los activos públicos, fuera de ahí lo demás debería salir por iniciativa de la población,más enfocado a políticas públicas sectorizadas,con una población involucrada de lleno en la propuesta y toma de decisiones.

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