viernes 29, marzo 2024
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Un temido cementerio

Proveniente de Naranjo, Alajuela, mi familia se mudó a San José en 1956, cuando yo tenía poco más de tres años de edad, y nos establecimos en barrio Bolívar, al suroeste de la capital. Hacia al oeste, ese hacinado sector urbano se prolongaba hacia los barrios Don Bosco y María Auxiliadora. Era un área con varias iglesias, escuelas, colegios católicos y cementerios, al punto de que de veras parecía “una sucursal del cielo en la tierra”, como la describiera mi primo Edgar Espinoza en su columna ¡Casa de citas en pleno cielo!, hoy compilada en Más calumnias espinozas, libro tan hilarante como Mis mejores calumnias, su predecesor. Edgar, frente a cuya casa pasábamos todas las mañanas rumbo a la Escuela Don Bosco —y que a menudo visitábamos—, vivía justo frente al Cementerio General.

Este camposanto, sumado a los cementerios de Obreros y de Extranjeros, flanqueaban una extensa porción de la avenida San Martín (avenida 10), en tanto que más hacia el suroeste estaban los cementerios Calvo y Judío. Además, donde se yergue la iglesia de la Preciosísima Sangre de Cristo —antigua iglesia de las Ánimas— estuvo el primer cementerio importante de la capital. En este predio, como consecuencia de la Campaña Nacional contra los filibusteros, se enterraba en fosas comunes a las víctimas de la epidemia del cólera morbus. En fin…, ¡una zona donde parecía haber más muertos que vivos!

En realidad, para nosotros la muerte y los funerales eran algo cotidiano, como lo refiriera hace unos años en mi artículo Entre tumbas (Nuestro País, 9-XI-2009). Asimismo, el Cementerio General representaba un amplio e inmejorable predio para jugar al escondido, pero no era tan sencillo, porque del primero que había que esconderse era del guarda.

Uno de los recuerdos más permanentes que conservo, de tintes algo épicos, es el de un fastuoso entierro con honores militares; con la ayuda de mis hermanos e internet, ahora he podido averiguar que fue el del médico Adolfo Jiménez de la Guardia, ministro de Salubridad Pública en el gobierno de Mario Echandi, quien murió el 19 de julio de 1958, nomás comenzando a ejercer su cargo. El funeral ocurrió por la tarde, pero la misa y el solemne protocolo retrasaron la actividad, al punto de que llegó la noche. Congregados en una de las ventanas del segundo piso de nuestra casa, escuchábamos las marchas fúnebres —posiblemente el Duelo de la patria—, lo cual en determinado momento culminó con el seco estruendo y la reverberación de un par de cañonazos que rompieron el silencio nocturno e hicieron cimbrar todo alrededor, mientras que enormes fogonazos descuajaban la oscuridad de la noche. Fue un acto realmente conmovedor, hasta hoy indeleble en mis sentidos.

Cabe comentar que percibíamos todo esto más bien con curiosidad y naturalidad, más la clara comprensión —reforzada en nuestra escuela— de que la muerte es parte de la vida y de que, ante su inevitabilidad, tarde o temprano todos tendríamos que llegar a ese u otro camposanto. Y, en nuestro hogar, fue tan lacerante esta implacable verdad, que en setiembre de 1958 perdimos a nuestra amada hermana Myriam, de apenas 21 años de edad y recién graduada como profesora de filología; eso sí, a ella la llevamos a nuestro natal Naranjo.

Pero, como lo expresé en mi artículo recién mencionado, no ocurría lo mismo con el Cementerio de Extranjeros, pues tanto en el hogar como en el barrio nos habían advertido que entrar ahí era pecado mortal, pues albergaba a personas evangélicas. Eran los tiempos en que, para disuadir a los insistentes y hasta necios evangelizadores, en las ventanas de las casas se solía colocar una tarjeta con la imagen de la Virgen María, acompañada con la leyenda “En esta casa somos católicos. No admitimos propaganda protestante”.

La temida esquina del Cementerio de Extranjeros.

A esa situación se sumaba el hecho de que era un panteón totalmente hermético, al cual no se veía entrar ni salir a nadie. Tanto era así, que el portón principal, que da a la avenida 10, siempre estaba cerrado. Pensándolo bien ahora, no recuerdo haber visto ni un solo entierro ahí, mientras que en los cementerios General y de Obreros los había todos los días —a veces varios en un mismo día—, precedidos por las infaltables honras fúnebres en la iglesia de las Ánimas. Todo esto le daba un velo de misterio a ese lugar prohibido o vedado, por el cual sentíamos no temor sino pavor, pues nos parecía casi satánico.

Pero, como lo prohibido siempre atrae, y sobre todo a los niños —ávidos por explorar y descubrir el mundo—, recuerdo que una vez, tras acordarlo con dos amigos, todos de unos cinco años de edad e igual de cobardes, nos acercamos al citado portón. Temblorosos del susto por transgredir las reglas, medio nos asomamos a través de sus rejas, pero de inmediato pusimos pies en polvorosa, mientras sentíamos que el corazón se nos salía por la boca. ¡Santo remedio! Ahí se acabó la curiosidad infantil. Desde entonces nos bastó con ver algo de lejitos esa misteriosa tapia de ladrillo carcomida por la infalible intemperie, a la vez que nos divertíamos lanzándonos del tobogán o columpiándonos en el “playground” construido al otro lado de la avenida.

Ahora bien, ya de adulto, y residente lejos de ahí, nunca tuve la necesidad ni la oportunidad de ingresar a ese camposanto. Y no fue sino en años recientes, cuando surgió mi interés por la vida y la obra de los naturalistas alemanes que exploraron nuestras flora y fauna en el siglo XIX, que mis pesquisas me llevaron a ingresar al otrora tan temido cementerio.

En efecto, debí hacerlo, y por supuesto que lo hice con gran interés y curiosidad, para tratar de esclarecer el enigma que hasta hoy rodea el entierro de la compañera del médico y naturalista Alexander von Frantzius. Esto lo abordé en detalle en mi artículo La esposa de von Frantzius (Informa-tico, 30-X-06), al igual que con más detalles en el libro Trópico agreste: la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX.

Para ello llegué ahí una mañana de lunes, me asomé al portón que tanto me asustara de niño, pero no vi a nadie, además de que estaba tan trancado como hacía medio siglo. Me dirigí entonces hacia el gran portón metálico en su costado oeste, el cual tenía una aldaba. Insistente, golpeé con mi manojo de llaves y, por fortuna, pronto apareció el panteonero. Amable y servicial me recibió don José Manuel Coto Brizuela, y después de conversar un rato —¡mundo pequeño!— me comentó que es oriundo de esa Turrialba que tanto amo, así como tío de Ricardo Campos Coto, excompañero de trabajo en el CATIE.

Don José Manuel Coto.

Aunque no tuve el éxito esperado en cuanto a la esposa de von Frantzius, recorrimos algunos sectores del pequeño camposanto, revisé con él una libreta y un libro que representan las bitácoras con todos los registros de defunciones, y me contó varios aspectos históricos clave, que yo desconocía. Pero, además, y ya a solas, inspeccioné con rapidez las lápidas de todas las tumbas, lo que me permitió toparme con decenas de apellidos —tanto europeos como estadounidenses— con los que me había familiarizado en mis investigaciones históricas.

Asimismo, hice nuevos hallazgos, como las fosas del estadounidense Charles H. Ballou y el alemán Fernando Nevermann, pioneros en el campo de la entomología agrícola en Costa Rica, que es mi campo de especialización. Ese encuentro fue mi estímulo inicial para proponerme escribir, eventualmente, un libro sobre el entomólogo y pintor alemán Alexander Bierig, entrañable amigo de Nevermann y continuador de la obra de Ballou en la Escuela Nacional de Agricultura. La escritura de dicho libro, con la coautoría de Floria Barrionuevo y María Enriqueta Guardia —expertas en artes plásticas—, y cuyo borrador está actualmente en manos de la Editorial Tecnológica, me obligó a visitar el cementerio de Extranjeros dos veces más.

La verdad es que he disfrutado mucho esas estadías allí, pues además de la calidez del lugar y la gentileza de don José Manuel, entre tantas lápidas sobrias y bellas —algunas de gran calidad escultórica, en piedra—, siempre descubro cosas nuevas. Es un rincón capitalino apacible, colmado de historia, que alberga los restos de centenares de personas foráneas —y unas pocas nacionales—, la mayoría de las cuales contribuyeron de una u otra manera al desarrollo de Costa Rica.

Aspecto interno del Cementerio de Extranjeros.

Entre sus atractivos estéticos, resalta una sobria placa metálica colocada en la pared al lado del portón principal, enmarcada por una densa hiedra. Evoca con diáfana claridad el origen de este camposanto, pues en ella se lee la siguiente inscripción: “Este cementerio fue concedido por el Gobierno en febrero de 1850 a solicitud del Señor Don Federico Chatfield, Encargado de Negocios de Su Magestad Británica ante nuestro Gobierno”. Y a continuación figura este proverbio de Job: Yo sé que vive mi Redentor, y que en el último día he de resucitar de la tierra. Y de nuevo he de ser rodeado de mi piel, y en mi carne veré a mi Dios, a quien he de ver yo mismo y mis ojos lo han de mirar, y no otro”. Según me informó don José Manuel, siempre estuvo bajo la tutela de la Iglesia Anglicana, y en 1947 quedó a cargo de una junta administrativa independiente.

Placa conmemorativa del Cementerio de Extranjeros.

En efecto, como a los protestantes o luteranos no se les permitía ser inhumados en cementerios católicos —debido al omnipresente poder de la Iglesia Católica—, desde muchos años antes habían realizado gestiones para contar con un panteón propio. La placa sugiere que Chatfield acudió a don Juan Rafael (Juanito) Mora Porras, que hacía apenas dos meses había ascendido a la presidencia de la República, pero que era un hombre muy ejecutivo, como lo demostraría durante el decenio que ejerció como presidente. A pesar de ser católico practicante, este comprensivo, sensato y humanitario gobernante no solo accedió a la petición de crear el llamado Panteón de Protestantes o Cementerio de Extranjeros, sino que incluso les donó ese predio, en la intersección de la avenida 10 y la calle 20, frente al costado este de la iglesia de la Preciosísima Sangre de Cristo.

Sin embargo, no hubo necesidad de utilizarlo pronto, a juzgar por las bitácoras de defunciones y las lápidas más antiguas. Esto podría explicarse porque la comunidad evangélica era pequeña, lo que hace suponer que había pocos fallecimientos, y muy espaciados en el tiempo. Las primeras personas sepultadas allí fueron los ingleses Mary Paynter (de 48 años) y el joven Charles Farrer, ambos en junio de 1856, pero se ignora si fueron víctimas de la epidemia del cólera, que asoló al Valle Central entre mayo y mediados de julio de 1856.

En cuanto a estas personas, Charles era hijo del empresario Richard Farrer, figura protagónica en los sucesos que antecedieron al fusilamiento de don Juanito Mora en Puntarenas, en su condición de cónsul de Inglaterra. Por su parte, pareciera que Mary era una hermana mayor de Mary Ann Paynter, esposa del médico y pastor luterano Richard Brealey, fallecida en Inglaterra en 1846. Por cierto, según Gonzalo Chacón Trejos —en el delicioso libro Tradiciones costarricenses— fue Brealey quien tomó la iniciativa de que se estableciera un panteón para protestantes; ello fue inducido por la muerte de un amigo estadounidense, David E. Cotheal, en 1839, cuyo entierro en el cementerio de Cartago topó con tal oposición de la Iglesia católica, que el mandatario Braulio Carrillo debió enviar un séquito de soldados para garantizar que se inhumara al difunto.

Para retornar al Cementerio de Extranjeros, tras varios años sin entierros ahí, los ingleses ya citados serían sucedidos por August Post (1863), Guillermo Schlumpf, Robert Nicholson, Richard Farrer (1864), Juanita Knöhr y Emile Tournon (1866).

Otro dato histórico importante —que me reveló el panteonero don José Manuel—, es que el predio original era mucho más amplio que el actual, y que en cierta época estuvo dividido en dos. Y, por fortuna, días después hallé un revelador y fehaciente croquis de la capital, que data de 1906; intitulado Plano de la ciudad de San José, capital de la República de Costa Rica, fue confeccionado por el ingeniero Lucas Fernández Fernández y el agrimensor Salomón V. Escalante González. Curiosamente, en él se observan dos espacios denominados Cementerio Protestante, atravesados por la avenida 10.

Croquis de ese sector capitalino en 1906.

La posible explicación de esta situación aparece en el libro La modernización entre cafetales, de la historiadora Florencia Quesada Avendaño. En efecto, ella indica que, como resultado de la llamada “ley de ensanches” —promovida a fines del siglo XIX para favorecer la expansión capitalina—, en 1893 “paralelamente al proceso de ampliación de la ciudad se abrieron, rectificaron y mejoraron algunas avenidas y calles principales de San José. Las más destacadas en este período fueron la calle de La Sabana y la construcción de un bulevar en la calle de los cementerios (avenida 10) —en ese entonces el perímetro de la ciudad— y su posterior arborización”.

Por cierto, se cuenta con una fotografía del bulevar, con vista hacia el sector de La Sabana, en la que se observa un pretil que posiblemente servía de muro al cementerio, así como una acera nueva y ancha. Tomada quizás por el estadounidense Henry G. Morgan, pareciera que eran los inicios del bulevar (Figura 6), a juzgar por algunos estacones protegidos por unos palos amarrados con alambre, para evitar que el ganado o los vándalos los dañaran.

Figura 6. La calle de los cementerios.

A falta de datos más específicos, tengo la hipótesis de que el predio del Cementerio Protestante era un solo lote, sin ni siquiera un trillo en medio, pues, por respeto elemental, no hubiera tenido lógica que el gobierno donara un terreno con esas características. Es de suponer que estaba rodeado por cafetales o potreros, excepto en su costado oeste, que lindaba con la actual calle 20.

Cabe acotar que, según lo leí en un documento que ahora no he podido hallar, en aquel entonces esa muy larga calle era la ruta para arrear las reses desde la plaza de subasta de ganado que había en Rincón de Cubillos —en el actual barrio México—, hasta el Matadero Municipal, en las cercanías de Plaza González Víquez. Y, justamente, muy cerca del actual “playground” había un abrevadero para que los extenuados animales, poco después de subir la muy empinada cuesta de la calle 20, tomaran agua. Como una curiosidad, El Bebedero, nombre de la vetusta y célebre cantina ahí localizada, proviene de este hecho, y no del abuso en el consumo de las bebidas etílicas que allí se expenden.

Mi exprofesor y ahora colega Gilbert Fuentes González, hoy con 77 años, quien en su infancia vivió en la avenida 10, me confirmó que, cuando él era pequeño, ese bebedero estaba cerca de la actual Marmolería Villalta, levemente al sur y casi al frente de la citada cantina. El propio don José Manuel Coto me narró que su abuelo le contaba que él y otros coterráneos transportaban café desde Tres Ríos hasta Puntarenas a inicios del siglo XX, y que solían detenerse en ese abrevadero, colocado debajo de un gran árbol de jocote, lo que lo convertía en un oportuno sitio de sesteo para los cansados bueyes.

Asimismo, es lógico suponer que la actual calle 20 era la única vía para trasladar a los muertos al Cementerio Antiguo o Cementerio del Cólera, desde el casco capitalino y lugares aledaños. Por ejemplo, en un pasaje del relato Facundo, alusivo a un muerto que fue enterrado vivo durante la epidemia del cólera, el ya citado Chacón Trejos narra que “cuando la carreta en que iba el cuerpo de Facundo llegó al alto de la cuesta del Panteón, ya había cerrado la noche”. Es decir, da a entender que había que subir esa pendiente, desde el actual Paseo Colón, para culminar en el citado cementerio.

Ahora bien, según la historiadora Flory Otárola en su artículo Cementerios de San José: historia, creencias y arte dentro de sus muros, fue a fines de 1858 la Junta de Caridad propuso establecer un nuevo camposanto, lo cual se concretaría cuatro años después, donde hoy se localiza el sector más antiguo del Cementerio General.

Para llegar ahí desde el centro de la ciudad es muy posible que hubiera que subir por la actual calle 20, para después virar hacia la derecha. Con los años, esa incipiente calle se continuaría hacia el oeste, como lo indica Florencia al acotar que ya en 1888 se había abierto una calle que comunicaba el cementerio con La Sabana, que es la de la foto mostrada previamente.

Asimismo, ella refiere que en 1892 se propuso un “proyecto para un barrio hacia el oeste de San José, en la entonces alejada zona de Mata Redonda, el barrio San Francisco de Paula (barrio María Auxiliadora), aledaño a La Sabana”. Es decir, esa vía, junto con la calle de La Sabana —el actual Paseo Colón—, permitieron comunicar La Sabana con el centro de la capital.

En tal contexto, si nuestra hipótesis es correcta, el lote asignado al Cementerio Protestante representaba un obstáculo para extender la avenida 10 hacia el centro de la capital por una ruta más directa y menos empinada que la de la calle 20. Por tanto, es muy posible que se negociara con los encargados de la administración de este predio, para poder concretar este importante proyecto vial. Todo esto habría que investigarlo —y posiblemente se pueda esclarecer— en las actas del municipio josefino de finales del siglo XIX, pero esta es una tarea laboriosa, minuciosa y lenta, que se justificaría para un artículo académico de fondo, y no para este breve escrito.

A manera de síntesis, lo observado en el croquis de Fernández y Escalante significaría que, al construir el bulevar citado por Florencia y conectar ese sector con el centro de la capital, resultó inevitable intervenir el Cementerio Protestante. Es de suponer que en la franja invadida —hoy ocupada por la avenida 10— no había tumbas, lo que evitaba incurrir en una profanación. Eso sí, el predio quedó escindido, con su porción más pequeña donde hoy está el “playground” al que aludimos previamente. Cabe acotar que, según don José Manuel, el sector más antiguo del cementerio estaba constituido justamente por ese segmento del “playground”, la franja que fue invadida y el actual bloque A, que corresponde al esquinero.

Ahora bien, años después las tumbas ahí presentes fueron removidas y trasladadas al actual camposanto. De hecho, en las bitácoras de defunciones consta que 14 tumbas “provenientes del cementerio viejo”, fueron reubicadas en la fila XII del bloque C, la cual se localiza a lo largo de la pared occidental del cementerio, muy cerca del gran portón metálico que está en ese costado.

Tumbas provenientes de la exhumación colectiva.

En efecto, hoy ahí se erigen las antiguas lápidas de Thomas Davidson (1889) y Elizabeth Stevenson (1906); Luke Brealey (1871), John Howard Brealey (1886) y Lucila D. viuda de Morales (1921); Juanita Knöhr (1866); F.W. Richards (1875); Carl Heinrich (1870), Carl Adelbert (1870) y Christine Auguste Johanning (1878); Thomas M. Domaille (1870); Allan Wallis (1870); Guillermo Schlumpf (1864); Mary Paynter (1856); Andres Phillips Hoey (1878); Agnes Laing (1870); August Post (1863) y Emile Tournon (1866); Hector B. Chase (1875); Anna von Becker (1880); y Eufemia Rutherford de Berry (1872) y Santiago Berry (1892). Cabe señalar que, quizás por razones de espacio en esa hilera, la tumba de los Berry fue colocada en el bloque A, línea VII.

Nótese que las defunciones correspondientes a ese sector abarcan un intervalo de 65 años —entre 1856 y 1921—, lo que reafirma que las muertes eran poco frecuentes en la pequeña comunidad de extranjeros protestantes. Cabe aclarar que la única difunta con nombre latino en realidad se llamaba Lucila Duval Saint Clare, quien tras enviudar de John Howard Brealey se casó con el empresario herediano Jenaro Morales Gutiérrez, cuñado del expresidente Alfredo González Flores.

Es oportuno indicar, para evitar confusiones, que en una porción de la pared oriental del cementerio hay varias placas adosadas (Figura 8), pero corresponden a las de difuntos cuyas tumbas fueron desatendidas o abandonadas por sus parientes o amigos, por lo que sus restos se exhumaron y se depositaron en un osario común.

Placas de algunas tumbas abandonadas.

Para retornar a la exhumación colectiva ya descrita, no he podido hallar la fecha en que ocurrió. A juzgar por una nómina de las tumbas, membretada con su nombre —presente en la bitácora—, la labor la efectuó el artesano italiano Vittorio Favareto Parodi, quien tenía su marmolería en las inmediaciones del camposanto. Aunque ese documento carece de fecha, como él arribó a Costa Rica en 1937 —según consta en el libro Italianos en Costa Rica (1502-1952), de la amiga historiadora Rita Bariatti—, es obvio que la reubicación de las tumbas se efectuó después de ese año, cuando él ya habría consolidado su negocio. Eso sí, cuando nuestra familia se mudó al barrio Bolívar, esa sección del panteón ya no estaba ahí, y lo que había era un lote algo enmalezado. De hecho, recuerdo que mis compinches y yo tuvimos la fortuna de estrenar ese pequeño pero bonito “playground”, creo que en 1958.

Así es que, ¡cosas de la vida!, no es sino hasta ahora que me percato de que exactamente en el mismo espacio ocupado por ese pequeño predio recreativo en el que tanto nos divertíamos en nuestra infancia, estuvieron enterrados varios de los evangélicos extranjeros a quienes tanto les temíamos, sin más motivo que nuestros prejuicios religiosos.

(*) Luko Hilje Quirós

(luko@ice.co.cr)

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19 COMENTARIOS

  1. Refrescante está secuencia histórica, la cual muchos hemos sido testigos mudos en Costa Rica. Ojalá no nos entierren con nuestros miedos religiosos y hasta mercantiles ante las penurias que el sistema crea para ser diminuto abono al planeta, según dicta el mentado globalismo sin alma. Saludos.

  2. De nuevo Luko nos deleita con el inédito relato acerca del cementerio de extranjeros,lo cual es parte de nuestra historia vernácula, ausente en los programas de estudio oficiales. Mis felicitaciones por la amena descripción que nos permite un acercamiento vívido por la rica información, al pasado capitalino.
    Y hablando del tema, en la vieja Miramar, cuando con mis hermanos regresábamos del salón de cine de don Salvador Prendas (circa 1950), para acortar terreno hacia nuestra casa en El Tigre (Montes de Oro), entre charrales topábamos con el cementerio. Como era una zona minera, había algunas tumbas con nombres extranjeros, quienes dejaron allá sus huesos atraido por la aventura del oro. Me parece haber encontrado el nombre de Hampton, cuya familia fue dueña en su tiempo de la mina La Unión, y tal vez el de Stevanovich. En una visita más reciente, aquellas tumbas de tierra enmarcadas por un encierro metálico, al estilo del Viejo Oeste, ya habían desaparecido.

  3. Felicitaciones Luko por tu constante quehacer en recrear lo que está olvidado!! Tus artículos son siempre agradables y llenos de información interesante. Personalmente he intentado entrar varias veces en el Cementerio de Extranjeros para mis pesquisas, pero lo he encontrado siempre bien franqueado. Ahora me sé el “tip” del portón oeste y de la amable presencia del señor Coto. Para ti’ los augurios de siempre seguir escribiendo!! Rita Bariatti

  4. Gracias Luko! A diferencia suya,yo nací en 1958, al menos una vez al año iba con mi madre a «visitar» a sus abuelos Eva Chase Town y Robert Lang Holbrook ( el de calle Lang en nuestra amada sabana) . Hoy ya sesentón voy de vez en cuando ya que el lugar siempre me gustó y continúo con la tradición de mi amada madre Margarita Villalobos Lang. Un abrazo.

  5. Interesante artículo histórico de mi estimado amigo Luko Hilje, yo hace fue ahí y hablé con el administrador, tomé fotos de tumbas, me encontré tumbas de famosos masones extranjeros, la tumba de Allan Wallis y Munro, uno de los fundadores del Banco Anglo, la señora Paynter que usted cita debe ser familia de los fotógrafos hermanos Paynter.-

  6. No hay asunto que la pluma de Luko no torne interesante. Este artículo como otros tantos que he leído tratan sobre temas en apariencia baladíes, más el autor los hace lucir frescos, de interés actual, plenos de datos trascendentes que confabulan para que el lector, una vez iniciada su lectura no se detenga hasta el fin. En fin, todo lo que escribe se vuelve interesante gracias a la magia de las palabras.

  7. Excelente artículo. Bien descrito, detallado y fundamentado con pruebas históricas comparadas con las actuales. Felicitaciones y ojalá los historiadores tengan este artículo como una fuente explícita y real para futuras investigaciones. Linda descripción, pero sobre todo,como ha logrado » historilizar» un cementerio. Gracias por su trabajo de investigación e interés en este cementerio.

  8. Gracias Luko por compartir tu gran trabajo e investigación. Ahora cada vez que pase por esa zona la veré con otros ojos!! una vez más…gracias. Un fuerte abrazo

  9. Muchas gracias, don Luko, por mencionar mi aporte en tan rico artículo. Sólo quiero hacerle la observación de que mi formación es en Antropología Social.

  10. Lindo artículo sobre el cementerio donde descansan mis antepasados, oriundos algunos de Turquía y otros descendientes nacidos en Costa Rica, incluyendo papá que siendo totalmente criollo, optó por ser enterrado ahí… y un día que fui a visitar a mis muertos, encontré un espacio justo al lado de la tumba de papá, un espacio disponible… ahí irán a dar mis huesos!

  11. Mi apreciado maestro Luko y gran amigo, aunque soy mexicano, desde estas tierras hermanas a la vuestra, disfruto enormemente tus relatos. No conozco los sitios, pero tu vívida descripción hace que los sienta como parte de mi propia historia. No en vano Costa Rica sigue en mi corazón como mi segunda Patria. Un gran abrazo

  12. Excelente recopilación de datos e historia en este artículo que mantiene atento al lector de principio a fin. Gracias Luko H por su trabajo y dedicación.

  13. Gracias Luko por este gran labor. Acabo terminar un capitulo sobre la familia Kandler de Bocas del Toro, Panama. Encuentro que los Kandlers–unos Ticos Alemanes, se encuentran en el Cementerio de Extranjeros.

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