sábado 20, abril 2024
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Dos estéticas: la literaria y la democrática

Una sociedad sin intelectuales, sin filósofos y sin profesores de filosofía, es una sociedad destinada a mal celebrarse en una bruma mediocre, opaca, ayuna de naturaleza profunda e identidad esmerada.  

Y si en la nación no hay aprecio por los poetas y sus poemas, vamos ya guindados hacia un precipicio.  No se trata de uniformar de “sublime” a toda una ciudadanía porque no es posible ni es bueno; se trata de que  Costa Rica huela a preguntas urgentes, que su historia sea capaz de narrar agradecimientos hacia el poeta, el filósofo, el cantor, el escritor, el pintor, el escultor, el cineasta y el danzarín, y de cuanto derivado creativo haya, por cuanto en el astro-físico hay arte cuando se maravilla, compasión en el médico que reguarda la paciencia del prójimo  y estética en el arquitecto soñador. Porque es en la belleza que se abre el gusto por lo sensible y es en la indignación que brota la sed por la justicia serena.

No es un aroma chocante lo que busco para mi país,  sino el discreto desliz de la belleza por sus arterias,  un hilo consistente que cubra la patria en las buenas y en las malas, en la mucha duda y la poca certidumbre; anhelo para esta tierra que me vio nacer un sol alegre de madrugada y un celaje rojizo de vigor en el horizonte.  

Me preocupa que Costa Rica huela poco a belleza, que lo banal tienda a  ensancharse y a multiplicarse en las redes sociales, y que no llevemos en el corazón la estética del decoro, que es la mejor manera de ser sencillo y tan modesto como Whitman.  

Yo sueño  con una patria sencilla  y modesta, que es decir “decoro y belleza brillan”; porque, ¿qué tiene  de sencilla y modesta la brutal ignorancia,  la asfixia del espíritu y la humillación del corazón? El genocidio del intelecto es la mayor perversidad social.  En realidad me refiero a algo mucho mayor: al alma de cada uno de nosotros y al alma social.  

Para el extranjero somos una democracia ejemplar; entre nosotros, somo una democracia enclenque, oxidada, aunque nos hagamos los zopencos y finjamos no saberlo. Ciertamente fingimos porque estamos caminando desconcertados, olvidadizos de la gramática democrática y de su articulado lenguaje en lo que pueda serlo.  

No se vale la autocomplacencia cuando nos comparamos con naciones no tan afortunadas. Que la estatura de nuestra democracia se mida con una vara propia y singular, una que se atenga a nuestras potencialidades, es lo que nos conviene; que no nos inunden aires de superioridad, ni tonteras chauvinistas, es un recordatorio que nunca sobra. Lo nuestro es con nosotros mismos. Brillemos los costarricenses con luz propia.

La democracia no es necesariamente el equivalente de la igualdad y la justicia. No es ella una varita mágica. La democracia contemporánea es un concepto (no necesariamente reflejado en la realidad)  que invita a ser encarnada por el ser humano conforme a sus posibilidades históricas. La democracia nunca es idéntica de sí misma; nunca está quieta, evoluciona o involuciona. La democracia es un acto intencional, un acto buscado y querido. La democracia no nació para ser contemplada pasivamente sino para ser ejercitada. La democracia no es un puerto a donde se llega, sencillamente porque dicho puerto no existe ni podrá existir. Cuando las demandas democráticas se convierten en ley, sea cuando se institucionalizan, ya crea el desafío de su propia superación. Hoy el matrimonio igualitario, por ejemplo, es una demanda que busca una nivelación social dentro de la institución monogámica del matrimonio.

Entender lo anterior significa entrar en los terrenos de lo que yo denomino “estética de la democracia”, pues  una de las aristas más ignoradas de la misma tiene que ver con su plasticidad, es decir, con el uso pleno y creativo de sus posibilidades. Es que la democracia institucional nunca es una democracia realizada. Ella nunca se cansa de tocar a la puerta. Siempre se preguntará quién o quiénes  han quedado por fuera de las resignificaciones. Una democracia saludable se cuestiona a sí misma, se mira al espejo y se siente insatisfecha. La democracia es y siempre será una aspiración y nunca un libro acabado. La belleza de la democracia reside en incluir y no en excluir. 

La sola proposición de que todo ser humano es igual en decoro y en derechos por tener una dignidad que le es propia, inherente a su condición de humano, es una abstracción que fue imposible de concebir como norma general en casi toda la historia de la humanidad.  La democracia moderna recién ha nacido, todavía habrá de gatear durante mucho tiempo más, quizá siglos, pero siendo optimista y sin importar el cúmulo de conflictos que enfrente, se espera que se distinga por su progresividad, su vocación inclusiva y su visión amigable de la  otredad y la paz. La ética de la democracia es, entonces, el prójimo.

Se afirma que la democracia no se cubre de manteles largos si su sustrato, la ciudadanía, no se compone de individualidades más o menos democráticas, o , cuando la cultura democrática de la nación carece de la universalidad que ella requiere.  Dicha cultura existe modestamente en nuestro país, pero todavía se encuentra lejos, lejísima, de ser óptima o suficiente.  Ciertamente la democracia es hueca sin justicia social; porque no se ha de aspirar a cualquier democracia, sino a una que propicie la emancipación social y la equidad económica. Empero, sus nobles objetivos requieren de una sólida alfabetización cívica.

¿De que vale la democracia sin cultura democrática? La cultura democrática es aprendida. La gente no tiene un instinto democrático innato; no nacemos anhelando dejar de lado nuestros propios deseos e intereses  en favor de los de la mayoría. La democracia es un hábito adquirido. Al igual que la mayoría de los hábitos, el comportamiento democrático se desarrolla lentamente, con el tiempo, a través de su práctica y de su puja permanente por nacer. Es decir no somos demócratas por naturaleza; es más, por naturaleza somos ciertamente lo contrario. Este hecho es el mayor obstáculo en la construcción de una democracia y su visió estética.

Volviendo a los poetas.

No sé si ustedes se habrán dado cuenta que las grandes casas editoriales (y las pequeñas) en nuestro idioma casi no publican poesía, simplemente porque es un mal negocio; es el caso,  por ejemplo, del gigante Penguin Random House.  Mucho de lo que se vende hoy, por ejemplo, es literatura “de autoayuda”. No veo porqué ser ácido  con este gusto, sobre todo en un mundo donde pocos ayudan y son legiones los que estorban. La vela pasa en otra dirección,  por los lamentos al ver públicos desdeñosos de la prosa poética y de la poesía en verso. ¿Se nos congela el alma? ¿Tritura el frío de la técnica y la eficiencia industrial la humanidad nuestra, nuestros huesos de cantores?

Pero los gelidos aires no son absolutos.  Lo digo por Vargas Llosa, porque sigue existiendo como escritor, como el escritor que necio sigue escribiendo.  Ayer martes 8 de octubre, se presentó en Madrid, en la Casa de América, su última novela, Tiempos Recios, texto que también desde ayer se encuentra a la venta en 20 países, incluyendo el nuestro. La trama tiene que ver con el inhóspito destino del gobierno democrático de Juan Jacobo Arbenz, cuyo derrocamiento -en 1954- fue propiciado por la CIA en tiempos de “Ike”, para desdicha de Guatemala, y cuyo ejecutor fue el coronel Carlos Castillo Armas de ingrata memoria.  Es de agradecer al Nobel de Literatura que le interesara este tema, pues el siglo XX de América Latina no podría siquiera captarse sin valorar el surgimiento y destino de uno de los gobiernos progresistas más calumniados. Pienso que vale la pena el riesgo de leer esta novela.  Es una gran oportunidad para reflexionar sobre dos estéticas: la literaria y la democrática.

(*) Allen Pérez es Abogado

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