jueves 25, abril 2024
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Con relación al estado no confesional

Durante el transcurso de los tres años y medio (2007 al 2010) en que publiqué artículos en las revistas electrónicas Kaosenlared.comInforma-tico.com y Elpregon.org, se sucedieron en el país al menos tres momentos importantes a nivel de lo que importa a la sociedad en su conjunto: el planteamiento de eliminar la disposición constitucional que convierte a Costa Rica en uno de los últimos países “confesionales” en el continente, con la arremetida atrabiliaria de la Iglesia Católica, que veía la posibilidad de perder los beneficios económicos que le trae ello, y la solicitud de las congregaciones cristianas de obtener las mismas prebendas; la intromisión de las autoridades eclesiásticas católicas en la campaña política; y la reacción violenta, hipócrita y atrabiliaria en contra de la posibilidad de considerarse en la Asamblea Legislativa algún proyecto de ley que reconociera los derechos civiles a uniones de personas del mismo sexo, hasta el punto de apoyar la iglesia católica y la mayoría de las congregaciones cristianas, por diversos medios, la convocatoria a un referéndum para dilucidar este asunto. Es decir, poner a una mayoría ignorante, manipulada por ello mismo, y homofóbica, a decidir los derechos humanos de una minoría. Lo cual la Sala Constitucional finalmente se lo trajo abajo.

En varias oportunidades expresé mis opiniones personales sobre estos temas, logrando lo esperado: una considerable serie de insultos, descalificaciones, calumnias y ofensas de lo más variopintas. Sobre todo cuando me expresé ampliamente sobre la homofobia. Lo típico: asesinar al mensajero, como si él tuviera alguna culpa de lo expresado en el mensaje.

Al final, se nos dio la razón a quienes expresábamos que los derechos humanos se aceptan, no se discuten, y mucho menos se decide su aplicación y reconocimiento a grupos minoritarios por una mayoría generalmente compuesta por ignorantes, fanáticos e incultos. Que la razón y la ley tenían que prevalecer sobre las consideraciones personales de cada quien, fueran cuales fueran los intereses en juego.

Pero antes de continuar nuestras consideraciones es indispensable aclarar ciertos términos. Por laicismo entiende la Real Academia la doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa. El concepto de Estado laico se refiere, de modo propio, al Estado independiente de toda influencia religiosa, tanto en su constitución como en sus individuos. Este uso extendido de la expresión Estado laico parece que es el que se suele emplear.

El laicismo, por su parte, se define como una doctrina que se contrapone a las doctrinas que defienden la influencia de la religión en los individuos, y también a la influencia de la religión en la vida de las sociedades. En cuanto tal debe considerarse una doctrina más, que no es religiosa porque se basa precisamente en la negación a la religión de su posibilidad de influir en la sociedad, pero no hay motivo para considerarla más que eso: una doctrina más, tan respetable como las doctrinas que sí son religiosas, pero no más. Por lo tanto, la cuestión es la posibilidad de que el Estado sea verdaderamente independiente de cualquier influencia religiosa.

Naturalmente, la independencia del Estado de cualquier influencia religiosa se debe entender en el contexto del derecho a la libertad religiosa. La Declaración de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, en su artículo 2, 1 establece que “toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración sin distinción alguna de (…) religión”. El artículo 18, además, indica que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. El artículo 30, que cierra la Declaración de Derechos Humanos, prohíbe que se interpreten estos derechos en el sentido de que se confiera derecho al Estado para realizar actividades o actos que tiendan a suprimir cualquiera de los derechos proclamados por la misma Declaración.

Los constitucionalistas contemporáneos suelen poner el límite del orden público en el ejercicio de la libertad religiosa, y así ha sido recogido en la mayoría de las Constituciones en vigor. El orden público como límite al ejercicio del derecho a la libertad de religión -y de otros derechos- se puede interpretar como la garantía del respeto a los derechos humanos por parte de los fieles de una confesión religiosa. El límite del orden público no viene recogido en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, pero no parece razonable constituir el derecho a la libertad religiosa como absoluto, sin los límites siquiera de los demás derechos humanos. Fuera de los casos en que el ejercicio de la libertad religiosa atente al orden público, el Estado debe garantizar el libre ejercicio del derecho a manifestar la propia creencia religiosa.

La Iglesia Católica, por su parte reconoce el derecho a la libertad religiosa en la Declaración Dignitatis Humanae, del Concilio Vaticano II, en su número 2: “Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”.

Por ambas fuentes -la eclesiástica y la civil- vemos que el papel del Estado en la libertad religiosa consiste en garantizar su ejercicio por parte de los ciudadanos. La libertad religiosa puede tener los límites del orden público, pero nunca se pueden interpretar en el sentido de obligar a nadie a obrar en contra de su conciencia. Una de las consecuencias más importantes es la regulación de la objeción de conciencia, pero su examen excede del objetivo de este artículo.

Pero hay detrás de todo ello un tema de enorme importancia: el papel de la práctica religiosa en la democracia naciente desde finales del siglo XVIII. Y sobre ello debemos recordar que, dentro de su estructura moderna, la raíz inmediata de la democracia se puede encontrar en el protestantismo estadounidense, organizado para un «vivir juntos» más allá de la pluralidad de iglesias por una gestión compartida de la ciudad en común. Eso no se hará sin choques: comenzará en la Guerra de Independencia para llegar al siglo XX, pero desde el inicio, para los independentistas, la dimensión de la separación de las iglesias y del Estado es una adquisición no negociable. Cuando la Francia revolucionaria retomó este modelo estadounidense, chocó con una Iglesia, la Iglesia Católica, con la intención, contraria a las iglesias protestantes estadounidense, de unidad. Es este choque el que caracteriza al «laicismo a la francesa»: laicismo de tipo estadounidense en un contexto de combate contra una iglesia que reivindica el poder de una manera u otra.

La discusión virulenta y atrabiliaria que se ha suscitado al respecto de una moción legislativa tendiente a eliminar la confesionalidad del Estado costarricense de la Constitución Política merece unos comentarios.

En primer lugar debemos aceptar que Dios no se elimina con una reforma constitucional. Su presencia está por todas partes: en la incomprensible inmensidad del universo, en el microorganismo más simple, en el fondo de nuestros corazones, en la mirada inocente de un niño, en la belleza que nos rodea y la mutación constante de nuestro planeta. Minúsculo, insignificante, si comparamos nuestra pequeñez planetaria con la totalidad del cosmos.

En la propuesta de los diputados, haciendo eco de quienes vienen impulsando la concepción de Costa Rica como Estado Laico por razones prácticas y de respeto a todas las creencias, no se busca eliminar esta verdad, ni atacar a nadie, ni arrancar las creencias religiosas de las mentes de quienes las necesitan para su estabilidad emocional. Porque una cosa es creer en la existencia de un ser supremo incomprensible e inasible para nuestra limitadas mentes, y otra muy distinta es creer en las majaderías de las religiones –todas- creadas por los hombres a través de los siglos, pero que de alguna forma conceden un poco de estabilidad a mentes débiles e ignorantes.

Lo que sí está implícito en la propuesta de no confesionalidad del Estado costarricense, y es lo que tiene aterrados a los jerarcas de la multimillonaria iglesia católica criolla, (y los multimillonarios negocios de los pastores cristianos), es la pérdida del jugosísimo financiamiento que recibe anualmente del Estado sin hacer nada a favor de los ciudadanos. Financiamiento que proviene de los impuestos de todos los ciudadanos, sean o no creyentes de esta confesión religiosa.

¡Allí está todo el asunto! Dinero y poder, poder y dinero, que es lo único que les interesa a estos señores que, no solamente se visten como personajes de la edad media, sino que piensan como si estuvieran todavía en la edad media (y de hecho mentalmente lo están), y que no practican lo que predican.

La explotación y manipulación emocional de las masas ignorantes ha sido, desde hace siglos, el instrumento de las religiones, y sobre todo de la iglesia católica, apostólica y romana, y con ese instrumento han logrado chantajear a gobernantes, torturar y asesinar científicos y filósofos, aliarse con dictadores y sátrapas sanguinarios, ser cómplice de dictadores y torturadores (total, muchas de las prácticas actuales se inventaron en la Inquisición), y así ir acumulando riquezas y toda clase de beneficios materiales enormes.

Muy lejos está esta discusión de la profunda preocupación sobre las cuestiones fundamentales a las cuales las religiones han dado sus respuestas respectivas, las cuestiones acerca del lugar del ser humano en el universo y la naturaleza de la vida buena. Es algo más pedestre: el dinero.

Desde todos los rincones y en todos los ambientes, los costarricenses somos bombardeados desde niños con propaganda teológica: el tema de la evolución que divide a materialistas dogmáticos y fundamentalistas religiosos y ello se percibe claramente; la oposición abierta a una educación sexual de los jóvenes sobre bases científicas; las tradiciones coloniales –hoy incomprensibles en un mundo de informática y nanotecnología- y al abundancia de referencias religiosas en nuestra geografía urbana; la psiquiatría religiosa que exalta los beneficios de la fe en artículos que leen decenas de miles de personas, en la televisión y una radio dedicada expresamente al embrutecimiento de las masas a través del alimentar las fantasías.

Nos tratan de engañar haciéndonos creer que la religión es hoy suave y tolerante y que las persecuciones son cosas del pasado.

Esta es una peligrosa ilusión desmentida hasta la saciedad en nuestro medio. Mientras algunos jefes religiosos son indudablemente sinceros amigos de la libertad y la tolerancia, y además firmes creyentes de la separación de la Iglesia y el Estado, desgraciadamente hay otros muchos que perseguirían si pudieran, y que persiguen cuando pueden.

Hay que observar, solamente, cómo los políticos –víctimas del temor a una persecución que les restara votos en las próximas elecciones- se cuidan de eludir el tema o de declararse religiosos, con tal de no perderlos entre quienes pueden ser manipulados desde el púlpito. Y en el tope de la hipocresía: los políticos de todos los partidos, muchos de los cuales no eran nada famosos por su piedad antes de que comenzaran a competir por cargos públicos, se aseguran de que se les conozca como frecuentadores de iglesias, y nunca dejan de citar a Dios en sus discursos. Hasta el punto de que existen algunos, indiciados judicialmente por actos de corrupción, que se muestran devotos, hacen cadenas de oración y convocan la asistencia divina “frente a la persecución política de que son objeto”.

Existen, por otro lado, personas que creen que todas las religiones del mundo –el budismo, el hinduismo, el cristianismo, el judaísmo, el islamismo, (y agrego: el comunismo y el neoliberalismo, que algunos han elevado al nivel de religiones) son a la vez mentirosas y dañinas. Pues una cosa es la cuestión de la verdad de una religión (todas se consideran a sí mismas como la única verdadera) y otra muy diferente la cuestión de su utilidad. Y hay muchas personas, más de lo que uno se imagina, que creen que son inútiles y que hacen daño.

Con respecto de la clase de creencia, se considera “virtuoso” el tener fe, es decir, tener una convicción que no puede ser debilitada por la prueba en contrario. Por ejemplo, que el mundo fue construido en siete días contra la comprobación de los miles de millones de años de evolución de nuestro planeta. Ahora bien, si la prueba en contrario ocasiona la duda, se sostiene que la prueba en contrario debe ser suprimida.

Mediante tal criterio, en la Unión Soviética los niños no podían oír argumentos a favor del capitalismo, ni en los Estados Unidos a favor del comunismo. Esto mantenía intacta la fe en ambos y pronta a la población para aceptar una guerra sanguinaria.

La convicción de que es importante creer esto o aquello, incluso aunque una convicción libre no apoye la creencia, es común a casi todas las religiones e inspira todos los sistemas de educación estatal y privada. La consecuencia es que las mentes de los jóvenes no se desarrollan y se llenan de hostilidad fanática hacia los que tienen otros fanatismos y, aún más virulentamente, hacia los contrarios de todos los fanatismos.

El hábito de basar las convicciones en la prueba y darles sólo ese grado de seguridad que la prueba autoriza, si se generalizase, curaría la mayoría de los males que padece el mundo. Pero en la actualidad, y muy particularmente en nuestro país, la educación tiende a prevenir el desarrollo de dicho hábito, y las personas que se niegan a profesar la creencia de algún sistema de dogmas infundados no son considerados idóneos para gobernar, legislar, e impartir justicia.

Se nos está diciendo que a veces sólo el fanatismo puede hacer eficaz un grupo social. Esto es totalmente contrario a las lecciones de la historia. Pero, en cualquier caso, sólo los que adoran servilmente el éxito pueden pensar que la eficacia es admirable sin tener en cuenta lo que se hace. Y el país que querría ver sería uno libre de la virulencia de las hostilidades de grupo y capaz de realizar la felicidad de todos mediante la cooperación, en lugar mediante la lucha. Una Costa Rica en la cual la educación tienda a la libertad mental en lugar de encerrar la mente de la juventud en la rígida armadura del dogma.

(*) Alfonso J, Palacios Echeverría.

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1 COMENTARIO

  1. Tan terrible e intolerante es el fanatismo hacia las antiguas religiones reveladas como en el culto que se profesó hacia el estalinismo en la antigua Unión Soviética, un forma devaluada de religión civil secularizada que pretendió estar fundada en la teoría social de Marx, aunque en realidad derivó hacia algunas formas más brutales del desarrollismo capitalista de los siglos anteriores. Lo mismo ocurre con los creyentes a pie juntillas en los dogmas la religión neoliberal del mercado, ese Dios materializado que se encargará de salvarnos si triunfamos en el mundo de los negocios o de eliminarnos como material sobrante si devenimos en loosers, el darwinismo social con sus artículos de fe así lo enseña. Aleluya!!!

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