viernes 29, marzo 2024
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Evocaciones de una universidad pública (II) junio – julio 2012.

A la memoria de Guillermo Villegas Hoffmeister, un gran amigo de mi juventud.

                                        III

Aquella UNA de los 1970 no tenía uno o varios campus universitarios, al estilo estadounidense, como sucede hoy con los que denominamos Omar Dengo y Benjamín Núñez, ubicado en el Barreal de Heredia este último, sino que estaba repartida por la ciudad de Heredia en viejas casonas y edificios alquilados que la acercaban a la imagen de las viejas universidades sudamericanas o  europeas. Nuestra facultad (la de ciencias sociales) estaba ubicada a un costado y al frente de la antigua parroquia de la ciudad, para ser precisos en donde hoy se ubican las edificaciones del poder judicial. Fue allí donde dimos nuestros primeros pasos en el quehacer académico, cuando me correspondió llegar a laborar para el Certificado Propedéutico de Ciencias Sociales y a la Unidad Coordinadora de Investigación y Documentación(UCID), habiendo pasado a la primera de ellas el propio día de mi llegada, aquel primero de marzo de 1976, cuando el cuarto de tiempo por el que había sido contratado para la UCID se convirtió en los tres cuartos de jornada en docencia dentro del Ciclo Básico de la facultad, habiendo sido los autores de esas decisiones, no se si tan acertadas, pero sí muy beneficiosas para mí, los señores Miguel Gutiérrez Saxe y Víctor Mourguiart Martínez, con quienes estaré siempre muy agradecido.

Fue precisamente bajo la conducción de Víctor Mourguiart que el Ciclo Básico de Ciencias Sociales, con su Certificado Propedéutico de Ciencias Sociales, al igual que los de otras facultades, arrancó en aquel mes de marzo de 1976, en un ambiente pletórico de entusiasmo y actividades, dentro de aquella etapa fundacional en la que el despliegue de energía y el idealismo nos hacían pensar que estábamos construyendo todo un universo de gran significación, dentro y fuera de las fronteras nacionales. La universidad retenía así su espíritu de universalidad con el que había nacido, varios siglos atrás,  en algunas ciudades europeas, de tal manera que los estudiantes de todas las escuelas de la facultad tenían experiencias comunes, a partir de las actividades de aquellos dos cursos anuales de Teoría Social y Taller de la Comunicación. La departamentalización acusada y la conversión de las facultades en meras instancias administrativas todavía no aparecía perfilada en el horizonte de la UNA.

Por el Ciclo Básico de Ciencias Sociales pasaron innumerables compañeros(as), algunos de los cuales, al igual que yo, hicieron sus primeras armas en la vida académica, dentro de aquel escenario tan lleno de encantos y desafíos. Vienen a mi memoria los hombres de Iván Salazar y después de Jorge Alfaro Pérez en la condición de conductores del Taller de la Comunicación y de un gran número de profesores, tanto de Teoría Social como del Taller de la Comunicación, entre ellos Mario Hidalgo González (quien dirigió posteriormente el Ciclo Básico de Ciencias Sociales), Marvin Acuña, Enrique Jiménez, Guillermo Aguilar Mata, María Eugenia Trejos, Rosario Ramirez,  Francisco Villalta, Carlos Morales (el puntarenense y granadino, con su fisga de siempre) Luis Fernando Riba, Claudio Torres Zepeda, José Néstor Mourelo Aguilar, Ovide Menin, Carlos Murillo Rodríguez, Stella Villegas, Rodolfo Cisneros Castro (quien partiera tan temprano, hace casi un cuarto de siglo y a quien sólo conocí mejor, después de su muerte, siguiendo en esto al poeta César Vallejo), Guillermo Miranda Camacho, Norah Pérez Paoli, Danilo Pérez Zumbado (con su espíritu generoso y constructivo de siempre), Carlos Catania, Waldo Márquez y posteriormente Carlos Naranjo Gutiérrez, Yanet Sanabria González, Ángel Ocampo Álvarez, Roberto Pineda Ibarra, Ligia Rosales, Beatriz Villarreal y otros muchos otros, con los que a lo mejor peco de injusto, quienes dejaron una gran huella en la vida institucional, pero sobre todo en los seres humanos concretos que conformaron aquellas generaciones de estudiantes, quienes dieron muestras de una gran creatividad y han destacado en los más diversos campos profesionales, a lo largo de las décadas transcurridas.

Quienes trabajaron en el Ciclo Básico de Ciencias Sociales llegaron a formar una comunidad académica bastante ejemplar, con el decisivo concurso administrativo de doña Marielos Villalobos, una encomiable y dinámica asistente administrativa de gran empuje –por así decirlo- y del decisivo apoyo secretarial de Ana Centeno, Miriam Víquez y de la conserjería de Virginia Palacios, durante bastantes años. El compromiso llegó hasta la producción de antologías que combinaban textos de elaboración propia con obras de autores clásicos y libros como el produjeron Yanet Sanabria y Beatriz Villarreal sobre epistemología de las ciencias sociales, del que aún no sacamos el provecho que tal trabajo amerita. La paradoja fue que la conducción de la Facultad de Ciencias Sociales le pagó a este grupo tan valioso de académicos y administrativos disolviendo la unidad y dispersándolos, en 1998, en uno de los momentos más desdichados de la llamada reforma académica y cuando daba inicio a la trimestralización de los programas de estudio de la UNA, uno de los mayores (des)aciertos de la historia de la institución.

IV

El mapa espacio-temporal de los acontecimientos políticos y sociales en la región centroamericana y en los países del Cono Sur, atravesado por una sucesión de golpes militares y por la instauración de un ciclo de dictaduras empresariales militares, con su corolario sangriento de represión y de muerte, durante la primera y la segunda mitad de la década de los setenta afectaron, de muy diversas maneras, el contexto sociopolítico y cultural de nuestro país y por consiguiente a la naciente Universidad Nacional de Costa Rica (UNA). Un significativo flujo de perseguidos políticos salvadoreños, nicaragüenses, chilenos, guatemaltecos y argentinos tocó las fronteras nacionales y algunos de ellos formaron parte de los equipos académicos y de la población estudiantil en aquellos primeros días de la UNA, todo ello vino a poner un tono de efervescencia a la vida universitaria que comenzaba a desplegarse en la Ciudad de Heredia, dentro de un espíritu en verdad ecuménico y pleno de generosidad. En la UNA del Herediocomunismo de entonces, para sufrimiento y obsesión de algunos medios de (in)comunicación social, como bien recordaba mi amigo el historiador Rodrigo Quesada Monge (ya jubilado de nuestra casa de estudios) en una conferencia  que dictó, hace ya unos veinte años, había un clima de discusión y una politización intensa de la vida académica, que terminaron por favorecer la formación crítica de la nueva generación de estudiantes, lo que contrasta con el diletantismo e indiferencia de muchos en esta era neoliberal, un período histórico en el que solo importa salvar con fondos públicos a los banqueros que han llevado a cabo gestiones fraudulentas, en vez de promover la creación de empleo y oportunidades de vida para las nuevas generaciones, a partir del uso y correcta distribución de la riqueza generada por los habitantes de nuestros países, tal y como se contemplaba dentro del viejo modelo de estado benefactor, reconociendo eso si sus imperfecciones, propias de toda obra humana.

Muchos de nuestros compañeros de entonces eran de esas nacionalidades, o venían de terceros países en los que la oleada represiva los alcanzaba por segunda vez y los obligaba a buscar refugio de nuevo, tal y como lo sucedió en Chile y Argentina a muchos brasileños, bolivianos, uruguayos e incluso panameños. Los salvadoreños venían huyendo de la oleada represiva de los regímenes militares de derecha, siempre tan obsecuentes con los designios de Washington y jamás con las luchas por establecer y consolidar la democracia en la región, quienes habían cerrado la Universidad de El Salvador, en el año de 1972, un hecho que obligó a académicos tan destacados como el doctor Fabio Castillo, su antiguo rector, a buscar refugio en Costa Rica, al igual que muchos otros ciudadanos del Pulgarcito de América Latina, tal y como le conoce también a ese pequeño y sufrido país centroamericano.

Los chilenos y argentinos tuvieron que salir “arrancando” de sus países de origen ante la crueldad y la desmesurada violencia, con sus secuelas de muerte y tortura, de los militares y civiles de una derecha, con marcados rasgos fascistas, que procuró aniquilar a los movimientos sociales y populares para espantar sus miedos pero también como un paso previo para imponer en todo el área continental los dogmas del pensamiento único neoliberal. Esas dictaduras militares, con su cruento accionar, no hicieron otra cosa que preparar el camino a la dictadura del capital financiero, con ropaje aparentemente democrático, pero más cruel en sus decisiones sobre la vida de la población, con graves efectos en el mediano y largo plazo, aunque las gentes puedan votar cada cuatro o más años para escoger entre unos candidatos que, por lo general, no constituyen alternativa alguna a las políticas del régimen imperante. Muchos de ellos, con quienes mantengo vínculos amistosos y afectivos, dieron valiosos aportes a la vida académica, artística y literaria de nuestro país e hicieron de esta su patria por adopción.

La lucha revolucionaria en la América Central, de finales de los setenta e inicios de los ochenta, nos impactó a todos de muchas maneras y no puedo dejar de recordad una vez más, con especial respeto y cariño, la memoria de dos compañeros universitarios que dieron su vida en esa lucha. Entre los miles de muertos que dieron su vida para acabar con el régimen somocista, todavía anhelado por algunos obsecuentes seguidores nostálgicos de la dominación tradicional en nuestra región. El nombre de Ernesto Castillo(1957-1978) estudiante nuestro junto con su hermana Lucia, de los cursos del Propedéutico de Ciencias Sociales acude todo el tiempo a nuestra memoria como ejemplo del compromiso ético y el heroísmo de una juventud que no escatimó sacrificios para transformar un orden social injusto e inhumano, una tarea que por cierto no ha concluido. Caído en León durante la ofensiva sandinista de septiembre de 1978, este joven poeta siempre estará en nuestro recuerdo, al igual que el demógrafo Blas Real, caído en Chinandega en el transcurso de esas luchas, con quien laboramos algún tiempo en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Costa Rica. Como nos decía tiempo atrás, en un artículo, el ya citado Rodrigo Quesada Monge un proyecto revolucionario fallido o lleno de defectos, como es el caso de la revolución social nicaragüense que tan magistralmente nos describió Ernesto Cardenal (vgr. Ernesto Cardenal LA REVOLUCIÓN PERDIDA, Primera edición Anamá Nicaragua 2003), no constituye un crimen como creen los defensores del statu quo en la región, a no ser que fuese una repetición de aquella maquinaria infernal del estalinismo, convertido en una continuación exacerbada de los peores rasgos del zarismo en la Rusia Soviética, a partir de la segunda mitad de los 1920. En cambio, el sostener y apoyar las formas seculares de la dominación sí que lo es, sobre todo cuando se condena al hambre y a la exclusión social a la gran mayoría de los habitantes de la región centroamericana, todo ello con la complicidad de muchos que podrían actuar, en otro sentido, para poner fin a un orden social y político tan injusto e inhumano.

(*) Rogelio Cedeño Castro, sociólogo y escritor

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2 COMENTARIOS

  1. Estos textos por entregas que ahora estoy publicando en el diario digital elpais.cr, gracias a la atención de nuestro amigo Carlos Salazar, fueron una despedida de mi larga trayectoria en la Universidad Nacional de Costa Rica(UNA), con vistas a mi jubilación, la que fui preparando durante los últimos días de junio y los primeros de julio de 2012. La publicación inicial fue a través del correo interno de la UNA y dio lugar a una serie de comentarios de mis compañeros(as) de entonces.

    • Excelente, Rogelio. Una reseña histórica sumamente valiosa del trajinar académico de nuestra generación, que quiza no tuvimos los aciertos que muchos esperaban, y aun nosotros mismos, pero de algo que me siento orgulloso de esa generacion fue que supo, de muchas maneras, retribuir a nuestro pueblo con lo mejor que podía dar como académicos, y también enbarrialar sus «chancletas» -en mi caso el par de zapatos de siempre- acompañando a las gentes de los tugurios en todos los puntos cardinales de la petiferia josefina, a los campesinos en sus cooperativas, a las organizaciones sindicales, a las iglesias de los pobres en las periferias, etc. Mucha mística y generosidad. Tambien, mucha entrega y lucha por sostener un presupuesto justo y no ceder un apice en los intentos privatzadores de la educacion superior.

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