jueves 28, marzo 2024
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¿Por qué una Constitución de la Tierra?

  1. Escepticismos y realismo. Plazos cortos y espacios reducidos de las políticas nacionales. Existen problemas globales que no forman parte de la agenda política de los gobiernos nacionales, incluso si de su solución depende la supervivencia de la humanidad: salvar al planeta del calentamiento global, los peligros de los conflictos nucleares, el crecimiento de las desigualdades y la muerte, cada año, de millones de personas por falta de alimentos básicos y de medicamentos, el drama de cientos de miles de migrantes cada uno de los cuales huye de uno de estos problemas no resueltos.

De esta conciencia banal nació la idea de crear un movimiento destinado a promover una Constitución de la Tierra. Somos bien conscientes del hecho de que este proyecto puede parecer una utopía, una propuesta poco realista e inalcanzable. ¿Cómo se puede en tiempos como los actuales, de crisis de las democracias nacionales y de procesos deconstituyentes, incluso en los países más avanzados, plantear una democracia cosmopolita y una constitución mundial que una a cientos de pueblos diferentes, a veces en conflicto entre sí? ¿Cómo se puede hacer que tal pacto sea compartido por los 196 estados y por los nuevos soberanos irresponsables e invisibles, en que se han transformado los mercados?

Pues bien, precisamente los argumentos escépticos que subyacen a estas preguntas, la inexistencia de un pueblo mundial homogéneo y la existencia de los Estados soberanos, son en mi opinión las razones principales que dan fundamento a la necesidad y la urgencia de una ampliación del paradigma constitucional a escala internacional. En efecto, frente a la concepción nacionalista e identitaria de la constitución formulada por Carl Schmitt en los años treinta del siglo pasado, y propuesta nuevamente hoy por tantos populismos y soberanismos, no creemos que la constitución consista en la expresión de la “identidad” y la “unidad del pueblo como totalidad política”. Por el contrario, es un pacto de convivencia pacífica entre los diferentes y los desiguales: un pacto de no agresión entre los diferentes y un pacto de ayuda mutua entre los desiguales. Por esta razón, es tanto más legítimo, necesario y urgente cuanto mayores son las diferencias de identidades personales que debe proteger y las desigualdades materiales que está llamada a reducir. En resumen, una constitución es legítima y democrática no porque querida por todos, sino porque garantiza a todos. Por otro lado, es evidente que siete mil setecientos millones de personas, 196 estados soberanos, diez de los cuales están equipados con armamento nuclear, un capitalismo voraz y depredador y un sistema industrial ecológicamente insostenible, no pueden sobrevivir a largo plazo sin afrontar la devastación del planeta, el aumento de las desigualdades y la pobreza, además de los racismos, los fundamentalismos y la criminalidad.

Se entiende cómo, de cara a estos desafíos globales a la razón jurídica y política, las políticas de los estados nacionales son inadecuadas e impotentes. Son desconcertantes su inercia y su silencio en torno a las catástrofes humanitarias, a las guerras y las amenazas de desastres ecológicos de los que, entre otras cosas, huyen masas de migrantes que nuestras leyes inútiles y nuestras fronteras militarizadas no pueden parar. Ciertamente, esta insuficiencia de las políticas nacionales se explica también por su subordinación a la economía generada por la corrupción, los conflictos de intereses y las presiones de los lobistas. Pero depende sobre todo de dos graves aporías que afectan a la democracia política, ambas vinculadas a la relación de las políticas nacionales por un lado con el tiempo, y por otro, con el espacio.

Las políticas nacionales están vinculadas al corto plazo, más bien cortísimo, de las competiciones electorales, o peor, de las encuestas, y a los estrechos espacios de los territorios nacionales: corto plazo y espacios estrechos que evidentemente impiden que los gobiernos estatales, interesados únicamente en el consenso electoral, hagan frente a los desafíos y problemas mundiales con políticas a su altura. Las amenazas más graves al futuro de la humanidad: la devastación ambiental, las explosiones nucleares, las masacres de migrantes, la miseria y las enfermedades no tratadas que cada año causan la muerte de millones de seres humanos, son ignoradas por nuestra opinión pública y por nuestros gobiernos nacionales, y no entran en su agenda política, totalmente vinculada a los estrechos espacios diseñados por las competiciones electorales. Debido a la práctica diaria de las encuestas, en vista de los plazos electorales, la política también está perdiendo las dimensiones del tiempo: por un lado, la amnesia, es decir, la pérdida de la memoria de las guerras mundiales, del fascismo y de los “nunca más” de los que nacieron las constituciones y las cartas de la segunda posguerra; por otro, la miopía y la irresponsabilidad por el futuro no inmediato y por los problemas mundiales. Sólo así se explica el regreso de la guerra que ha tenido lugar en estos años, la indiferencia despreocupada por la destrucción en curso del medioambiente y el mal pronóstico para el futuro de nuestro planeta.

En conclusión, la democracia de hoy sólo sabe del corto plazo y de tiempos breves. No recuerda e incluso elimina el pasado, sin hacerse cargo del futuro, es decir, de lo que sucederá más allá de los plazos electorales y de las fronteras nacionales. Se ve afectada por el localismo y el presentismo. Está claro que la visión miope del corto plazo y los espacios estrechos no puede más que permanecer anclada a los intereses inmediatos y nacionales, y, por lo tanto, excluye todo diseño capaz de hacerse cargo de los problemas supranacionales y del futuro. La democracia entra así en conflicto con la racionalidad política, es decir, con los intereses a largo plazo de los propios países democráticos. Y, por tanto, corre el riesgo de colapsar incluso en los sistemas nacionales. También porque en el mundo globalizado de hoy, el futuro de cada país depende cada vez menos de la política interna y cada vez más de las decisiones externas, sean de carácter político o económico.

  1. La necesidad y la urgencia de un constitucionalismo más allá del Estado. Instituciones de gobierno e instituciones de garantía: Es a partir de esta banal y elemental conciencia, como nació la idea de dar vida a un movimiento de opinión, orientado a promover un constitucionalismo supranacional, capaz de llenar el vacío de derecho público producido por la asimetría entre el carácter global de los poderes salvajes y el carácter predominantemente local de la política y el derecho.

No es una hipótesis utópica. Por el contrario, es la única respuesta racional y realista al mismo dilema afrontado hace cuatro siglos por Thomas Hobbes: la inseguridad generada por la libertad salvaje del más fuerte, o bien el pacto de convivencia pacífica sobre la base de la prohibición de la guerra y la garantía de la vida. El dilema actual es mucho más dramático del planteado entonces. De hecho, hay dos diferencias profundas entre la sociedad natural del homo homini lupus teorizada por Hobbes y el estado de naturaleza en que se encuentran los 196 estados soberanos y los grandes poderes económicos y financieros mundiales, dotados a la vez de soberanía absoluta. La primera, es que la sociedad salvaje actual de poderes globales es una sociedad poblada no por lobos naturales, sino por lobos artificiales, los estados y los mercados, sustancialmente liberados del control de sus creadores y dotados de una fuerza destructiva incomparablemente mayor que cualquier armamento del pasado. La segunda es que, a diferencia de todas las otras catástrofes del pasado —las guerras mundiales, los horrores de los totalitarismos—, la catástrofe ecológica y nuclear es en gran medida irreversible, y tal vez no haya tiempo de formular nuevos “nunca más”: en efecto, pues existe el peligro de adquirir conciencia de la necesidad de un nuevo pacto cuando sea demasiado tarde.

Ese pacto de convivencia pacífica, no se olvide, ya había sido estipulado por la humanidad tras la segunda guerra mundial y la liberación del nazi-fascismo. En aquel extraordinario quinquenio constituyente, entre 1945 y 1948, después de la guerra mundial, la humanidad pareció tomar conciencia de su propia fragilidad. Por eso, en los países liberados del fascismo, no solo se refundaron las democracias nacionales, sobre la base de los límites y restricciones impuestas por las constituciones rígidas sobre las decisiones de las mayorías. También se refundó, con la Carta de la ONU y luego con las numerosas cartas de derechos humanos, el derecho internacional, que dejó de ser un sistema pacticio de relaciones entre Estados soberanos basados en tratados, para convertirse en un sistema jurídico en el que todos los Estados miembros están sujetos a un mismo derecho, es decir, a la prohibición de la guerra, y al respeto y actuación de los derechos humanos. Disponemos ya, pues, de un embrión de constitución del mundo, compuesto por la Carta de las Naciones Unidas y las numerosas otras cartas, declaraciones, convenciones y pactos internacionales sobre derechos humanos. En términos de legislación, en resumen, el paradigma constitucional ya se ha incorporado al ordenamiento internacional. Entonces, lo que proponemos es que dicha incorporación se exprese mediante la estipulación de una Constitución de la Tierra que, como ocurrió con la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, recoja y reelabore en un texto único, rígidamente supra-ordenado a todas las demás fuentes, tanto estatales como internacionales, aquellas que el Preámbulo a dicha Carta ha llamado las “tradiciones constitucionales comunes” a las Cartas de Derechos más avanzadas.

Pero de hecho, la embrionaria constitución del Mundo representada por dichas cartas está experimentando, junto con la pérdida de memoria de los “nunca más” a la guerra y a los totalitarismos estipulados en ella, un vistoso proceso deconstituyente.   La estipulación en todas esas cartas de principios de paz, igualdad y derechos fundamentales, habría requerido la introducción de sus garantías por una esfera pública mundial: garantías de paz a través de la actuación del capítulo VII de la Carta de la ONU y, por tanto, el monopolio supranacional de la fuerza, la disolución de los ejércitos nacionales y la prohibición de las armas; garantías de los derechos sociales a la salud, la educación y la subsistencia, a través de la financiación adecuada de instituciones mundiales de garantía como la FAO y la OMS; garantías de los bienes comunes contra la devastación ambiental, mediante el establecimiento de demanios supranacionales; garantías jurisdiccionales, comenzando por el control de constitucionalidad y convencionalidad, contra la violación de las prohibiciones y las obligaciones impuestas por estas garantías.

En efecto, hay un rasgo característico de los derechos fundamentales que explica su ineficacia en el orden internacional. A diferencia de los derechos patrimoniales, cuyas garantías nacen junto con los derechos garantizados —la deuda junto al crédito, la prohibición de daños junto al derecho real de propiedad— los derechos fundamentales no surgen con sus garantías, que bien pueden faltar y de hecho faltan en el derecho internacional. Por lo tanto, necesitan reglas de actuación que introduzcan, a escala global, las garantías principales y las correspondientes instituciones, como el servicio de salud mundial, una organización mundial del trabajo, un demanio planetario, un fisco global y similares. Ninguna de estas instituciones de garantía se ha establecido, excepto la Corte Penal Internacional introducida por el Tratado de Roma de 1998.

Pues bien, nuestra hipótesis de la Constitución de la Tierra tiene la intención de tomar en serio las numerosas cartas de derechos existentes, que son derecho válido a pesar de ser ineficaces, introduciendo una primera innovación respecto a las constituciones estatales y, sobre todo, a las diversas cartas internacionales de derechos humanos. A diferencia de estas, deberá prever e incluir en el texto constitucional no sólo las funciones tradicionales legislativa, ejecutiva y judicial, sino también las funciones e instituciones de garantía primaria de los derechos y los bienes fundamentales.

La hipótesis teórica cuya asunción proponemos como base de nuestro proyecto es, de hecho, una reformulación de la clásica tipología y separación de poderes formulada por Montesquieu hace 270 años, en presencia de un sistema institucional enormemente más simple que los actuales: la distinción, que he propuesto varias veces, entre instituciones de gobierno e instituciones de garantía. Las instituciones de gobierno son aquellas con funciones políticas, de opción e innovación discrecional en orden a lo que podemos llamar la “esfera de lo decidible”: no sólo, por lo tanto, las funciones propiamente gubernamentales de orientación política y opción administrativa, sino también las funciones legislativas. Las instituciones de garantía, por otro lado, son las encargadas de las funciones vinculadas a la aplicación de la ley, en particular, del principio de la paz y de los derechos fundamentales, para garantizar lo que llamaré, la “esfera de lo indecidible (que o que no)”: las funciones judiciales o de garantía secundaria, pero antes aún las funciones dirigidas a garantizar en vía primaria los derechos sociales, como las instituciones educativas, sanitarias, asistenciales, de previsión social y similares.

Estas funciones y estas instituciones de garantía son, más que las funciones e instituciones de gobierno, las que hay que desarrollar a escala global en actuación del paradigma constitucional. Lo necesario, a fin de garantizar la paz, el medio ambiente y los derechos humanos, no es ya el establecimiento de una reproducción improbable, y ni siquiera deseable, de la forma estado a escala supranacional —una especie de superestado mundial, aunque sea basado en la democratización política de la ONU— sino más bien la introducción de técnicas, funciones e instituciones de garantía adecuadas. En efecto, las funciones e instituciones de gobierno, al estar legitimadas por la representación política, es bueno que permanezcan lo más posible dentro de la competencia de los estados nacionales, no teniendo mucho sentido un gobierno representativo planetario basado en el principio clásico de una persona/un voto. Al contrario, las funciones e instituciones de garantía primaria de los derechos fundamentales, en particular de los derechos sociales a la salud, la educación y la protección del medioambiente, al no estar legitimadas por el consenso de la mayoría sino por la universalidad de los derechos fundamentales, no sólo pueden, sino que en muchos casos deben ser introducidas a escala internacional. La mayoría de estas funciones contramayoritarias —en materia de medio ambiente, delincuencia transnacional, gestión de bienes comunes y reducción de las desigualdades— por su relación con problemas globales, como la defensa del ecosistema, el hambre, las enfermedades no tratadas y la seguridad, requieren respuestas globales que sólo instituciones globales pueden proporcionar.

Es, sobre todo, la falta de estas funciones e instituciones globales de garantía, la verdadera gran laguna del derecho internacional actual, que equivale a una patente violación. Estas funciones e instituciones de garantía son las que hay que diseñar y luego introducir e imponer normativamente en la Constitución de la Tierra, para garantizar la supervivencia del género humano, amenazada por primera vez en la historia por nuestras propias políticas irresponsables.

Por esta razón hemos concebido la idea de una escuela Constituyente Tierra”, cuyo fin no es enseñar, sino estimular la reflexión colectiva y la imaginación teórica sobre las técnicas y funciones de garantía idóneas para hacer frente a los desafíos y las catástrofes mundiales. Si nuestro proyecto tuviera el solo efecto de introducir en el orden del día la reflexión teórica sobre estas técnicas de garantía, habría logrado su objetivo esencial.

  1. La adveración del constitucionalismo por efecto de su expansión a escala mundial, frente a los poderes privados y para la protección de los bienes fundamentales. La verdadera utopía, el verdadero realismo. La Constitución de la Tierra produciría además una segunda innovación aún más importante, en relación con el constitucionalismo tradicional. El constitucionalismo actual es un constitucionalismo de derecho público, anclado en la forma del estado nacional y presentado como sistema de límites y vínculos en garantía de los derechos fundamentales. Las expresiones “estado de derecho”, “estado legislativo de derecho”, “estado constitucional de Derecho” son significativas: en la tradición liberal, solo el estado y la política, serían el lugar del poder y esto justificaría su sujeción a reglas y controles. Por el contrario, la sociedad civil y el mercado serían el reino de las libertades, que habría que proteger, sobre todo, de los abusos y los excesos de los poderes públicos. Las relaciones internacionales serían el lugar de la soberanía, aunque débilmente obligadas al respeto de los tratados internacionales.

La Constitución de la Tierra que proponemos elaborar se caracterizará en cambio por una expansión del paradigma constitucional más allá del estado, en tres direcciones: a) en primer lugar, en la dirección de un constitucionalismo supranacional o de derecho internacional, junto al constitucionalismo estatal actual, a través de la previsión de funciones e instituciones supraestatales de garantía, a la altura de los poderes económicos y políticos mundiales; b) en segundo lugar, hacia un constitucionalismo de derecho privado, junto al constitucionalismo de derecho público actual, mediante la introducción de un sistema adecuado de normas y garantías frente a los actuales poderes salvajes de los mercados; c) en tercer lugar en dirección a un constitucionalismo de bienes fundamentales, junto al de los derechos fundamentales, mediante la previsión de garantías destinadas a conservar y asegurar el acceso de todos, al disfrute de bienes vitales como los bienes comunes, pero también a los medicamentos esenciales y a la alimentación básica.

Son tres expansiones dictadas por la misma lógica del constitucionalismo, cuya historia es la historia de una expansión progresiva de sus tutelas: de los derechos de libertad en las primeras declaraciones y constituciones del siglo XIX, al derecho a huelga y los derechos sociales en las constituciones del siglo pasado, hasta los nuevos derechos a la paz, al medio ambiente, a la información, al agua y a la alimentación, hoy reivindicados y todavía no todos constitucionalizados. Ha sido una historia social y política antes que teórica, dado que ninguno de estos derechos ha descendido de lo alto, sino que han sido conquistados por movimientos revolucionarios: las grandes revoluciones estadounidense y francesa, luego los movimientos del siglo XIX en Europa para los estatutos, después la lucha de liberación antifascista de la que nacieron las actuales constituciones rígidas, finalmente las luchas obreras, feministas, ecologistas y pacifistas de estas últimas décadas.

Hoy es un nuevo movimiento de opinión y lucha política el que debe ser activado por la movilización de millones de jóvenes en defensa de la Tierra. No sólo se trata de una ampliación, sino también de una adveración del constitucionalismo. En efecto, pues estamos convencidos de que existe una contradicción irresuelta, presente de manera explícita en la Carta de la ONU, entre el constitucionalismo de los derechos universales y la defensa de las soberanías estatales, entre el principio de paz y la ausencia de un monopolio de la fuerza en manos de la ONU, entre el universalismo de los derechos fundamentales y la ciudadanía. Por lo tanto, es un salto cualitativo del constitucionalismo, hoy impuesto por las amenazas mortales al futuro de la Tierra y de la humanidad. El paradigma constitucional cerificado por su universalización es, en efecto, incompatible tanto con la ciudadanía, que es el último accidente de nacimiento —un derecho a tener derechos— que diferencia a las personas por razón de estatus, como con la soberanía, puesto que no admite poderes constituidos soberanos. “La soberanía pertenece al pueblo”, dicen las constituciones democráticas. Pero, puesto que el pueblo no es un macro-sujeto, esto quiere decir que la misma no es más que la suma de estos fragmentos de soberanía que son los derechos fundamentales de los que todos —los millones, más aún, los miles de millones de personas que forman el pueblo— son titulares.

Sólo una Constitución de la Tierra puede superar estos factores de división del género humano, y de contradicción con los principios de paz e igualdad, que son las diferentes soberanías y ciudadanías y, por lo tanto, dar por verdadero el universalismo de los derechos fundamentales. Sólo gracias a las ampliaciones del constitucionalismo aquí esbozadas, estados y mercados dejarán de ser, como dijo Raniero La Valle, nuestros patrones, es decir, valores intrínsecos y fines en sí mismos, como hoy querrían soberanistas y liberistas, para transformarse en instrumentos de garantía de los derechos fundamentales de todos y de los demás principios de justicia constitucionalmente establecidos. Sólo tales ampliaciones podrán restaurar la geografía democrática de los poderes, alterada por su confusión y por la inversión de facto del gobierno político de la economía, en el gobierno económico de la política.

Es en esta inversión de la relación entre política y economía, provocada por la asimetría entre el carácter global de la segunda y el carácter aún puramente estatal de la primera, donde reside el principal factor de crisis de nuestras democracias constitucionales. Hoy no son los Estados los que garantizan la competencia entre las empresas, sino por el contrario, las grandes empresas transnacionales las que ponen a competir a los Estados, privilegiando a aquellos en los que son menores las garantías laborales y los derechos fundamentales, menor o inexistente la tutela del medioambiente y mayores las posibilidades de corromper o condicionar a los gobiernos. Por esta razón, la alternativa es hoy radical: o se desarrolla un proceso constituyente de carácter supranacional, primero europeo y luego mundial, es decir, la construcción de una esfera pública planetaria capaz de establecer límites a la soberanía salvaje de los mercados y de los estados más poderosos, para garantizar los derechos y los bienes vitales de todos, o no sólo estarán en peligro nuestras democracias, sino también la paz y la habitabilidad del planeta.

Es por lo que estamos convencidos de que hoy la verdadera utopía, la hipótesis más irreal e inverosímil, es la idea de que la realidad pueda permanecer indefinidamente tal como es: que se pueda continuar a largo plazo basando nuestras ricas democracias y nuestros despreocupados tenores de vida, en el hambre y la miseria del resto del mundo, en la fuerza de las armas y el desarrollo ecológicamente insostenible de nuestras economías. Siendo realistas, todo esto no puede durar. Es el mismo preámbulo de la Declaración del ‘48 el que establece, con realismo, un vínculo de implicaciones recíprocas entre paz y derecho, entre seguridad e igualdad. Y aunque la actual ausencia de una esfera pública global equivalga a la ley del más fuerte, a largo plazo no le servirá ni aún al más fuerte, pues la Tierra, como dice un viejo lema del movimiento contra la actual globalización salvaje, es el único planeta que tenemos.

En resumen, el verdadero realismo, la única respuesta racional a los desafíos mundiales es la construcción de una esfera pública global, que tome en serio las promesas formuladas en ese embrión de constitución del mundo que son las diversas cartas de derechos. Nuestra iniciativa, el papel de nuestra escuela solo tendrá éxito si consigue introducir en la agenda de la reflexión teórica y política el tema, hasta ahora ignorado, de la refundación de las garantías de nuestras democracias. El tema de un proceso constituyente de la democracia cosmopolita, que es también el presupuesto de un proceso reconstituyente de las democracias nacionales. Por esta razón, difundiremos también nuestro llamamiento fuera de Italia e intentaremos incorporar a esta reflexión colectiva puesta en marcha por nuestras escuelas a todo el mundo de la cultura jurídica y política: juristas, economistas y teóricos de la política de todo el mundo.

En efecto, nuestra escuela, mejor, nuestras escuelas —esperamos que se unan otras a la que organizaremos aquí en Roma— tendrá que reflexionar sobre todos los diversos problemas y emergencias que ponen en peligro a la humanidad, con el fin de identificar las técnicas de garantía más pertinentes. Aquí indicaré tres, todas de carácter global: a) las catástrofes ecológicas; b) las guerras nucleares y la producción y multiplicación de las armas; c) el hambre y las enfermedades no tratadas. Pero hay muchos otros problemas y emergencias sobre los cuales tendremos que reflexionar: la explotación del trabajo, el problema de los migrantes, las amenazas a la democracia —y no sólo los innegables beneficios— hoy representados por la tecnología de la información. Todos estos temas están relacionados entre sí: el cambio climático, las guerras y el crecimiento de la pobreza, de la que huyen cientos de miles de migrantes, es el resultado del anarcocapitalismo salvaje y depredador, a su vez respaldado por las políticas liberales y la desintegración de la subjetividad colectiva que ellas promueven, a través de la precarización de las relaciones laborales, en beneficio de los populismos y sus campañas identitarias y racistas.

  1. A) La emergencia ambiental, las posibles catástrofes ecológicas y las garantías de los bienes comunes. La primera urgencia que reclama un constitucionalismo ampliado en las tres direcciones indicadas anteriormente —como constitucionalismo global, de derecho privado y de los bienes comunes— es la emergencia ambiental. Nuestra generación ha hecho un daño irreversible y creciente a nuestro medio ambiente natural. Hemos masacrado enteras especies animales, envenenado el mar, contaminado el aire y el agua, deforestado y desertificado millones de hectáreas de tierra. El actual desarrollo desregulado del capitalismo, insostenible en el plano ecológico, está envolviendo nuestro planeta como una metástasis, poniendo en riesgo su habitabilidad en muy poco tiempo. Durante el último medio siglo, mientras la población mundial se ha más que triplicado, el proceso de alteración de la naturaleza —la construcción desordenada y masiva, el derretimiento de los casquetes polares en Groenlandia y la Antártida, el calentamiento global, la contaminación del aire y de los mares, la reducción de la biodiversidad, las explosiones nucleares— se ha desarrollado de manera exponencial. Al mismo tiempo se están extinguiendo los recursos energéticos no renovables —el petróleo, el carbón y el gas natural— acumulados durante millones de años y despilfarrados en unas pocas décadas. En suma, el desarrollo insostenible es dilapidando los bienes comunes naturales como si fuéramos las últimas generaciones en sobre la Tierra.

De ahí la necesidad de dar vida a una nueva fase del constitucionalismo que reconozca y garantice, junto con los derechos fundamentales, los que podemos llamar bienes fundamentales, en cuanto vitales —como el agua, el aire, los glaciares, el patrimonio forestal— sustrayéndolos al mercado y a la disponibilidad de la política y estipulando para ellos un estatus inderogable de bienes constitucionales, a fin de preservarlos y hacerlos accesibles a todos.

En cambio, asistimos al proceso opuesto: a las privatizaciones y a la mercantilización de estos bienes. Lo ilustra el caso de ese bien vital que es el agua potable, sometido a una doble agresión: primero su transformación, por las prácticas depredadoras del capitalismo salvaje —deforestación, derroche, contaminación de los manantiales y lo acuíferos— en un bien escaso y no accesible a todos, hasta el punto de que aproximadamente mil millones de personas no disponen de él; después, su paradójica privatización y su transformación en mercancía, en momentos en que, por su escasez, se necesitaría garantizarla a todos como un bien fundamental.

Pero no sólo el agua, sino todos los bienes comunes —la atmósfera, los mares y los grandes ríos, los grandes bosques, la biodiversidad— están hoy amenazados por el desarrollo industrial insostenible. Parafraseando el preámbulo de la carta de la ONU, una Constitución de la Tierra destinada a garantizar los bienes fundamentales del planeta además de los derechos fundamentales de las personas, podría abrirse con estas palabras: “Los pueblos de las Naciones Unidas, decididos a salvar a las generaciones futuras del flagelo del desarrollo ecológicamente insostenible que en el transcurso de una generación ha provocado una devastación indescriptible en nuestro medio ambiente natural, acordamos” las siguientes medidas urgentes para garantizar los siguientes bienes fundamentales de la humanidad.

La reflexión teórica promovida por nuestra escuela debe identificar estos bienes y estas medidas: el establecimiento de autoridades mundiales de garantía ambiental, encargadas de asegurar la intangibilidad de los bienes fundamentales, la imposición de límites y controles a la emisión de gases de efecto invernadero, la imposición de embargos y sanciones a quienes violen las normas y garantías establecidas para la tutela de los bienes vitales comunes. A mi juicio, la más importante de estas garantías es una antigua figura conocida desde el derecho romano: el demanio, es decir, la sustracción de los bienes comunes al mercado a través de su calificación de bienes de dominio público. Con dos correctivos. Primero, la constitucionalización de su estatus de bienes públicos. Hoy la propiedad pública está definida en la ley: en Italia, por el Código Civil, que califica como tal una larga serie de cosas —playas, puertos, ríos arroyos, lagos, carreteras estatales y similares—. Pero la ley, como sucedió en Italia, puede disponer su privatización y transformación en bienes patrimoniales algo que sólo su constitucionalización puede impedir. En segundo lugar, es necesario establecer más tipos de demanios: además de los actuales demanios municipales, regionales y estatales, también demanios supraestatales europeos e incluso mundiales, para protegerlos de las agresiones provenientes de la industria y el mercado mundial. De un futuro demanio planetario deberían formar parte el agua potable, los glaciares, los mares, las costas marinas y la selva amazónica, víctima cada año de incendios criminales.

Cabe agregar que una política racional orientada a la protección de los bienes ecológicos requiere hoy una lucha contra el tiempo. En efecto, pues hay una terrible novedad con respecto a todas las catástrofes del pasado. Siempre, la razón jurídica y política ha extraído lecciones de las otras catástrofes, incluso las más terribles —de las guerras mundiales a los genocidios—, formulando nuevos pactos constitucionales contra su repetición, nuevos “nunca más”. A diferencia de todas las demás catástrofes pasadas de la historia humana, la ecológica es en gran medida irremediable, y tal vez no tendremos tiempo para extraer las lecciones necesarias. Por primera vez en la historia, existe el peligro de que se tome conciencia de la necesidad de cambiar de rumbo y de establecer un nuevo pacto cuando sea ya demasiado tarde. Pero podemos también decir que, por primera vez en la historia, la emergencia medioambiental puede ofrecer, quizás más que ninguna otra, la oportunidad de obligar a la población del planeta a dejar de lado los numerosos conflictos e intereses mezquinos para unirse en una batalla común, contra una amenaza común, por una causa común.

  1. B) La emergencia nuclear. Las guerras y la producción y venta de armas. Garantías de la paz. La segunda emergencia, que también requiere la expansión del constitucionalismo a escala mundial, está constituida por las guerras y las amenazas a la paz generadas por la producción y posesión de armas cada vez más letales. Tras la caída del muro de Berlín, a pesar de estar previstas como crímenes por el estatuto de la Corte Penal Internacional aprobado en Roma el 17 de julio de 1998, Occidente ha desatado nuevas guerras de agresión: en Irak en 1991, en la ex Yugoslavia en 1999, en Afganistán en 2001, nuevamente en Irak en 2003, contra Libia en 2011.

Hoy las guerras son mucho más aterradoras que las del pasado, ya solo por los armamentos utilizados, incomparablemente más letales, y por su carácter asimétrico, como las guerras desde el cielo cuyas víctimas pertenecen cada vez con más frecuencia a la población civil de los países atacados. Son anticonstitucionales por naturaleza. De hecho, equivalen a la ruptura del pacto de convivencia pacífica establecido en la Carta de la ONU, del que son una subversión violenta.

Pues bien, la primera garantía elemental contra la pesadilla de la guerra —también contra el terrorismo y el gran poder del crimen—, para proteger los derechos a la paz y a la vida, debe consistir en la prohibición rígida de todas las armas como bienes ilegales y, por lo tanto, la prohibición sin excepciones, como crímenes, de su posesión e, incluso antes, de su comercio y producción.

En primer lugar, la prohibición de las armas nucleares, que pesan como una amenaza permanente sobre el futuro de la humanidad. Hoy en día hay 14.525 ojivas nucleares en el mundo, propiedad de nueve países: 6.850 en Rusia, 6.450 en los Estados Unidos, 300 en Francia, 280 en China, 215 en el Reino Unido, 150 en Pakistán, 140 en India, 80 en Israel y 60 en Corea del Norte. Sólo por un milagro algunas de estas ojivas nucleares no han caído aún en manos de terroristas o, en algunos estados que las tienen, el poder no ha sido conquistado por un loco. Pero el milagro puede terminar. El 2 de agosto de 2019, un presidente estadounidense irresponsable, a pesar del Tratado de Desarme votado dos años antes por 122 países, es decir, por dos tercios de los miembros de la ONU, retiró oficialmente a los Estados Unidos del Tratado de 1987 sobre la no proliferación de las armas atómicas, reabriendo así la carrera general de rearme nuclear.

Pero una Constitución de la Tierra debería prohibir todas las armas, incluso las que no sean de guerra. Cada año en el mundo, millones de personas mueren debido a su propagación: sólo en 2017 se cometieron 464.000 homicidios, la mayor parte con armas de fuego, y cientos de miles de personas murieron en tantas guerras como infectan el planeta, casi todas civiles; sin mencionar el gran número de suicidios y lesiones causadas por el uso de armas.

Pues bien, esta masacre absurda se debe en gran parte a la facilidad de compra y la enorme difusión de las armas. Basta pensar en la diferencia abismal entre el número de homicidios por año en los países donde la posesión de armas de fuego está muy extendida, y todos se arman por miedo, y los que se producen en aquellos donde casi nadie va armado: siempre en 2017, 63.000 en Brasil, 29.168 en México, 17.284 en los Estados Unidos y 357, de los cuales 123 fueron feminicidios, en Italia, donde casi nadie está en posesión de armas y donde la percepción de la inseguridad y el miedo, incomparablemente mayores que en el pasado cuando el número de asesinaros era enormemente mayor, son construcciones políticas y mediáticas, que se explican por el hecho de que casi todos los sucesos de violencia se cuentan en televisión, generando la sensación de que vivimos en la selva.

Por lo tanto, una campaña contra las armas debe comenzar por el reconocimiento de un hecho elemental: la difusión de las armas y el terrible peligro que significa para la paz y la seguridad son señal de que no se ha logrado, aún dentro de los Estados nacionales —ciertamente no en aquellos donde cualquiera puede comprar un arma mortal, y menos aún en la comunidad internacional— el desarme y el monopolio público de la fuerza teorizado por Thomas Hobbes, hace casi cuatro siglos, como condiciones de la superación del estado de naturaleza y del tránsito al estado civil. En resumen, la producción, el comercio y la posesión de armas —de armas incomparablemente más destructivas que hace cuatro siglos— son el signo de una civilización incompleta de nuestras sociedades y el principal factor de desarrollo del crimen, del terrorismo y de las guerras.

Ciertamente, el desarme generalizado y el monopolio de la fuerza pueden aparecer hoy como una utopía y requerirán en cualquier caso un largo plazo. Pero es esencial que el tema sea puesto en la agenda por nuestra Constitución de la Tierra, para que la prohibición de las armas en la vida social se convierta en el objetivo político distintivo y unificador de cualquier fuerza democrática y de cualquier movilización y batalla progresista.

Finalmente, una Constitución de la Tierra debería introducir una última garantía de paz que realmente haría del sistema legal internacional un verdadero ordenamiento jurídico. Esta garantía debe consistir en la actuación del monopolio jurídico de la fuerza por la ONU, ya prefigurado en el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. Esto provocaría la superación progresiva de los ejércitos nacionales, ya propugnada por Kant hace dos siglos. Sólo así se puede lograr —contra la ilusoria e insensata voluntad de poder de los Estados, en complicidad con los intereses de los fabricantes de armas, que son los únicos beneficiarios de los gastos militares— el paso efectivo de la comunidad internacional del estado de naturaleza al estado civil.

  1. C) Un apartheid mundial. Las muertes por hambre y enfermedades no tratadas. Por una garantía social mundial. La tercera emergencia a la que la Constitución de la Tierra deberá hacer frente está constituida por el crecimiento de las desigualdades en el mundo, la pobreza, el hambre y las enfermedades no tratadas. Las estadísticas son terribles. En 2018, 821 millones de personas sufrieron de hambre y sed, y más de 2 miles de millones de personas carecieron de acceso a esos medicamentos esenciales, que desde 1977 la Organización Mundial de la Salud ha establecido que deben ser accesibles a todos. Las consecuencias de estos flagelos son alarmantes: más de 8 millones de personas —24.000 al día— en gran parte niños, mueren cada año por falta de agua y alimentos básicos. Muchas personas mueren por no disponer de aquellos medicamentos, víctimas del mercado y las enfermedades, dado que algunos de están patentados o, lo que es peor, no se producen por falta de demanda en los países ricos, en relación con enfermedades infecciosas —infecciones respiratorias, tuberculosis, SIDA, malaria y similares— erradicadas y desaparecidas en estos.

Estas tragedias no son catástrofes naturales. Son el resultado de la falta de actuación de garantías que deberían haberse introducido en ejecución de lo dispuesto en las distintas cartas internacionales de derechos humanos. Todos los derechos establecidos por el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales suscrito en Nueva York el 16 de diciembre de 1966 —el derecho a la salud, el derecho a la educación, el derecho a la subsistencia— se quedaron en el papel, ineficaces y violados, como lo demuestran decenas de millones de muertos cada año por inanición, por falta de agua y por enfermedades no tratadas.

Estamos, por lo tanto, ante una omisión de socorro gigantesca y criminal, que se suma a las políticas criminales que han creado las condiciones de pobreza en las que viven y mueren millones de personas, a causa de políticas de robo y explotación promovidas por el capitalismo desregulado. Si tomamos el derecho y los derechos en serio, debemos reconocer que estos crímenes se deben a una falta culpable de garantías y de las correspondientes funciones e instituciones de garantía. Es una carencia insensata, si se piensa en los terribles efectos del apartheid mundial que conlleva: los crecientes flujos migratorios, el creciente odio por Occidente, el descrédito de sus valores políticos, el desarrollo de la violencia, el crimen organizado, las guerras civiles, los fundamentalismos y los terrorismos. Pero la insensatez de estos incumplimientos es aún más evidente, si se considera la facilidad con que la ausencia de garantías y la extrema pobreza de las masas podría ser superada en beneficio de todos, incluidos los países ricos. En efecto, pues no constaría mucho prevenir estas masacres. La mayor parte de los medicamentos esenciales, como las vacunas contra la poliomielitis, el sarampión y la difteria, que causan más de un millón de muertes cada año, no cuestan casi nada. En términos más generales, el gasto necesario para alcanzar mínimos vitales sería bajísimo. “La pobreza en el mundo”, ha escrito Thomas Pogge, “es mucho más grande, pero también mucho más pequeña de lo que pensamos […] Su eliminación no requeriría más del 1% del producto global”: concretamente 1,13% del PIB mundial, 500 miles de millones de dólares al año, menos que el presupuesto anual de defensa de los Estados Unidos.

Por lo tanto, bastaría una modesta redistribución de la riqueza a escala mundial para sacar a la mitad de la población de la miseria y, al mismo tiempo, promover el desarrollo económico de los países pobres, con el consiguiente beneficio —la paz, la estabilidad política, la reducción y la desdramatización de las migraciones, un crecimiento económico equilibrado— también para los países ricos.

Son muchas las instituciones internacionales de garantía que una Constitución de la Tierra debería introducir o refundar, para hacer frente a esta emergencia humanitaria. En primer lugar, las actuales instituciones que gobiernan la economía —el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio— deberían reformarse, haciéndolas funcionales al propósito opuesto al perseguido hasta ahora, el desarrollo económico de los países más pobres. Para afrontar los gigantescos problemas sociales del hambre y la miseria, habría que organizar instituciones destinadas a satisfacer los derechos sociales previstos en los Pactos de 1966. Algunas de estas instituciones, como la FAO y la Organización Mundial de la Salud, existen desde hace algún tiempo, y se trataría de dotarlas de los medios y poderes necesarios para el cumplimiento de las funciones de prestación de servicios de alimentación y salud: estableciendo, por ejemplo, según lo previsto en la constitución brasileña de 1988, cuotas anuales del producto interno mundial que se utilizarían para su financiación. En cambio, habría que crear otras instituciones, para garantizar el medio ambiente, la educación, la vivienda y otros derechos vitales.

Finalmente, una Constitución de la Tierra debería prever la introducción de una fiscalidad mundial de carácter progresivo para sustentar estas instituciones de garantía. Es una propuesta presentada por Thomas Piketty y Anthony Atkinson. Tendría entre otras, la ventaja de crear una especie de registro de capitales y así garantizar su transparencia, evitando la evasión fiscal. La financiación de las instituciones de garantía debería provenir, no solo de este impuesto global, también de la denominada Tasa Tobin sobre las transacciones financieras, de la que se ha hablado durante décadas, que asimismo tendría el efecto de reducir las transacciones puramente especulativas en los mercados de valores y de gravar el uso y abuso de los bienes comunes de la humanidad, como las líneas aéreas o las órbitas satelitales o las bandas de éter.

  1. La alternativa posible: Constitucionalizar la globalización, globalizar la garantía constitucional. Optimismo metodológico. En resumen, una Constitución de la Tierra —la constitucionalización de la globalización o, lo que es lo mismo, la globalización del constitucionalismo— son posibles. Naturalmente, los poderosos intereses que se oponen al constitucionalismo global impiden un optimismo fácil. Pero hay que distinguir la improbabilidad política de la imposibilidad teórica; las razones políticas que hacen improbable la perspectiva de un constitucionalismo global, de las razones teóricas que se le opondrían. En efecto, pues una cosa es decir que esta perspectiva es improbable, debido a los poderosos intereses que se le oponen, y otra afirmar que es teóricamente imposible.

Por lo general, se confunden estas dos cosas. Una de las tareas de nuestra Escuela para una Constitución de la Tierra debería consistir en mostrar que la improbabilidad política de la perspectiva de una Constitución de la Tierra provista de garantías adecuadas, no equivale en modo alguno a su imposibilidad teórica, y que por lo tanto, si no se quiere ocultar las responsabilidades de la política, no hay que confundir conservación y realismo, descalificando como “irrealista” o “utópico” lo que simplemente choca con los intereses y la voluntad de los más fuertes. Tal actitud equivaldría a una abdicación de la razón. Y, de hecho, serviría para confirmar como inevitables y, por lo tanto, legitimar y apoyar los procesos de constituyentes en curso.

En efecto, no es del todo incierto que, como se repite demasiado a menudo, no hay alternativas a lo que está sucediendo. Hay alternativas y se realizarían sólo con que existiera la voluntad política de actuarlas y que esta no contase con la oposición de los poderosos intereses privados. Los problemas no son en absoluto teóricos o técnicos, sino, lamentablemente, sólo políticos: ligados a la falta de disposición de los poderes más fuertes —superpotencias militares, grandes empresas multinacionales y mercados financieros— a someterse al derecho y los derechos. Pero se trata de una falta de disposición miope que no tiene en cuenta el hecho de que, en el actual mundo globalizado, la construcción de una esfera pública internacional que garantice la paz y los derechos, es de un modo similar a lo ocurrido con la formación de los Estados nacionales en los orígenes del capitalismo, la única alternativa racional a un futuro de guerras y violencia capaz de aplastar los intereses de todos.

Hay además otra tarea que queremos confiar a nuestra escuela: mostrar cómo las emergencias planetarias y la posibilidad de afrontarlas y resolverlas han generado también una novedad positiva. Por primera vez en la historia existe un interés público y general, mucho más amplio y vital que todos los diferentes intereses públicos del pasado: el interés de todos en la supervivencia de la humanidad y la habitabilidad del planeta, asegurado por las garantías de los bienes comunes y los derechos fundamentales de todos, como límites a todos los poderes, tanto políticos como económicos. Existe también una creciente interdependencia entre todos los pueblos del planeta, idónea para generar una solidaridad sin precedentes entre todos los seres humanos y para refundar la política como política interna del mundo.

Por consiguiente, esta conciencia de la globalidad de los problemas y de sus posibles soluciones en interés de todos, gracias a la expansión global del paradigma garantista y constitucional, permite una nota de optimismo: existe una alternativa posible a la deriva actual, aunque obstaculizada por intereses y prejuicios, tan poderosos como miopes. Una escuela “Constituyente tierra debe mostrar ante todo la necesidad de no confundir los problemas teóricos con los problemas políticos y de evitar la falacia realista consistente en la naturalización, y por tanto en la legitimación, de lo que de hecho acaece. Deberá también contrarrestar el pesimismo derrotista y paralizante, destinado a convertirse en la resignada aceptación de lo existente. Sin la “esperanza de tiempos mejores” escribió Kant, “un deseo serio de hacer cualquier cosa útil por el bien general nunca habría estimulado el corazón humano”. Dado que la esperanza del progreso es el presupuesto del compromiso moral y político.

Post scriptum del 21 de mayo del 2020.

Esas palabras fueron pronunciadas hace tres meses, el 21 de febrero, el mismo día en que se produjo el primer brote de Coronavirus en Italia. Fue de este modo como, lamentablemente, lo allí sostenido recibió la más clamorosa y dramática confirmación:  la necesidad y la urgencia de dar vida a una esfera pública planetaria y a la expansión, a nivel global, del Paradigma Constitucional. En efecto, esta Pandemia tiene un aspecto específico con respecto a todas las otras emergencias, incluidas la ecológica y la nuclear. A causa de su terrible balance cotidiano de  muertos en todo el Mundo, la presente calamidad, más que cualquier otra, ha hecho visible e intolerable la falta de adecuadas instituciones globales de garantía. Más que cualquier otra catástrofe, ha hecho  urgente y universalmente condivisible la necesidad de colmar esta laguna, en acatamiento de lo que disponen tantas declaraciones de Derechos Humanos. De ahí podemos extraer dos lecciones: una sobre el carácter público y la otra sobre el carácter global de las garantías capaces de prevenir y enfrentar calamidades semejantes.

1.- La primera lección consiste en reconocer el papel vital de la esfera pública. Después de años de devaluación libertaria, de improviso la crisis sanitaria y la crisis económica producidas por esta Pandemia han hecho descubrir el valor esencial e insustituible del Estado, del cual todos, comenzando por los libertarios anti-estatalistas, exigen literalmente todo: curaciones gratuitas y ríos de dinero; salvamento de vidas y salvamento de las empresas; prevención de los contagios  y recuperación económica. Por encima de todo la Pandemia ha mostrado el valor inestimable de la Salubridad Pública gratuita y accesible a todos, en cumplimiento del derecho universal a la salud previsto por el artículo 32 de nuestra Constitución. Ha puesto en claro la miopía de las políticas de los gobiernos que, en estos últimos diez años han suprimido en Italia 70.000 camas y cerrado 359 hospitales o repartos hospitalarios, y han reducido el personal sanitario al no reemplazar a millares de médicos y enfermeros que se pensionaron. El máximo de la estulticia fue alcanzado en Lombardía, donde se dio la tasa más alta de contagios y de muertes del Mundo: a comienzos de mayo, el 6,5% del total mundial; y más de la mitad de las defunciones registradas en Italia, a causa de las políticas irresponsables adoptadas por la Región: privatización de gran parte de la Sanidad; reducción de la asistencia sanitaria domiciliar y del número de médicos de familia; disminución del número de hospitales públicos, cuyas salas de emergencia fueron invadidas por los enfermos de Coronavirus y transformados en focos de contagio; la criminal decisión de trasladar muchos de estos enfermos, por la escasez de camas en los hospitales públicos, a los hogares de ancianos, donde el contagio provocó una masacre.

Con su saldo cotidiano de muertes y contagios, la epidemia del Coronavirus puso inesperadamente a la Sanidad Pública en el centro de las preocupaciones de todos. Ha requerido y promovido la potenciación del sistema sanitario, la multiplicación de las camas de hospital y de los puestos de terapia intensiva; el aumento del número de médicos y enfermeras y la producción del material de sanidad necesario. Ha mostrado la irracionalidad –y, en mi opinión, la inconstitucionalidad, por ser contrario al principio de igualdad—de la existencia en Italia de 20 sistemas sanitarios diferentes, tantos como el número de las Regiones. En fin, ha puesto en evidencia la superioridad de los sistemas políticos que disponen de una sanidad pública, es decir, de funciones e instituciones primarias en garantía de la salud, frente a aquellos en los que la salud y la vida están en manos de aseguradoras y clínicas privadas. En efecto, sólo la sanidad pública puede garantizar la igualdad en la garantía de la salud. En caso de pandemia, sólo la gestión pública está en capacidad de limitar los daños provenientes de las leyes del mercado que, no obstantes los riesgos de contagio, obligan a las empresas a participar en la carrera para la reapertura de las actividades, para evitar ser eliminadas de la competencia, o peor, para capturar nuevas franjas de mercado, aprovechándose del drama. Sólo la esfera pública puede producir los materiales sanitarios necesitados –mascarillas, respiradores, guantes, tampones, test diagnósticos, etc.–  por encima de las conveniencias económicas del momento y de las cambiantes dinámicas del mercado. Sólo la esfera pública puede destinar fondos adecuados para el desarrollo y la promoción de la investigación médica de terapias y vacunas, así como la producción masiva de los fármacos, para ponerlos al alcance de todos como bienes fundamentales.

No sólo eso. El Coronavirus ha pillado a todos los gobiernos impreparados, revelando su total imprevisión. Aunque el peligro de una pandemia había sido previsto desde setiembre de 2019 en un informa del Banco Mundial, no se hizo nada para enfrentarlo. En vista de las guerras se hacen ejercicios militares, se construyen bunker, se realizan simulacros de ataques y técnicas de defensa. Contra el anunciado peligro de una pandemia no se hizo absolutamente nada. La paradoja llegó a su colmo con el material sanitario. En previsión de las guerras se acumulan armas, tanques y misiles nucleares. El Coronavirus, en cambio, nos hizo descubrir la increíble ausencia de las medidas más elementales para enfrentar el contagio: desde la escasez de camas y puestos de terapia intensiva, la de respiradores, tampones y mascarillas, hasta la absurda insuficiencia de médicos y enfermeros y la ausencia de una organización adecuada de la asistencia territorial y domiciliaria.  Naturalmente, esta imprevisión se ha revelada de la manera más dramática en países como Estados Unidos, que carecen de sanidad pública. En dichos países, quien no tiene un seguro adecuado, no recibe tratamiento médico, y decenas de millones de pobres son abandonados a su suerte. Impreparación e imprevisión son inevitables en los países pobres; pero son signo de una increíble locura en el caso de grandes potencias, debilísimas en la defensa de la vida y de la salud de las personas. En los Estados Unidos el presidente Trump ha desmantelado  en gran parte la  modesta reforma sanitaria de Obama, dejando millones de pobres sin posibilidad de curarse. La más grande potencia del Mundo continúa produciendo armas nucleares cada vez más destructivas contra enemigos inexistentes, pero se encontró desprovista de respiradores y tampones, provocando así decenas, si no centenares de miles de muertos.

2.- No menos importante y vital es la lección segunda, asociada al carácter global de esta pandemia que habría necesitado una respuesta también global, decidida a base de estrategias unitarias como las que sólo pueden provenir de una institución global de garantía. En efecto, basta con que en cualquier país o región se adopten medidas inadecuadas o intempestivas, para que reaparezcan, con los viajes, los peligros de contagio, y se multipliquen las infecciones y las muertes en todos los otros países. Nuestro ordenamiento internacional dispone ya de una Organización Mundial de la Salud. Pero esta institución no está ni de lejos a la altura de las funciones de garantía que se le confiaron, a causa de los escasísimos medios – 4.800 millones cada dos años, en parte provenientes de fuente privada–  y de la falta de poderes efectivos. Además, en esta ocasión  ha dado prueba de una clamorosa ineficiencia. Por ello habría que reformarla y reforzarla en sus finanzas y poderes, para ponerla en grado: primero. de prevenir las pandemias y bloquear su contagio en origen; segundo, de responder a ellas con medidas confiadas a los distintos niveles del ordenamiento sobre la base de un principio de subsidiaridad que asigne a los niveles normativos superiores la adopción de principios guía de alcance general, y a los distintos niveles inferiores su adaptación a las diversas situaciones territoriales; y en tercer lugar, llevar la ayuda médica necesaria a los países más pobres y mas desprovistos de servicios sanitarios. Si hubiera existido una semejantse gestión unitaria y oportuna ‘multi-nivel’  –informada en el principio de subsidi.aridad, pero coordinada por una verdadera institución global de garantía independiente—hoy no lloraríamos cientos de miles de muertos.

En vez de esto, cada Estado ha adoptado contra el virus, en tiempos distintos, diversas y heterogéneas medidas de una región a otra, a veces insuficientes del todo porque están condicionadas por el temor de dañar la economía y, en todos los casos, fuentes de incertidumbres, confusiones y conflictos entre los diversos niveles institucionales. En Europa, en particular, los 27 países miembros se han movido en orden aparte, adoptando cada uno diferentes estrategias, a pesar de que sus Tratados constitutivos imponen una gestión común de la epidemia. El artículo 168 del Tratado sobre el funcionamiento de la Unión, después de haber afirmado que “la Unión garantiza un nivel elevado de protección de la salud humana”, establece que “los Estados miembros coordinan entre ellos las respectivas políti.cas, en coordinación con la Comisión” y que “el Parlamento europeo y el Consejo pueden también adoptar medidas para proteger la salud humana, en particular, para luchar contra los grandes flagelos que se propagan fuera de sus fronteras”.  Además, el artículo 222, titulado “Cláusulas de Solidaridad”, establece que “la Unión y los Estados miembros actúan conjuntamente en un espíritu de solidaridad, cuando un Estado miembro sea víctima de una calamidad natural”.

Ocurrió, en cambio, que la Unión Europea –cuya Comisión tiene entre sus componentes un Comisario para la Salud, otro para la Cohesión e incluso un Comisario para la Gestión de las Crisis- ha renunciado a asumir el gobierno de la epidemia mediante directivas sanitarias homogéneas para todos los Estados miembros. Si a esta abdicación de su propio rol de gobierno se añade el penoso conflicto entre soberanistas del norte y soberanistas del Sur, a propósito de las ayudas económicas a los países que más han sufrido la epidemia, es evidente el riesgo de que venga a faltar la razón de ser de la Unión, que se ha revelado capaz de imponer a los Estados miembros sólo sacrificios en beneficio del equilibrio presupuestario, pero no también medidas sanitarias en beneficio de la salud y de la vida de sus ciudadanos.

Por otra parte, es posible que la pandemia del Coronavirus, al golpear a todo el género humano sin distinciones de nacionalidad y de riqueza, genere la común consciencia de la necesidad, proyectada por nuestro movimiento “Constituyente-Tierra”, de la construcción de una esfera pública y de un constitucionalismo globales, capaces ante todo de garantizar la salud a todos los seres humanos, pero más en general, idóneo para afrontar todos los desafíos y emergencias globales –ambientales, nucleares, humanitarias- que afectan a la Humanidad entera.

Como dicen todos, este cataclismo está destinado a producir efectos revulsivos para nuestro futuro. Pues bien, estos  efectos podrán ser regresivos o progresivos, según prevalezca la ceguera de la ley del más fuerte o la razón de las leyes de los más débiles. Podrá seguirlo un crecimiento incontrolado de las desigualdades, de las discriminaciones y de la desocupación, o bien nuevas garantías de los derechos vitales a la subsistencia y de la igualdad en los derechos; un más feroz desarrollo del darwinismo social, o una refundación garantista del ‘Wellfare’ portadora de una desburocratización y de su transformación en Estado Social de Derecho; una acentuación destructiva de la competencia capitalista, o la afirmación, en interés de todos, del valor racional de la solidaridad; una ulterior declinación de la Unión Europea por la prevalencia de los soberanismos del Sur y de los soberanismos y los egoísmos del Norte, o su refundación con base en una renovada solidaridad y de un efectivo desarrollo de sus instituciones en sentido federal y constitucional; el desarrollo de una esfera pública global regida por un constitucionalismo de alcance universal, o bien la regresión a los viejos nacionalismos en conflicto, y a los poderes desenfrenados de los mercados, en espera de la próxima catástrofe.

(*) Luigi Ferrajoli,  filósofo y jurista italiano.

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