jueves 28, marzo 2024
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Una increíble revolución, vivida por pocos y rechazada por muchos

La primera palabra de Jesús cuando apareció públicamente fue: “El Reino tan ansiado ha llegado; cambien de mente y de corazón” (Mc 1,14). Reino, contrariamente a la expectativa de los judíos, no era el restablecimiento del antiguo orden, la liberación política de la dominación romana que los avergonzaba. Para Jesús, el Reino de Dios es otra cosa: consiste en una nueva relación de amorosidad entre las personas, incluyendo a todos, hasta a los ingratos y malos (Lc 6,35). Lo que prevalece ahora es esa proximidad de Dios hecha de amor y de misericordia ilimitada.

No hay condenación eterna, sólo temporal

La condenación es una invención de las sociedades. Dios no conoce una condenación eterna, pues su misericordia no tiene límites. Si hubiese una condenación eterna, Dios habría perdido. Él no puede perder nunca nada “de aquello que creó con amor, pues no odia a ninguno de los seres que ha puesto en la existencia; si no, no los habría creado, porque es el apasionado amante de la vida” (cf. Sab 11,24-26). Deja 99 ovejas a buen recaudo y se va a buscar la oveja perdida hasta encontrarla.

Afirma el salmo 103, uno de los más esperanzadores textos bíblicos: “Dios no nos está acusando siempre. Como un padre siente ternura hacia sus hijos, así de tierno es Dios… porque conoce nuestra naturaleza, se acuerda de que somos polvo; su misericordia es desde siempre para siempre” (Sl 103:6-17).

Este mensaje innovador de Jesús –la proximidad incondicional y la misericordia ilimitada de Dios-Abba– fue y es tan innovador que ha sido y es vivido por pocos y rechazado por la gran mayoría, como ocurrió en el tiempo en que él andaba por los pedregosos caminos de Palestina. No debemos olvidar que fueron los políticos y principalmente los religiosos quienes lo condenaron y lo llevaron a la cruz. En palabras del padre Julio Lancellotti hemos sido desafiados a vivir el “Amor a la manera de Dios” (título de su libro, Planeta, 2021) empezando por la gente de la calle, por los discriminados a causa del color de su piel o de su origen, los quilombolas, las mujeres lesbianas, los homoafectivos y los LGBTI, los pobres cobardemente odiados por la “élite del atraso” (la mayoría cristiana culturalmente pero a siglos-luz de la Tradición de Jesús), ignorantes de la amorosidad y de la proximidad de Dios-Abba a ellos también.

La gran tragedia vivida por Jesús fue que esa proximidad de Dios amoroso no fue acogida: “vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron”(Jn 1,11). Por eso lo crucificaron, porque no hubo correspondencia. Ese rechazo se viene manteniendo durante siglos y siglos hasta el día de hoy, tal vez con más ferocidad aún, pues el odio y la discriminación campan por el ancho mundo.

No importa. Aunque se sintiese Hijo de Dios-Abba identificándose con Él, no se aferró a esta situación de Hijo bienamado; por solidaridad se presentó como simple hombre en la condición de siervo, aceptando el más vergonzoso castigo, morir en la cruz, que significaba morir en la maldición divina (cf. Flp 2,6-8).

El gran rechazo a la proximidad de Dios

Por causa de este amor que ardía dentro de él, Jesús asumió sobre sí solidariamente ese tipo de muerte maldita y todos los dolores del mundo; todo tipo de maledicencia contra él; soportó la traición de los apóstoles, Judas y Pedro, la suerte de aquellos que ya no creen o se sienten abandonados por Dios, y recibió una seria amenaza de muerte que después se cumplió. Como tantas personas en el mundo, él también se llenó de angustia y de pavor, hasta el punto que “el sudor se volvió gruesas gotas de sangre” (Lc 22,41) en el Jardín de Getsemaní. En la cruz, casi al límite de la desesperación, que muchos sufren también y que él quiso también sentir en comunión con todos ellos, gritó: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). La proximidad de Dios estaba en Jesús pero encubierta, para que él pudiese participar del infierno humano de la muerte de Dios, sufrida por no pocas personas. Todos estos, no estarán jamás solos en su sufrimiento. El credo cristiano reza “descendió a los infiernos”, que significa: sintió estar absolutamente sólo, sin que nadie lo pudiese acompañar. Pero Dios-Abba estaba también allí como ausente. Desde ese momento nadie más estará solo en el infierno de la absoluta soledad humana. Jesús estuvo y estará con todos ellos.

La resurrección de Jesús que representa una verdadera insurrección contra la religión de la Ley y la justicia de su tiempo, es como una luz que va a mostrar, en total plenitud, esta proximidad de Dios que nunca se ausentó. Ella estaba totalmente allí, sufriendo con los que sufren. Los negadores y los ateos son libres de ser lo que son, de no acoger o de ni siquiera saber de esta proximidad de Dios, pero eso no cambia nada para Dios-Abba, que nunca los abandona porque no dejan de ser sus hijos e hijas, sobre los cuales repite: “Vosotros sois mis hijas e hijos bienamados, con vosotros me regocijo”.

Pero vale la pena considerar: si no puedes ver una estrella en el cielo límpido, la culpa no es de la estrella, sino de tus ojos. Por su amor ilimitado y su misericordia sin fronteras también ellos son abrazados por Dios-Abba aunque se nieguen a abrazarlo. Aunque no la vean, la estrella estará brillando.

El cristianismo verdadero y real es vivir esta Tradición de Jesús. La mayoría de las iglesias cristianas, no excluida la romano-católica, se organizan en torno al poder sagrado que crea desigualdades, se apoyan sobre un grueso libro doctrinario llamado Catecismo, están vinculadas a cierto orden moral, a una vida piadosa, a la recepción de los sacramentos, a la participación en la fiestas litúrgicas. Todo esto no es que no tenga importancia. Pero difícil y raramente se proponen vivir el amor incondicional y ensayar a amar al modo de Dios y al modo de Jesús, privilegiando a aquellos que él privilegió, los últimos, los que no son, ni cuentan. Donde impera el poder, no brota el amor ni florece la ternura y la proximidad de Dios-Abba y su misericordia, siempre presentes.

No hay cómo negar que, históricamente, gran parte de la Iglesia católica romana estaba más cerca de los palacios que de la gruta de Belén, teniendo en mayor consideración el madero de la cruz que aquel que está crucificado en él por solidaridad con todos, con los perdidos y caídos en los caminos.

La gran inversión: la conversión del padre y no la del hijo pródigo

Qué diferente sería todo si esta inaudita revolución hubiese prosperado en nuestro mundo. No habría lo que estamos presenciando en nuestro país y, en general, en tantas partes, la prevalencia del odio, de la discriminación, de la violencia contra los que no pueden defenderse, y especialmente hoy contra la naturaleza que nos asegura las bases que sustentan la vida y a la Madre Tierra.

Por esta razón, Jesús, aun resucitado, continúa dejándose crucificar con todos los crucificados de la historia de las más diversas modalidades.

La parábola del hijo pródigo revela cómo es la Tradición de Jesús. El hecho nuevo y sorprendente no es la conversión del hijo que vuelve arrepentido a casa de su padre, sino la conversión del padre que, lleno de amor y de compasión, abraza, besa y organiza una fiesta para ese hijo que derrochó su herencia. El único criticado es el hijo bueno, seguidor de la Ley. Todo en él era perfecto. Para Jesús, sin embargo, no basta ser bueno. Le faltaba lo principal: la misericordia y la percepción de la proximidad de Dios-Abba hasta en su hermano perdido por el mundo.

El futuro de la increíble revolución de Jesús

Hemos experimentado de todo en la ya larga historia humana, pero todavía no hemos experimentado colectivamente amar al modo de Jesús y de Dios-Abba. No obstante, ha habido muchos hombres y mujeres que lo han entendido y vivido: son los verdaderos portadores del legado de Jesús, testimonios de la proximidad de Dios, especialmente a aquellos mencionados en el evangelio de san Mateo: “yo era forastero y me hospedaste, estaba desnudo y me vestiste, tenía hambre y me diste de comer, estaba en la cárcel y me fuiste a ver” (Mt 25,34-30). En eso se revela la Tradición de Jesús que se sentía tan unido a Dios-Abba hasta el punto de decir: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9). Y dice a todos estos: “Cuando lo hicisteis a mis hermanas y hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,34-40).

¿Llegaremos a ver aceptada un día la proximidad de Dios, independientemente de la situación moral, política e ideológica de las personas (pensemos en los torturadores de las dictaduras militares) aunque lo rechacen explícitamente y abusen de su nombre (como nuestro jefe de Estado, enemigo de la vida)? ¿Ganará centralidad esta verdadera revolución transformadora del mundo?

Francisco de Asís y Francisco de Roma, junto con un ejército de personas, muchas de ellas anónimas, osaron emprender esta aventura, creyeron y creen que por ahí pasa la liberación de los seres humanos y la salvaguarda de la vida y de la Madre Tierra amenazadas. La gravedad de la situación actual nos coloca ante esta disyuntiva: “o nos salvamos todos o nadie se salva” como lo dijo enfáticamente el Papa Francisco en la Fratelli tutti (n.32). La Madre Tierra se encuentra en permanentes dolores de parto hasta que nazca, ese día que sólo Dios sabe, el ser nuevo, hombre y mujer; juntos con la naturaleza habitarán la única Casa Común. Como profetizó el filósofo alemán del principio esperanza, “el verdadero Génesis no se encuentra al comienzo sino al final”. Sólo entonces “Dios vio todo lo que había hecho y le pareció que era muy bueno” (Gen 1,31).

O hacemos esta conversión al sueño del Nazareno, que nos trajo la novedad de la proximidad de Dios que siempre nos está buscando, hasta en las sombras del valle de la muerte, o si no, debemos temer por nuestro futuro. En vez de ser los cuidadores del ser, hemos venido a ser su amenaza mortal. Pero aquel que está en medio de nosotros y jamás nos retira su proximidad, tiene el poder de forjar de las ruinas un nuevo cielo y una nueva Tierra. Entonces todo esto habrá pasado. Las lágrimas serán enjugadas y todos serán consolados por Dios-Abba. Comenzará la verdadera historia de Dios-Abba con sus hijas e hijos bienamados por toda la eternidad.

(*) Leonardo Boff es teólogo y ha escrito: Jesucristo el Liberador (Vozes,1972/2012); Pasión de Cristo-pasión del mundo (Vozes, 2012); La resurrección de Cristo: nuestra resurrección en la muerte (Vozes 2010), publicados todos en español por la editorial Sal Terrae.

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4 COMENTARIOS

  1. Si hay condenación eterna y la escogemos nosotros por nuestra libre elección. Dios en su infinita misericordia respeta inclusive esta decisión. Negar la condena eterna, es negar las propias palabras del hijo de Dios. Decir que no hay condenación, es burlarse de los mártires de la Iglesia, que sellaron de legitimidad su testimonio con sus vidas.

  2. Excelente artículo, claro que Dios es Misericordia Absoluta, no puede uno que es cualquier pelele condenar a alguien por siempre, no cabe dentro de Dios esa idea.

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