jueves 18, abril 2024
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2012 en Santiago de Chile. Espiando horizontes (I)

Esta aventura en tierras australes tiene su remoto antecedente cuando era estudiante y en clases de Historia de América IV, José Daniel Gil, profesor y sobre todo maestro, nos trazaba imágenes y memorias de la densa y sentida historia de Chile. En aquellos tiempos yo no imaginaba que diez años después, habría de pisar las calles de Santiago y sentir lo que Pablo Milanés describía en su canción, rememorando la hermosa plaza liberada y sus recuerdos, los cuales evocan un llanto inevitable. Al salir del aeropuerto Merino Benitez, solamente podía ver de reojo los altos edificios de aglomeración residencial, que al igual que en Buenos Aires, dan la bienvenida a una gran ciudad. La madruga era fría –diez grados no es lo deseable para ningún tico reticente a las bajas temperaturas-, no obstante mi ilusión era cálida y me hizo esperar la mañana con un profundo placer. Al despertar y cumplir los protocolos fundamentales del aseo y la alimentación, procedí a salir del windson palace, gigante de treinta y cuatro pisos, cuya inmensidad apenas percibí esa mañana. Era un paisaje digno de un poema de Neruda, la calle huérfanos, gran paseo peatonal, me describía un espacio de pollos, estantes de revistas (con el ineludible condorito que alegró mi infancia), betroits al estilo francés –que siempre amé de mis lecturas de Vargas Llosa-, edificios clásicos alrededor con un valor de uso financiero hoy día, al costado se dibujaban árboles de magnolio, de poquitas y pálidas hojas, que aún siendo de día, bien me hicieron recordar aquello que escribió mi poeta favorito en su poema veinte: “La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Algo en mí, sin duda, había cambiado también. El camino de Huérfano me llevó a la intersección con Morandé y de allí a la Plaza de la Constitución, que como una gran alfombre verde y gris parecieran dar un recibimiento a las puertas de la Moneda. En medio del trajín de la gran ciudad, no pude evitar la referencia a los sitios de la dolida memoria de 1973, la plaza es inmensa y también colorida, magnifica aún más el coloso de Palacio de la Moneda (antigua casa de acuñación), sus jardines son decorados con flores rojas y amarillas, a la derecha observé la calle Teatinos, por donde ingresaron los primeros tanques que atacaron el palacio (paradójicamente había una marcha de carabineros y militares ese día, lo cual me hizo sentir el aire más denso ciertamente), así como a la izquierda podía observar la histórica Calle Morandé que separa el Palacio del Ministerio de Obras Pública. Desde este sector mi mirada se posó en la Puerta Morandé 80, históricamente marcada por la tradición y el dolor que significó que a través de allí fuera sacado el cadáver de Salvador Allende en horas de la tarde del triste martes 11 de septiembre. Miré en la cercanía -y con nostalgia-, el monumento al Presidente caído en la Moneda, no pude evitar saludarle y leer con el corazón abierto sus míticas palabras finales: “más temprano que tarde, se abrirán nuevamente las grandes alamedas por donde pase el hombre libre”. A la par mía un niño cantaba en compañía de un joven con guitarra, y mientras tanto, mi sombrero salía volando por la plaza, que a lo largo del tiempo, a muchos nos haría llorar, tenía razón Pablo Milanés.

(*) Luis Pablo Orozco Varela, historiador y escritor costarricense.

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