Alocución en el Cementerio General, en la conmemoración del bicentenario del nacimiento de don Juan Rafael Mora y del 154 aniversario de su fusilamiento.
Curioso, quizá insólito, es que nos reunamos en un cementerio para celebrar o conmemorar un nacimiento. Pero, en verdad, este punto geográfico tiene un inmenso significado histórico y patriótico, por lo que amerita de sobra que concurramos hoy aquí.
Sin embargo, no debemos olvidar que hace unos meses, la tarde del sábado 8 de febrero -día de su natalicio-, y gracias a la iniciativa de nuestro grupo cívico La Tertulia del 56, recorrimos San José e hicimos paradas evocadoras en sitios arquitectónicos simbólicos. Culminamos la caminata unos pocos metros al norte de la esquina noroeste del Parque Central, exactamente frente al punto donde otrora estuvo la casa en la que, 200 años antes, del vientre de la joven herediana Ana Benita Porras Ulloa emergiera el primogénito de su matrimonio con el josefino Camilo Mora Alvarado.
Esa tarde, mientras caminábamos, surcaba el cielo capitalino una avioneta que portaba un inmenso lienzo con la frase «Mora Vive». Celebrábamos así el bicentenario de su nacimiento, reafirmando que don Juan Rafael Mora, don Juanito, sigue vivo. Y eso es lo que venimos a ratificar hoy en este camposanto, 154 años después de su aparente muerte. Porque lo cierto es que él nunca ha muerto.
Estadista visionario, aparte de caminos y puentes para fomentar el comercio dentro y fuera del país, promovió la construcción de edificios de gran factura para albergar un hospital, una universidad, la sede de la Presidencia y el Congreso, un teatro y una capilla. Y, cuando nuestras laboriosas y pacíficas gentes más entusiasmadas estaban labrando su porvenir en plena libertad, supo otear a tiempo el peligro, encarnado en la figura del astuto jefe filibustero William Walker, de la implantación de la oprobiosa esclavitud en suelo centroamericano.
Pero no se limitó a enviar cartas diplomáticas de protesta ni a arengas de plaza pública contra el enemigo, sino que, como Capitán General, con decisión encabezó el Ejército Expedicionario. Así, sobre su brioso corcel, pequeño de estatura él, pero inmenso en su coraje y patriotismo, a lo largo de la ruta sumó su huella a las que estaban impresas en el polvo, de los batallones que, animados por cornetas y redoblantes, desde días previos se habían aprontado a defender el terruño amenazado.
Lo vieron pasar las grandes piedras de la calzada y los árboles del Camino Nacional, rumbo a Puntarenas, las mansas aguas del golfo de Nicoya atestiguaron su navegar hacia los puertos fluviales del Tempisque, y lo recibieron las rústicas veredas que en la bajura conducían a Liberia, donde lo esperaba un destacamento al mando de su cuñado, el general José María Cañas. Días de inclemente sol, de chicharras frenéticas chillando, de copiosos sudores y desmedida sed, de mugidos y relinchos vibrando al unísono de tantos corazones palpitantes de libertad. Noches de campamento frescas, aromadas a campo veraniego, a asomos de luna henchida, a acordes de algún nostálgico guitarrero en disputa con los incesantes coros de grillos que colmaban de sonidos la oscurana.
Al compartir con aquel conglomerado de toscos y aguerridos hombres, que no le temían a nada, se compenetró con ellos y afianzó el amor por su pueblo. Por eso, cuando llegó la hora de la pólvora, de las bayonetas y hasta del letal bacilo del cólera, aunque agobiado por tanto dolor y muerte, no dudó de que, al tener consigo a tan valerosos compatriotas, ganaría cualquier batalla. Convencido de su misión libertadora, en Rivas diría: «Si antes amaba a mi país como hijo, hoy, merced a vuestras hazañas, me enorgullezco de ser su Jefe».
Pero, más que jefe, auténtico Padre de la Patria. Y eso no perdonarían los timoratos y mezquinos que habían recomendado no enfrentarse a Walker. Los mismos que permanecieron cómodos en la capital y hasta fraguaron un complot para derrocarlo mientras él sufría los estragos de la guerra. Los mismos que, con el advenimiento de su tercera magistratura, a los tres meses de instalado lo derrocaban y desterraban. Los mismos que, tras el retorno para retomar el poder, lo capturaron, lo juzgaron de manera sumaria y lo fusilaron en Puntarenas. Exactamente los mismos que dieron la orden de lanzar su cadáver al estero, para borrar así toda huella de tan incómodo adversario.
Pero se equivocaron. Por fortuna, tan grotesco y macabro acto no se consumó, gracias a la oportuna, decidida y noble intervención del generoso Juan Jacobo Bonnefil, cónsul de Francia. Acérrimo adversario de don Juanito, lo admiraba con sinceridad. Y tanto, que se aproximó al cuerpo exánime, lo cubrió con la bandera de su patria y, en compañía de unos pocos allegados, cruzó el estero hasta el rústico panteón que había en el manglar. Haría lo propio con el cadáver de Cañas dos días después. Marcó el sitio con dos palos y una cruz, sin nombre alguno.
Anónimas e ignoradas las fosas cavadas en el ardiente arenal, las apacibles aguas del estero ni siquiera en pleamar las remojaban. Olvido y silencio. Calcinantes soles. Furiosos aguaceros. Cíclico platear de embriagantes lunas. Penetrante olor a marisma. Silencio y olvido. Pero, expectante, el buen Bonnefil no separaba su mente del sitio donde estaban las osamentas, a la espera del tiempo prudencial para desenterrarlas. Llegado el ansiado día, con algunos amigos exhumó los restos de don Juanito y Cañas y los depositó en urnas funerarias, para darles custodia en su casa hasta que, años después, fueron trasladadas a la capilla de El Sagrario.
Extenso peregrinar, para que unos 20 años desde la exhumación, en 1885, sus familiares los tuvieran consigo y pudieran darles sepultura. Así lo hicieron, y por casi 30 años los restos de don Juanito permanecieron en una tumba familiar. Pero estaba pendiente el gran tributo de la patria agradecida. Y hace un siglo, el 15 de setiembre de 1914, para celebrar el centenario de su nacimiento el propio día de nuestra independencia, en fastuosa y concurrida ceremonia nuestro pueblo los enterró en el mausoleo donde hoy nos congregamos. ¡Ya ven! Gracias al cónsul Bonnefil, no pudo el régimen golpista desaparecer a nuestro Héroe Nacional y Libertador, y hoy, 30 de setiembre, tenemos la dicha de celebrar aquí el bicentenario de su natalicio.
Cabe acotar que en un pasaje de su carta de despedida para su amada Inés -quien lo acompaña en esta tumba-, pocas horas antes del fusilamiento, escribió: «la patria, aunque cruel conmigo, talvez más tarde no será lo mismo con mis hijos, pues vendrá el tiempo en que valgan algo los pocos servicios que he prestado en casi la mitad de mi vida». Se sentía defraudado, pues lo habían embaucado, traicionado y vendido algunos correligionarios, en complicidad con los otrora golpistas y ahora asesinos, y eso le laceraba el alma.
Joven aún, con tan solo 46 años sobre sus espaldas, sin titubeos marchó hacia el patíbulo. Pidió que no le vendaran los ojos, y que le permitieran dar la orden de fuego. Y ya teñida la arena de Los Jobos con el carmesí de su sangre aquel fatídico 30 de setiembre de 1860, ese gesto de hombría lo elevó muy por encima de banalidades, pendencias y mezquindades para, sumado al fecundo ejemplo que fue su vida, ganar las alturas de la inmortalidad.
Por eso, para concluir, y a manera de excusa y de explicación, hoy le decimos: sepa usted, Capitán General -esté donde esté hoy- que fueron apenas unos pocos e ingratos quienes decidieron su fusilamiento y decretaron su olvido, pero que este agradecido pueblo lo sigue extrañando y amando. Y que no puede morir quien, como usted, por su valentía, decoro e inmarcesibles méritos, supo arraigarse tan firme en el corazón de su pueblo.
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