Nadie, absolutamente nadie, en este país, se puede erigir a sí mismo como autoridad capaz de discernir, señalar o acusar a ninguna persona por su comportamiento, hechos, expresiones, porque todos, absolutamente todos, tenemos un rabo que nos pueden majar, algunos más largos y gruesos que otros, pero rabos al fin.
Por otro lado, los que menos tienen autoridad para erigirse en jueces de las actuaciones de los demás, son los diputados en la Asamblea Legislativa, muestrario variopinto de personajes de dudosa calidad moral y ética, entre los cuales se destacan uno de Liberación Nacional, denunciado por negocios turbios en Panamá, y otro del PAC que, sin poder controlar su soberbia y su frustración, llega al nivel del ridículo y se convierte en objeto de burla de quienes lo observamos.
La ausencia de humildad y de sentido común, que es el menos común de los sentidos, son señal inequívoca de poca inteligencia, o al menos de un trastorno mental de considerable notoriedad. En unos casos por la obnubilación que produce la soberbia, en otros porque la corrupción que vive en determinadas personas los convierte en seres abominables, incapaces de sentir vergüenza la hacer el ridículo ante los demás.
La humildad está en el fundamento de todas las virtudes y constituye el soporte de la vida inteligente. A esta virtud se opone la soberbia y su secuela inevitable de egoísmo. La persona egoísta hace de sí la medida de todas las cosas, hasta llegar a la actitud que San Agustín señala como el origen de toda desviación moral: “el amor propio hasta el desprecio de Dios”. El egoísta no sabe amar: busca siempre recibir, porque en el fondo sólo se quiere a sí mismo. No sabe ser generoso ni agradecido, y cuando da, lo hace calculando el posible beneficio que le reportará. No sabe dar sin esperar nada a cambio. En el fondo, el egoísta desprecia a los demás.
La soberbia es, en efecto, la raíz del egoísmo, que es una de sus primeras manifestaciones; en este vicio se encuentra el principio de toda maldad. El egoísta (mirar todo en cuanto me reporta algún beneficio) y la soberbia (la falsa valoración de las cualidades propias y el deseo desordenado de gloria) son vicios que se confunden frecuentemente, y en ellos se encuentra de alguna manera el desorden radical de donde arrancan todos los defectos, porque el origen es la soberbia.
La soberbia es la máxima expresión del ego, es Ego puro, y éste si se ofende fácilmente, no va a permitir que nada ni nadie la sitúen en el lugar adecuado y justo, luchará con todas sus armas para defender que tiene la razón. La soberbia es arrogante y por ello cree no necesitar nada ni a nadie, aunque en realidad si necesita de público para poder manifestarse. Cuando tenemos soberbia no aceptamos las cosas tal cual son y tal cual vienen, si no que tratamos de cambiarlas para que se ajusten a nuestra voluntad.
Cuando tenemos soberbia, creemos que el mundo está en nuestra contra, que en cualquier momento nos pueden atacar o lastimar los demás, siempre alerta creamos el rechazo como defensa, y mediante el rechazo atacamos al otro. Atacamos emitiendo juicios y críticas.
Cuidado con la intención de con racionalizarlo todo, y con tener el control de todo, pues ese es el engaño de la soberbia, al querer controlarlo todo controla nuestras emociones llegado a la represión de éstas, impidiendo también la empatía con otros seres.
La soberbia tiene dos caras: El orgullo y la vanidad. El orgullo es la parte de la soberbia que rechaza todo y todos, y además los infravalora, nadie es capaz de llegar a la altura. La vanidad es la parte de la soberbia que engrandece lo que ella hace y lo presenta de manera que sea reconocido y deseado. Esta si necesita de los demás para que le adulen, pero no acepta el juicio externo al igual que el orgullo.
Algunas personas llegan al «clímax de la soberbia” cuando toma el poder de un Estado o acceden a un cargo público por elección o designación, y se creen un Dios y no conviven con el diferente: «o están con él o contra él”; o «lo halagan o lo desprecian”. Consideran la crítica como un atentado. Son seres insanos.
Por eso, San Agustín escribió que «la soberbia no es grandeza sino hinchazón, y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano”. El soberbio es un ser enfermo y débil ante el poder y el dinero, y usa casi siempre como escudo al pueblo.
Son seres acomplejados y muy sufridos en ciertos pasajes de su vida, por ello resentidos contra la humanidad. Si revisas la historia de Muamar el Gadafi, Stalin e Idi Amín constatarás esa realidad. Como ellos hay muchos. El soberbio se presenta como humilde, pero es capaz de matar a su semejante para realizarse. Con razón Nicolás Maquiavelo describió que «la naturaleza de los hombres soberbios y viles es mostrarse insolentes en la prosperidad y abyectos y humildes en la adversidad”.
La soberbia combinada con la ignorancia es lo peor, porque el soberbio no busca la verdad, se cree la verdad. «El creerse dueño de la verdad coloca al hombre en el estado máximo de soberbia”, señala Fernando Savater. Ese absolutismo es la causa de la persecución del diferente o rebelde. Para el soberbio, dice Savater, todos lo que no piensan como él son «inferiores y descartables”. Sí, el soberbio es vanidoso porque necesita de las alabanzas, de las concentraciones masivas, para vivir y no desmoralizarse de su inferioridad.
El ridículo es un antídoto contra la soberbia. Por ello, los tiranos y los ensoberbecidos carecen de sentido del humor, sobre todo aplicado a ellos, y lo toman como burla, entonces prohíben hasta las caricaturas. «Esta clase de personaje espanta todo atisbo de comicidad. Para él la risa es algo sospechoso y la vive como una agresión. Risa prohibida, lugar peligroso”, asegura Tomás Abraham.
Por ello, lo sucedido la semana pasada en la Asamblea Legislativa, resulta una muestra más de la mezcla nauseabunda de la mediocridad, la soberbia y el deseo de figuración de ciertos personajes, sin tino ni propósito, que hace que –los que observamos de lejos- sintamos pena y vergüenza ajena. Y lo más ridículo de todo ha sido ver cómo, un medio de comunicación local, manipuló el tema a su antojo para mantenerse dentro del foco de atención popular, y en la trampa cayeron muchos o la aprovecharon otros, enemigos del gobierno, para traer agua a su molino.
Alfonso J. Palacios Echeverría
Buen artículo don Alfonso. Se ve que le metió seso al texto y que no es un artículo que se escribió por salir del paso y a mano alzada. A eso me refería cuando le decía que uno aprecia no la cantidad sino la calidad. Saludos.
esto se ve claramente en ciertas instituciones públicas: los jefes se reúnen en su mesita cuadrada del tercer piso a hablar mierdas de los empleados, algunos de los cuales son mucho más inteligentes que ellos, y se dedican a catalogar a cada uno en su escala de agrado dependiendo de cuanto les talqueen los guevitos. Otro ejemplo: los profesores catedráticos de la ucr que se reunen a jugar de vivos en los cafes de la calle de la amargura, hablando de su mileau y de las pendejadas que hacen, como que si de algo sirviera la porquería de investigación que dicen que hacen. Lo que menos se dan cuenta es que si son jefes o mandan es por puro azar, una suerte del destino que se arregló para que ellos estuvieran allí. Si fueran los jóvenes de hoy probablemente andarían allí igual buscando brete y nadie les daría nada, porque en el fondo son tan iguales como cualquiera. Lo que pasa es que cuando uno saca doctorados porque le saca plata al micit o con goce de sueldo de la universidad para la que bretea y a otros organismos internacionales para irse cuatro años a vivir de la plata que no se ha ganado, es muy facil jugar de genio. Por eso y muchas otras cosas, en el estado no prima el mérito real ni el intelecto, sinó la adulación, como en muchos otros campos de la vida.