Cada vez nos parecemos más en lo peor de la política norteamericana, al menos en lo de darle más importancia a las actividades venéreas de ciertos políticos, que a cosas de grandísima importancia para el bienestar del país.
Y aclaro, no es que le reste importancia a incidentes como la acoso sexual de un diputado a una funcionaria de la Asamblea Legislativa, o al caso Clinton-Lewinsky de divertida y oralísima recordación, o las múltiples casos de periodos anteriores en la misma Asamblea, que quedaron en total impunidad por intercesión del Partido Liberación Nacional.
Sino que es triste ver que los medios tomen un incidente como este, en donde el partido político a que pertenece el defenestrado diputado actuó rápidamente en concordancia a sus principios éticos (cosa que no hacen otros), como noticia de gran importancia –retorcida hasta lo último, para desacreditar al partido del cual son enemigos jurados-, de la misma forma que festinaron el caso anterior, entre la Procuradora General de la Republica (liberacionista) y el Viceministro de la Presidencia (liberacionista) aunque no por relaciones extramaritales y relacionadas con la genitalidad.
Lo que me parece evidente es como, al igual que los norteamericanos, le damos más importancia a los incidentes sexuales de ciertos personajes de la farándula política criolla, que a temas que esperan durmiendo el sueño de los justos en la lista de proyectos en la Asamblea Legislativa. La hipocresía, el doblez, la mentira, el doble discurso, la tergiversación de la noticia se ha vuelto costumbre en nuestro medio periodístico, y la máxima prueba de su excrecencia nauseabunda lo constituye el Grupo Nación.
Pero detrás de todo existe un elemento que nadie toca: los sentimientos amorosos del bigotudo diputado. ¿O es que ya no cuenta para nada el mirar con ojos de ternero degollado a una hermosa damisela que trabaja con uno, presa de las pasiones más intensas y los efluvios eróticos más ardientes? Definitivamente, hemos perdido nuestra capacidad de amarnos los unos sobre los otros, y es visto como cosa fea y condenable.
Les parecerá broma lo dicho, pero, la relación entre erotismo y humor es orgánica, aunque esta no sea la única que influya.
Cuando disfrutamos regularmente de la actividad sexual (los que pueden, porque otros no lo logran por más energía que pongan en ello) aumenta nuestro flujo de endorfinas. Saber que alguien nos desea y que en cualquier momento podemos intercambiar caricias mantiene en alerta al organismo para esperar lo mejor. El cerebro se inunda literalmente de oxitocina, dopamina, vasopresina y otros compuestos que favorecen el metabolismo en general, nos predisponen para enfrentar cualquier reto con optimismo y hasta vemos las cosas con más nitidez y colorido, por más fea que sea la dama u horrible el caballero.
Estas hormonas recrean un estado de felicidad que puede durar incluso horas o días, y su influencia benefactora llega a la piel, el pelo, los músculos, los sistemas circulatorio y nervioso, y de hecho mejora el rendimiento del cerebro en el plano intelectual y en el emocional.
En cambio, las personas que no saben cuándo volverán a disfrutar del sexo como les gustaría o no tienen a nadie para alimentar su erotismo —y por ende su autoestima—, no pocas veces tratan de compensar esa carencia refugiándose en adicciones dañinas como la comida chatarra, el alcohol, el cigarro e incluso el trabajo a toda hora, la política y el proselitismo partidario, los negocios turbios al amparo de los cargos públicos, el tráfico de influencias, lo cual las vuelve presas fáciles del estrés, la angustia y el mal humor.
Creo que algo de ello hay detrás del bigotudo diputado y sus compañeros llorones y emotivos, que ante el anuncio de que se retiraba del sacrosanto templo de la democracia, no escatimaron llantos y quejidos. ¿O será porque a ellos también les agrada eso de corretear por los pasillos de la Asamblea persiguiendo el objeto de su amor, y perdían un avezado experto?
Señala en un interesante artículo Edmundo González Llaca que existían en la Grecia antigua dos dioses que encarnan principios localizados en las esquinas contrarias del ring de la existencia. El Dios Apolo, que representa el Sol y con ello la luz, el arte, la medicina, el discernimiento. Es un principio sosegador y aquietador. El Dios del equilibrio y la armonía, en su universo el ser humano se resguarda de lo caótico del mundo; es un principio racional que nos permite sustraernos del mundo salvaje; es el descanso luminoso y profundo de nuestras vidas.
Frente a este impulso que nos envuelve de quietud y sosiego se sitúa, igualmente poderoso y atrayente, Dionisio, Dios del vino, y con esto casi se dice todo, pues la embriaguez es el baile, la música, el desenfreno, el puro vacilón, el éxtasis. Es el principio que ama el descontrol, el caos, los abismos, la locura. Permanentemente pierde la noción hasta de sí mismo y se hunde en la vorágine vital.
Lo apolíneo y lo dionisíaco son perspectivas de la vida, impulsos que chocan, se atraen y se repulsan. En medio de este fuego cruzado se desarrolla el drama y la comedia de la vida humana y es el erotismo uno de los espacios que estos dioses han elegido para enfrentarse.
El erotismo es tensión entre racionalidad e instintos; entre el espíritu y la carne; entre las normas y el caos; entre lo santo y lo profano. Es en la turbiedad de estas pugnas dialécticas y en lo vaporoso de estas fronteras, donde el erotismo desarrolla todas sus inquietantes posibilidades y sus intensos disfrutes.
Pero algo fundamental, para que haya un auténtico deleite erótico deben contemporizar las dos caras contradictorias y aparentemente opuestas. En otras palabras, el erotismo no se agota si existe solamente carne o espíritu, y así sucesivamente, pues las sensaciones, reflexiones y actitudes se mezclan. Lo singular es que el placer erótico estaría también en lo zigzagueante de las experiencias, en las que cada participante pone el acento en una de sus caras pero sin nunca olvidar la otra. El erotismo, al ser revoltijo de hormonas y neuronas, no se lleva con los radicales ni con los sectarios, en suma, con los fanáticos de Apolo o de Dionisio.
Los que tienen vocación por lo natural, lo primario, lo simplemente animal, agotan la experiencia sexual a través de la reiteración; los esencialmente racionales, anulan el deseo de la cópula al reflexionar fría y biológicamente sobre el sexo y eliminan cualquier prestigio de intensidad y pasión de la unión de los cuerpos.
En fin, como puede observarse, duros y crueles son los tormentos en los que el ser humano se envuelve por luchar para desbordar los límites finitos de la carne; enredarse en los conflictos de la conciencia del pecado y su penitencia; el atrevimiento y la auto-restricción; la desnudez y el pudor; la punzada del deseo y los intentos de control de la inteligencia.
Bien vale la pena ser desgarrado por este amasijo de contradicciones, que es el erotismo, pues el premio es excelso, mantener despierto el deseo carnal y colaborar a que permanezca vivo, creativo, desafiante, inagotable.
Una recompensa mayor es el conocimiento de nosotros mismos. La experiencia erótica nos ilustra sobre el hecho de que si bien nuestros deseos sexuales son, como dice Nietzsche, la primera prueba, de que estamos negados a toda pretensión de divinidad, lo cierto es también que el sexo, sumado a la imaginación, es el mejor vehículo para sentir y comprender una realidad angustiante: dentro de cada ser humano habitan Luzbel y Dios.
Al parecer, nuestros ilustrísimos, distinguidos e impolutos padres de la Patria, saben mucho de esto, si así no fuera, no aparecerían estos escandalillos de calzones parlamentarios.
Alfonso J. Palacios Echeverría
Al parecer continua la novela.