Una mañana de enero me reuní con mi amiga Erika Henchoz, y entre los temas que conversamos estuvo por supuesto, nuestro Fidel Gamboa. Él se nos adelantó y le recordamos de muchas maneras, el músico, el compañero, el amigo, el cómplice.
Miguel Cubillo, por ejemplo, lo recuerda como el profe de jazz, y entonces enfatiza la cantidad de material que este curso le generó, arreglos, piezas originales, y demás. Personalmente lo recuerdo cuando al pasar frente a su aula de otro curso que impartía en la Universidad Nacional, el de lectura musical, en el que utilizaba un libro, que a mí se me antoja muy árido, él alrededor de éste, generaba otro material, montones de ejercicios para agilizar la lectura de los muchachos, ejercicios que siempre me parecieron muy entretenidos y ricos. Los apuntaba en la pizarra con tiza y los borraba. Imagino que para él eran tan cotidianos y efímeros que nunca pensó hacer una recopilación de ellos y a la larga, alguno con mejor suerte se transformó en una de sus piezas. La sensación que he tenido desde esa etapa es que no era consciente del valor de esos materiales y la necesidad de su conservación.
Pero no me quiero extender en el músico que conocemos, ni en el profesor del que seguro hay mucho que decir, sino más bien, en el artista plástico que recuerdo. Éramos en aquella época unos adolescentes, afortunados eso sí, porque podíamos sumirnos, escabullirnos, pero también lidiar con las artes, en una institución estimuladora de creatividad, el Conservatorio Castella. Recuerdo grato de aquella época en que compartíamos muchas horas, era su facilidad para el dibujo, fuera con lápiz, lapicero o plumilla. En otra época le dio por hacer miniaturas escultóricas en madera, no estoy seguro, pero como que había traído de Guanacaste una raíces y con sus gubias extrajo unas figuras especiales.
Al conversar con Erika recordamos que Fidel dibujaba diablos, y también diversas caras, como la que conservo en mi estudio. De la que voy a contar, es el perfil de alguien que tiene una mano enorme y justo sobre esa cara, unas letras que a mí se me antoja es una especie de fórmula matemática.
En la secundaria hay mañanas tediosas y muy lentas, en una de esas nació esta criatura, posiblemente sea alguien que conocimos en nuestro colegio. Alguien que resultó para los compañeros de esa generación, según el caso, un estímulo o un martirio. Al ver el cuadro aparece un perfil con su bigote y una pequeñísima barba de chivo, un ojo enorme y cierto gesto diabólico. A la vez, una mano en alto esboza ciertas fórmulas mefistofélicas. Me ronda la pregunta de si la retórica de este cuadro tendrá algún significado que libera la imagen de aquel que quiso representar. Imposible saberlo, en todo caso es un artificio, un modelo que me complace disfrutar y que pensé compartir a través de estas líneas, para recordar el artista plástico que había en Fidel.
Tampoco tengo idea si después de esa época tan primeriza, en todos los años que siguieron, habrá mantenido alguna relación íntima con la plástica, pero sospecho que los plásticos lo perdieron el día que cambió el clarinete por el saxofón, porque ese día encontró el camino.
Gerardo E. Meza Sandoval
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