lunes 16, septiembre 2024
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Lo que le debo a mi padre

Somos, en cierta forma, el producto de una gran cantidad de factores que inciden en nuestra configuración física y mental. Lo genético, lo adquirido y lo producido por las influencias recibidas durante nuestra formación y experiencia de vida. Nadie en su sano juicio se atrevería hoy a contradecir esta aseveración, pues investigaciones de toda índole lo señalan palmariamente.

Contra lo genético no existe forma de luchar: si naciste feo así permanecerás toda tu vida, lo mismo si heredaste la tontería congénita de tus antecesores. Te podrás pulir un poco, pero seguirás tonto de capirote. Pero lo adquirido, por influencias, formación o experiencia, si es aleatorio. Y algunos tienen suerte, pero otros no, en lo relacionado a recibir buenas influencia, formación o por haber experimentado situaciones físicas o intelectuales enriquecedoras.

Yo perdí a mi padre a la edad de 27 años, pero su influencia en mi personalidad resultó decisiva para lo que sido mi existencia. Y podríamos decir que fueron pocos años, pero en realidad fueron los más importantes, pues a medida que transcurre el tiempo se nos hace cada vez más difícil aprender nuevas cosas o dejarse influenciar por otros. En contraposición a los de la niñez y la juventud, donde somos más permeables a todo tipo de influencia.

Pues bien, mi padre era geógrafo, historiador y abogado, de una inteligencia suprema y con un sentido del humor extraordinario, además de poseer una memoria prodigiosa. Hombre nacido en un área rural, aunque de familia poseedora de extensas tierras y notable educación para su tiempo, su formación fue totalmente urbana, educado bajo la disciplina de profesores alemanes a nivel universitario, en su mayoría, y en colegio de hermanos de La Salle, de principios del siglo pasado, cuando se le concedía importancia a la educación amplia y profunda, No como ahora, en donde los programas educativos están diseñados bajo los principios del minimalismo en los educadores y el facilismo para los educandos.

Y de todas las enseñanzas recibidas la que creo más importante, aunque todas lo son para mí, es la de que la única aristocracia real que existe en el mundo es la del intelecto, pues se adquiere por esfuerzos individuales y mucho trabajo, mientas que las otras están signadas por la riqueza (de la cual no sabemos de donde proviene) o de la herencia de un apellido que, la mas de la veces, oculta una larga lista de tarados o de mediocres, cuando no de auténticos imbéciles.

Y ello conlleva a valorar posiciones como la honestidad intelectual, la sinceridad de la expresión, la integridad de la palabra dada, el comportamiento discreto y sosegado ante cualquier situación, el dejar atrás odios y resentimientos por ofensas recibidas, la sed de conocimientos y el desprecio por toda clase de fundamentalismos, sean estos políticos o religiosos. Es decir, una larga lista de parámetros para la conducción de nuestra propia vida –que no se termina en lo señalado-  y que nos permite seguir con la cabeza en alto aun en las peores situaciones.

Especial importancia le concedía mi padre a la honestidad y la honradez del comportamiento, lo cual no eximia el disfrute del humor y las cosas buenas de la vida.

Importante era para él la humildad intelectual, entendida como el estar consciente de los límites del propio conocimiento, teniendo especial cuidado al enfrentarse a circunstancias en las cuales el propio egocentrismo puede resultar engañoso; prestar atención a prejuicio, a los sesgos o tendencias y a las limitaciones del punto de vista propio.

La humildad intelectual radica en reconocer que uno no debe pretender que sabe más de lo que realmente sabe. No significa sumisión ni debilidad. Es la carencia de pretensión intelectual, jactancia o presunción combinada con el reconocimiento de las fundamentaciones lógicas o la carencia de ellas, respecto de las creencias propias.

Lo cual no elimina el coraje o entereza intelectual, es decir, estar consciente de la necesidad de enfrentar y atender con justicia, ideas, creencias o puntos de vista hacia los que tenemos emociones negativas fuertes y a las que no hemos prestado seria atención. Este coraje se conecta con el reconocimiento de que algunas ideas que consideramos peligrosas o absurdas pueden estar justificadas racionalmente (en todo o en parte) y que conclusiones y creencias que nos han sido inculcadas pueden a veces ser falsas o equivocadas.

Para poder determinar por nosotros mismos qué es qué, no podemos aceptar pasivamente y sin crítica lo que hemos aprendido. Aquí entra en juego el coraje intelectual ya que, inevitablemente, llegaremos a encontrar alguna verdad en algunas ideas consideradas peligrosas y absurdas algún grado de falsedad o distorsión en algunas ideas muy afianzadas en nuestro grupo social. Necesitamos coraje para ser consecuentes con nuestro propio pensamiento en estas situaciones. Hay que reconocer que puede haber consecuencias serias para el inconforme (aquel que expresa su desacuerdo).

Daba también especial importancia a la empatía intelectual, entendida como el estar consciente de la necesidad de situarse imaginariamente en el lugar de otros para poder genuinamente entenderlos. Esto requiere ser consciente de nuestra tendencia egocéntrica de identificar lo que es verdad con nuestras percepciones inmediatas o con ideas y pensamientos sostenidos durante mucho tiempo. Esta característica también se correlaciona con la habilidad de reconstruir con precisión los puntos de vista y el razonamiento de otros y poder razonar a partir de premisas, supuestos e ideas diferentes a las nuestras. También, se relaciona con el deseo consciente de recordar las veces en las que estuvimos errados en el pasado aún cuando estábamos convencidos de estar en lo correcto y con la capacidad de imaginar que nos podríamos volver a equivocar en la circunstancia presente.

Suma importancia también  le concedía a la autonomía intelectual, lo cual significa dominar de manera racional los valores y las creencias que uno tiene y las inferencias que uno hace.

Dentro del concepto del pensamiento crítico, lo ideal es aprender a pensar por sí mismo, a dominar su proceso mental de razonamiento. Implica el compromiso de analizar y evaluar las creencias tomando como punto de partida la razón y la evidencia; significa cuestionar cuando la razón dice que hay que cuestionar, creer cuando la razón dice que hay que creer y conformarse cuando así lo dicte la razón.

Aprendí de mi padre que la Integridad intelectual era reconocer la necesidad de ser honesto con su propio pensamiento; ser consistente en los estándares intelectuales que aplica; someterse personalmente a los mismos estándares rigurosos de evidencia y de prueba que se exigen a los antagonistas; practicar con otros lo que se predica y admitir con honestidad las inconsistencias de pensamiento y acción en las que uno incurre.

Y ello implicaba cierto nivel de perseverancia, lo cual era estar consciente de la necesidad de utilizar perspicacia intelectual y la verdad aun cuando se tenga que enfrentar a dificultades, obstáculos y frustraciones. Firme adhesión a los principios racionales a pesar de la oposición irracional de otros y un sentido de la necesidad de luchar con la confusión y las preguntas no resueltas durante un período de tiempo considerable para lograr un entendimiento o una comprensión más profunda.

Y finalmente confiar que con el tiempo tanto los intereses propios más elevados como los de la humanidad en general, estarán mejor atendidos si dejamos actuar a la razón; si fomentamos que la gente llegue a sus propias conclusiones desarrollando sus facultades para razonar; teniendo fe que con el estímulo y el trabajo adecuados, la gente puede aprender a pensar por  ella misma, a construir visiones racionales, a llegar a conclusiones razonables, a pensar de manera coherente y lógica, a persuadirse los unos a los otros mediante la razón y a convertirse en personas razonables, a pesar de los obstáculos profundamente arraigados en el carácter natural de la mente humana y en la sociedad tal como la conocemos.

A veces me pregunto hasta donde logre asimilar y poner en práctica sus consejos, los cuales me fueron inculcados poco a poco, a través de conversaciones sin ceremonia y pompa alguna, sino a través de ejemplos simples y cotidianos, referencias y comentarios ante determinados sucesos, y su propio ejemplo.

Hoy, en mi vejez, comprendo al fin plenamente el valor de los mayores en nuestra formación, para bien o para mal, y trato de ser –como me corresponde ahora- un buen referente para la tercera generación que me sigue, porque a mis hijos ya les transmití algo de lo que aprendí de mi padre, con excelentes resultados.

Alfonso J. Palacios Echeverría

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1 COMENTARIO

  1. Bella y sentida semblanza de su padre, aunque también es un texto lleno de evocaciones múltiples además de ser una bien sustentada reflexión sobre el rumbo de la educación en aquellos tiempos y su decadencia en el nuevo siglo, la degradación de lo académico. Siéntase satisfecho, como un hijo que lo perdió hace ya tanto tiempo, por la manera en que ha prevalecido en usted su memoria y su ejemplo, pero sobre todo por el hecho de haber podido pasarle ese legado a su hijos. Un saludo afectuoso.

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