viernes 20, septiembre 2024
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La batalla de Sardinal y nuestra identidad

Alocución en la conmemoración del 159 aniversario de la batalla de Sardinal y de la primera celebración del Día de la Identidad Sarapiqueña.

Como es bien sabido, el médico, abogado y periodista William Walker nació en Nashville, Tennessee, un estado sureño, en el que imperaba el racismo como norma de vida, y la esclavitud como una bárbara y degradante forma de explotación del ser humano. Con esas rancias aguas bañaron al niño y, consecuente con su cuna, de adulto se convirtió en fanático abanderado de la esclavitud.

Llegaría a Nicaragua recomendado por un amigo, el periodista Byron Cole, a quien trató en San Francisco de California, donde ejercía el periodismo. Pero el verdadero responsable de tan grave acontecimiento fue el liberal Francisco Castellón, quien al conocer a Cole le solicitó ayuda para enfrentarse a los conservadores, sus impenitentes rivales políticos. Tan desmesurada torpeza equivalió a venderle el alma al diablo, pues Walker sabría cómo ingeniárselas para robarse el mandado, como se dice popularmente. Peor aún, lo haría a un terrible e irreparable costo humano para nuestros países.

Eran los tiempos de la fiebre del oro, durante la cual numerosos y pequeños vapores transportaban a aventureros que llegaban a San Juan del Norte o Greytown -en la costa caribeña de Nicaragua-, en barcos de mayor calado. Ellos navegaban por el río San Juan y el lago de Nicaragua, y después atravesaban a caballo o en diligencias una angosta franja de tierra, hasta el litoral de San Juan del Sur, para después tomar barcos grandes hasta California. Esta ruta fluvial y terrestre, conocida como la Vía del Tránsito, era muy tentada, no solo por su importancia inmediata, sino sobre todo por su gran potencial geoestratégico, para establecer un canal interoceánico que favoreciera el comercio mundial.

Cole sabía bien de lo que Walker era capaz, así como de sus sueños o delirios mesiánicos, pues en noviembre de 1853 había invadido el estado de Sonora, en México, donde decretó su independencia y se autoproclamó presidente. Era una época en que los estados confederados del sur, promotores de la esclavitud, tenían un inmenso poder económico y político y, desde pocos años antes se había legitimado el desmembramiento de México, con el truculento despojo de vastos y ricos territorios, hoy convertidos en miembros de los EE.UU.

Para los sureños, ya claramente esbozado en la mente del senador Pierre Soulé el llamado proyecto «Federación Caribe», Centroamérica era una presa muy apetecida, no solo por su importancia geopolítica -ya indicada-, sino que también porque, cuando se le convirtiera en un territorio unificado, equivaldría a un estado esclavista más, cuyos representantes incrementarían el poder de los estados sureños en el congreso y el senado, en una etapa histórica en que los estados del norte daban importantes luchas para abolir la esclavitud.

Se necesitaba un peón que hiciera el trabajo sucio, y ese fue el sagaz Walker. Éste había hecho suya la doctrina del “destino manifiesto” que, en pocas palabras, indicaba que la Divina Providencia había elegido a los EE.UU. como una nación superior, con el destino o misión de extender por el resto del continente americano su religión, sus creencias, sus formas de gobierno, etc. Como era un imperativo divino, había que cumplirlo a cualquier costo y precio, para lograr la civilización de la degenerada raza que poblaba estas tierras -es decir, todos nosotros-, apta tan solo para ser sometida a la esclavitud.

 Y, así, como representante de los ricos esclavistas sureños, dueños de inmensas haciendas algodoneras, cañeras y tabacaleras donde campeaba la esclavitud, y bien financiado por ellos, arribó a mediados de junio de 1855 a El Realejo, Nicaragua, no muy lejos de León. En el bergantín Vesta lo acompañaban unos 60 mercenarios para, supuestamente, actuar como una falange o escuadra, en apoyo del ejército liberal, contra el gobierno conservador de Fruto Chamorro.

A partir de entonces, los acontecimientos políticos y bélicos evolucionaron tan rápido en favor suyo, que empezó a acumular poder, a realizar pactos oportunistas y a eliminar rivales clave, al punto de que escaló a jefe del ejército, puesto desde el cual manipulaba a su antojo al presidente Patricio Rivas. Tal fue su éxito, que en julio de 1856 se convertiría nada menos que en presidente de Nicaragua.

Me he demorado haciendo esta explicación, para contextualizar mejor lo que sucedió aquí en Sardinal y en otros puntos geográficos. Porque, en la visión de Walker, Nicaragua era apenas la vía de entrada a Centroamérica. Su premeditado plan estaba claramente plasmado en la franja blanca de la bandera nicaragüense, donde se leía la consigna “Five or none”, así en inglés. Es decir, «Todas o ninguna», como para hacer «mesa gallega». Y Costa Rica era la segunda en su lista.

Con astucia, a mediados de febrero de 1856 envió a su emisario Louis Schlessinger para que debatiera con nuestro gobierno la pertenencia de Guanacaste a Nicaragua. Pero don Juanito Mora, más sagaz, no se tragó el anzuelo. Más bien, enterado de que dicho emisario llegaría a Puntarenas, ordenó que lo expulsaran de inmediato. Y esa fue la gota que derramó el vaso. Al regresar Schlessinger a Granada, donde Walker [newspic]tenía su cuartel, éste exclamó ante sus tropas: «Les enviamos la rama de olivo y nos devolvieron el cuchillo. Bien está. Les daremos guerra a muerte y les hundiremos el cuchillo hasta la empuñadura». Es decir, nos declaró la guerra.

Enterado de esto nuestro gobierno, el 1º de marzo don Juanito convocó a su pueblo, diciendo: «Compatriotas: ¡A las armas! Ha llegado el momento que os anuncié». Y de inmediato se empezó a movilizar al ejército convencional, a la vez que desde los cuarteles sonaban los clarines y los tambores reclutando voluntarios. Tanto caló el fervor patrio, que al final sobró gente.

En la madrugada del 4 de marzo, tras recibir la víspera la bendición del obispo Anselmo Llorente y Lafuente, el grueso del ejército partió de San José. Durante la travesía, se le sumarían los regimientos de Heredia y Alajuela, para conformar así el Ejército Expedicionario, que atravesó los Montes del Aguacate hasta Puntarenas. Como la invasión filibustera no ocurrió ahí -como se suponía-, se decidió entonces continuar hasta Guanacaste; un grupo viajó por tierra, y otro cruzó en barcos o en botes el golfo de Nicoya y remontó el río Tempisque, hasta converger todos en Liberia.

No voy a relatar los pormenores de lo ocurrido ahí, pues no atañe directamente a lo que celebramos hoy aquí. Pero sí es ineludible remarcar que el 20 de marzo por la tarde, día de Jueves Santo, en apenas 14 minutos se desplomó el ejército filibustero en la hacienda Santa Rosa, ante la furia de nuestros combatientes, que dispararon con dos cañoncitos de montaña, numerosos fusiles Minié y otros de chispa, pero también blandieron filosas bayonetas, sables y machetes en luchas cuerpo a cuerpo. ¡Los expulsamos del territorio nacional! El tristemente célebre Schlessinger, jefe del ejército invasor, fue de los primeros en huir hacia Nicaragua, donde no le iría nada bien con su jefe Walker.

Es oportuno hacer una aclaración aquí. Y es que, aunque nuestro ejército andaba por Guanacaste y, tras la huida de los filibusteros, los perseguiría en territorio nicaragüense, don Juanito y los miembros del Estado Mayor de ejército temían una trampa de parte del enemigo.

En su valoración de los hechos y las circunstancias, preveían que, aprovechando que  nuestro ejército estaba concentrado en el Pacífico, un contingente del ejército filibustero podría robarnos la vuelta y penetrar a Costa Rica por Sarapiquí, donde todo cuanto nos protegía eran dos destacamentos, cada uno de apenas 25 hombres malcomidos y andrajosos, uno en Muelle y el otro en Cariblanco, a cargo de los capitanes Francisco González Brenes y Pedro Porras Bolandi, respectivamente.

Es decir, con los buenos navíos que tenían, los filibusteros podían navegar fácilmente por el río Sarapiquí, desde La Trinidad -que era territorio nuestro ya invadido por ellos- hasta Muelle, aniquilar a la pequeña tropa estacionada ahí, y después desplazarse hasta Cariblanco y derrotar ahí a los otros 25. Y, ya sin obstáculos, avanzar por la ruta montañosa hasta el Paso de El Desengaño, en la cordillera, y tomar Alajuela, Heredia y San José, las tres principales ciudades del Valle Central.

En respuesta a esta posibilidad, nada descabellada, había que tomar acciones. Y fue cuando, aún sin haber llegado a Puntarenas en marzo, ya don Juanito y sus colaboradores inmediatos, tomaron una sabia y prudente decisión: conformar una tropa de 100 hombres, pero no para enfrentarse al enemigo -pues hubiera sido suicida-, sino tan solo para vigilar el río Sarapiquí. O sea, era una medida de carácter preventivo, para cuidarnos las espaldas, pero intervenir solo en caso de que fuera inevitable hacerlo.

Por tanto, se resolvió que a los 50 milicianos que ya residían en Sarapiquí, se les sumara una fuerza de otros 50, todos alajuelenses, pues eran los más familiarizados con tan difícil zona. Y se designó como jefe de la expedición al general Florentino Alfaro Zamora, de vasta experiencia militar y por entonces gobernador de Alajuela, a quien secundaba el teniente coronel Rafael Orozco Rojas.

Se ignora la fecha exacta en que los alajuelenses partieron de su ciudad, así como cuándo arribaron a Cariblanco y a Muelle, para acometer su misión a lo largo del río Sarapiquí, hasta su desembocadura en el San Juan, en La Trinidad.

Lo cierto es que, ya en Muelle, pudieron haber construido balsas y botes rústicos, pero optaron por no hacerlo y, más bien, abrieron una picada o trocha paralela al río. Esto quizás era más laborioso y penoso, pues había que volar cuchillo por unos 50 kilómetros, pero les permitiría pasar desapercibidos entre la tupida montaña que bordeaba el río.

En efecto, cuchillo en mano la tropa empezó a avanzar lentamente -quizás alternándose en cuadrillas-, para cortar bejucos, ramas, arbustos y árboles pequeños, así como troncos que entorpecían el paso. Y un día como hoy, 10 de abril, ya habían llegado aquí, a la desembocadura del río Sardinal, después de recorrer unos 20 kilómetros, es decir, casi la mitad de la ruta. Pero, lamentablemente, alguien los vio y fue con la noticia donde John M. Baldwin, comandante de una tropa filibustera que estaba acantonada en La Trinidad.

Enterado de la ubicación exacta de nuestros compatriotas, Baldwin trazó una estrategia bien concebida. Como él si tenía botes, envió cuatro grandes y dos pequeños, tripulados por más de 100 hombres, pero dividió su batallón para atacar a los nuestros por dos flancos, formando una especie de pinza. Para ello, hizo desembarcar a una columna poco antes de Sardinal, de manera sigilosa, mientras que el resto del grupo se mantenía en los botes.

Antes de continuar este relato, es oportuna la siguiente aclaración. Al tratar de reconstruir -con base en relatos de la época y en un reconocimiento del terreno-, lo que sucedió ese día, resulta claro que Sardinal era muy diferente de lo que es hoy. Por ejemplo, esta loma en que hoy estamos, y donde se erige el hito histórico de esa batalla, no estaba tan cerca de la ribera del río, por lo que el combate no ocurrió aquí.

Es bien sabido que, con los años, las aguas del río Sarapiquí han ido erosionando las riberas y, al hacer esto, en este punto desapareció un pequeño estero que había al lado izquierdo del río Sardinal. Las evidencias sugieren que la pérdida de ese estero y la erosión posterior de la ribera, hicieron que la desembocadura del río Sardinal hoy esté más adentro de lo que estaba antes.

En fin, lo cierto es que era en ese estero donde estaba nuestra tropa, quizás unas cuadrillas trabajando mientras otras reponían fuerzas, se bañaban o desayunaban, cuando a las ocho de la mañana se percataron de que tenían al enemigo encima.

La columna que venía por tierra fue la primera que empezó a percutir sus fusiles, no solo para matar a algunos combatientes desprevenidos e inermes, sino también para que los nuestros pusieran las miras sobre ellos, y así los filibusteros que venía en los botes pudieran desembarcar del otro lado del estero y, ya en tierra, empezar a disparar. Hecho esto, quedaba cerrada la pinza, con el plan de aniquilar a toda nuestra tropa a fuego cruzado.

En un parte de la batalla, el teniente coronel Orozco se lamentaba de sentir cierta impotencia al ver que desembarcaban, «porque desgraciadamente el Estero de Sardinal, que nos separaba de una parte de ellos, nos impedía entablar lucha con otra arma». O sea, los nuestros hubieran deseado tenerlos más cerca, para luchar cuerpo a cuerpo y matarlos con las bayonetas de sus fusiles o los mismos cuchillos que tan útiles habían sido para abrirse paso entre las montañas sarapiqueñas.

En medio de tan sorpresivo y fulminante ataque, cualquiera pensaría que estábamos liquidados. Deben haber sido minutos desesperantes. Pero en tan agobiantes y duros momentos emergió la bravura de quien defiende a su patria como a su propia madre, y no duda en dar su vida por lograrlo. Y fue así como tras una hora de nutrido fuego, como saldo quedaron al menos 29 filibusteros muertos, hundido uno de sus botes, y Baldwin escapó con el resto hacia río San Juan. Es decir, al igual que el 20 de marzo en Santa Rosa, ¡los expulsábamos de nuevo de Costa Rica!

Por fortuna, en nuestras filas hubo apenas tres muertos y siete heridos. Aquí cayó el combatiente Salvador Alvarado, y también desaparecieron Salvador Sibaja y Joaquín Solís, de modo que sus restos quedaron incorporados en un terreno que quizás ya el río arrastró. Los heridos fueron Manuel Arias, Manuel María Rojas, Manuel Cabezas, Manuel Morera, Joaquín Arley, Desiderio Quesada y el general Florentino Alfaro.

El caso de Alfaro fue especialmente serio, pues recibió uno o más balazos en la parte superior del brazo derecho cuando apenas empezaba la reyerta, por lo que se vio imposibilitado para combatir, y tampoco pudo mantenerse al frente de la tropa y orientarla acerca de cómo contraatacar al enemigo.

Hoy, 159 años después, y en este mismo sitio, debemos reivindicar la valentía y la visión de su lugarteniente Rafael Orozco Rojas, quien debió relevarlo de urgencia, y lo hizo con la heroicidad y la solvencia profesional que las circunstancias demandaban.

En memoria y honor suyo, así como de quienes combatieron ese día, pido un minuto de silencio.

De esta manera, reafirmamos nuestra gratitud patriótica, para dar mayor sentido a la leyenda inscrita en la placa conmemorativa de este hito histórico de la Ruta de los Héroes, que reza: «En recuerdo de los costarricenses que en este lugar detuvieron el avance filibustero en el suelo patrio».

Corajudos y generosos hombres como esos, eran de la misma estirpe de los que combatieron en Rivas al día siguiente, y lo habían hecho en Santa Rosa tres semanas antes. Y, también de los que, sin amilanarse por el temor al cólera y a la pólvora, en diciembre de 1856 volverían a los frentes de batalla, para acabar con Walker y su horda de mercenarios y malhechores. De los mismos que el 22 de diciembre, en este mismo territorio sarapiqueño, expulsarían por tercera vez al filibustero invasor, en la impecable y definitoria batalla de La Trinidad.

Por eso es tan significativo y hermoso que la Municipalidad local y el Ministerio de Educación Pública, hayan logrado que el 10 de abril fuera declarado el Día de la Identidad Sarapiqueña y que lo empecemos a celebrar justamente hoy.

Aunque es preciso acotar que, de alguna manera, es también un Día de la Identidad Costarricense. Porque, en gran parte, en estos parajes ribereños se gestó la victoria sobre quienes, embriagados con la inicua doctrina del destino manifiesto, se proponían exactamente eliminar de la faz de la tierra a una raza híbrida y única, mezcla de indígena, negro y español. Una raza que invoca y venera a varios dioses, pero que es hija de una sola naturaleza: viva en sus trepidaciones telúricas, poderosa en el retumbo de sus volcanes, exuberante en sus masas boscosas colmadas de maravillas biológicas, grávida en los caudales que corren por sus caprichosas cuencas, como la de este bello y cómplice río Sarapiquí.

Eso somos. Aquí estamos. Y aquí seguiremos, nosotros o quienes nos sucedan, orgullosos de nuestra singular e irrepetible raza. Esa, la misma que engendró a combatientes que, cuando la Madre Patria encaró tan graves peligros, valientes y recios corrieron a defenderla.

Luko Hilje Q. (luko@ice.co.cr)

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