“La civilización no suprime la barbarie, la perfecciona”. La validez de esa frase lapidaria de Voltaire, parece confirmarse intermitentemente, cuando el ser humano se convierte en una alimaña sanguinaria, viciosa y perversa, como sucedió hace cien años, cuando se perpetró la degollina más cruel, sanguinaria y feroz de nuestra época. La víctima fue la nación armenia.
Los verdugos fueron un puñado de gobernantes turcos, mentalmente enfermos de un nacionalismo dantesco y un patrioterismo diabólico. El pueblo armenio fue uno de los más cultos, inteligentes y civilizados, el cual había sufrido durante siglos el flagelo de las vejaciones, la represión, la persecución y crueles sufrimientos soportados, durante muchos siglos, con un estoicismo espartano.
Sufrió la opresión de los persas, las invasiones de los mongoles, la rusificación de los zares y los martirios dantescos que le infligieron a ese pueblo minoritario pero indomable, noble e inteligente, por la simple osadía de resistirse, con valor y dignidad, a la denigrante sumisión que se les impuso contra su voluntad.
Las grandes potencias europeas le impusieron a Turquía el Tratado de Berlín de 1878, con la obligación de respetar la vida, el patrimonio y la dignidad de la pequeña nación armenia, que vivía insertada, como una etnia minoritaria, en su vasto territorio. Bien intencionado pero funesto por sus consecuencias, fue resentido por los nacionalistas turcos, orgullosos de su imperio, como una humillante imposición que pisoteaba su soberanía.
Ese diktat atizó más aún la hoguera de la xenofobia fanática que culminó en violentas masacres, entre 1894 y 1896, en las que trescientos mil armenios, niños, mujeres, jóvenes, hombres y ancianos fueron vilmente exterminados. Esa cobarde degollina engendró, a su vez, el Dachnak, el partido político armenio, así como brotes de guerrillas armenias en las elevadas montañas al este de Turquía, lo que sirvió de pretexto a sus verdugos para multiplicar las atrocidades. Pero el mundo nunca se enteró de estas viles degollinas.
La fatalidad de ese pueblo de mártires quedó sellada, en 1914, con el triunfo del partido Ittihad, – Patria y Progreso – y, con la declaración de guerra a Rusia, su enemigo tradicional, así como a Francia e Inglaterra, para liberarse de la tutela y de la deuda contraída con estas potencias. El Ittihad representaba, a su vez, al Comité de los Jóvenes Turcos, un movimiento panturco rabiosamente ultranacionalista, fanatizado por un chovinismo extremista, delirante, agresivo, arrogante, xenofóbico y expansionista, dirigido por dos siniestros sicarios: Talaat Bey, Ministro del Interior, y Enver Pacha, Ministro de Guerra.
Ambos dictaron la orden monstruosa del genocidio, es decir, el exterminio total de la nación armenia en el seno del imperio otomano, por considerarla un obstáculo al expansionismo panturco. Cuando los armenios en Rusia se negaron a sublevarse contra el zar, a cambio de la promesa de convertirse en un estado tapón entre Rusia y Turquía, estos verdugos ordenaron el inicio de la djihad, la guerra santa contra los infieles y la «solución final» de aquel pueblo indefenso.
Con la Gran Guerra de 1914-1918, en la que los turcos se enfrentaron a los rusos, la tragedia se agravó, ya que los armenios residían en ambos lados de la frontera. Los dos millones cien mil armenios en Turquía tuvieron que escoger entre enfrentarse en una guerra fratricida al millón setecientos mil hermanos armenios en el otro lado de la frontera, en Rusia, en donde eran más respetados, o ser considerados como traidores por los turcos. A regañadientes, los líderes armenios juraron lealtad a los turcos y un cuarto de millón de jóvenes armenios se integraron en las fuerzas armadas turcas, aunque simpatizaban con los rusos, sabiendo que, en cualquier caso, terminarían convirtiéndose en los chivos expiatorios del bando que resultara vencedor.
Al comenzar la guerra, los rusos lanzaron una ofensiva inicial, cuyo éxito fue celebrado con un júbilo poco disimulado por los armenios de Turquía. Los turcos contraatacaron, pero sufrieron una aparatosa derrota en Sarikamiş, provocada por la ineptitud del alto mando otomán. Pero los agitadores recibieron el fatídico mandato de Talaat Bey y Enver Pacha de atribuirle la responsabilidad de aquel fracaso militar a los armenios, acusándolos calumniosamente de ser espías, desertores, colaboracionistas, quintacolumnistas, saboteadores y traidores, para convertirlos, así, en sus víctimas propiciatorias y saciar contra ellos toda la ira popular por aquellas humillantes derrotas, en una burda catarsis colectiva.
Después de un ataque a soldados turcos por la violación de unas jóvenes armenias, se formó un nuevo foco de resistencia guerrillera en las montañas de Amanus, cuyos miembros estaban dispuestos a vender caro el pellejo. Mientras una ola de refugiados logró sobrevivir, huyendo hacia el Transcáucaso, protegidos por los rusos, los turcos desataron un círculo infernal de provocaciones para suscitar la rebelión de sus víctimas y justificar, así, las sanguinarias masacres en la provincia de Van y en el valle de Tchorok. Pero el mundo nunca se enteró de ese dantesco genocidio.
Se inició, entonces, el exterminio sistemático de toda la nación armenia, convertida, colectivamente y con la mayor perversidad, en cabeza de turco. Su punto de partida fue el arresto arbitrario de notables, dirigentes e intelectuales en Estambul, en abril de 1915, hace un siglo. A continuación, en lugar del tradicional pogromo, en todas las aldeas se procedió a una degollina de todos los hombres mayores de dieciocho años, vilmente ejecutados con sables, hachas, sierras o armas de fuego. Sin embargo, todos ellos tuvieron una suerte envidiable, comparada con el destino que les depararon a sus familias.
La segunda etapa de esa descomunal orgía de sangre consistió en el simulacro de colosales deportaciones del resto de la población armenia en escalas masivas, convertidas en monstruosas, extenuantes y macabras marchas hacia una muerte lenta y cruel. Se esgrimió una ley provisional de expulsión de sospechosos, para justificar el éxodo ruin de los sobrevivientes de aquella sanguinaria carnicería de niños, doncellas, mujeres y ancianos, expulsados precipitadamente de sus hogares y sus aldeas, en una grotesca diáspora que culminaría en un patíbulo colectivo. Pero el mundo nunca se enteró de ese perverso genocidio.
Mientras sus hogares eran confiscados, un millón quinientos mil armenios se extinguieron en eternas marchas forzadas, sin alimentos, ni descanso, por caminos candentes y polvorientos hacia campamentos para refugiados que no existían y sin otro destino que un exterminio siniestro. Se arrastraron cargando unos pocos bártulos, que solo sirvieron para convertirlos en las víctimas del pillaje de salteadores nómadas y de la rapiña de los kurdos. Estos vándalos sin entrañas raptaban, además, a las indefensas doncellas para violarlas y venderlas en serrallos o en prostíbulos, a la vez que secuestraban a los párvulos para subastarlos en los mercados
Los sobrevivientes de esos macabros cortejos, a los que era vedado conceder ninguna ayuda, avanzaban en su fúnebre marcha hacia un horrible éxodo, que consistía en la inexistencia de destino alguno, arrastrándose como náufragos que quedaban abandonados en el camino. Aquellos desfiles inhumanos de mártires harapientos, famélicos y vejados por sus verdugos, solo concluían cuando sucumbían mortalmente las últimas víctimas en aquellos gólgotas, por el agotamiento, el tifus, el cólera, la tifoidea, el hambre, el suicidio o las degollinas demenciales que les deparaban finalmente los zaptiés, los siniestros gendarmes de escolta, hastiados ya de prolongar aquellas agonías. Pero el mundo nunca se enteró de ese dantesco genocidio.
Las últimas víctimas de aquel grotesco simulacro de deportación masiva de los armenios de Anatolia, en macabras caravanas de la muerte terminaban pereciendo de insolación, hambre y sed en los desiertos candentes de Maraté y de Suvar, transformados en calvarios demenciales. Otros culminaron su agonía acorralados en grutas, víctimas de mutilaciones y atrocidades sexuales o incinerados con petróleo y convertidos en antorchas. Mientras tanto, otros mártires eran precipitados en los desfiladeros de Kemakh Bogas o en las aguas del Éufrates por sus despiadados sicarios o eran devorados por las famélicas alimañas del desierto.
Los depravados verdugos de esas marchas forzadas también solían practicar su puntería, disparando contra los deportados o los lanzaban atados desde las peñas. Testigos alemanes ‒aliados de los turcos– aseguraron haber hallado manos cortadas de niños, en el camino de Alep a Mosul. En el hospital alemán de Urfa acogieron a una niña armenia con las dos manos cercenadas. Otros testigos atestiguaron cómo, en Alep, otra párvula de catorce años fue violada tantas veces por tantos soldados, en una sola noche, que sucumbió en una demencia sin retorno. Pero el mundo nunca se enteró de ese infernal genocidio.
Los armenios del oeste tuvieron la suerte de ser tratados más humanitariamente, ya que fueron deportados cómodamente en ferrocarril. Pero, súbitamente, este se detuvo y fueron abandonados, sin víveres, en la mitad del camino hacia Alep. Allí morían de hambre, sed e inanición en un calvario horripilante. A pesar de que los aliados de los turcos ‒los alemanes y los austríacos‒ intervinieron para detener aquella ordalía de xenofobia demencial, fracasaron, impotentes ante la primera y la más perversa matanza del siglo veinte que, a su vez, se convirtió en el paradigma del stalinismo y del hitlerismo.
En esa degollina de horca y cuchillo, se exterminó a un millón y medio de niños, jóvenes, mujeres, ancianos y varones, sin que nadie lamentara, impidiera o denunciara esa orgía de sangre. Pero el mundo nunca se enteró de ese sangriento genocidio, denominado elocuentemente como “El Crimen del Silencio”, porque esos mártires sin tumba no tuvieron acceso a medios de divulgación que, con la complicidad de su mutismo, contribuyeron a convertir al siglo XX en el más monstruoso, perverso y demencial, confirmando que la civilización, en lugar de suprimir la barbarie, la perfecciona.
(*) Rodrigo Madrigal Montealegre es politólogo