La crisis de la deuda externa de 1982 significó el fin del modelo de sustitución de importaciones en América Latina y el tránsito hacia el modelo neoliberal (MN). Aunque el neoliberalismo se instauró en los años setenta en los países del Cono Sur con el ascenso de las dictaduras militares, se generalizó en la región cuando México y después otras naciones, se declararon incapaces de cubrir el servicio de sus deudas, se sometieron a las directrices del Fondo Monetario Internacional (FMI) y los bancos trasnacionales acreedores cerraron la llave del crédito.
Hasta 1982, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, salvo las dictaduras del Cono Sur, se habían resistido a abandonar sus modelos de desarrollo orientados al mercado interno. Aunque los sistemas productivos se habían transnacionalizado desde finales de los años sesenta –lo que significó una importante reconfiguración del “bloque en el poder”-, la mayoría de sus gobiernos seguían adheridos al patrón de acumulación sustitutivo de importaciones. Como afirma Dalto refiriéndose a la política económica de los gobiernos militares de Brasil, “a pesar de los pronunciamientos amistosos al libre mercado, esas reformas de hecho estrecharon el control del gobierno sobre la economía, de la misma manera que lo había hecho el anterior modelo. Sin embargo, contrariamente el molde más nacionalista del modelo de desarrollo previo, las reformas de los hacedores de política de los militares trajeron la economía brasileña más cerca de los movimientos del capital financiero” (Dalto, 2007: 82).
La “gran crisis” que afectó al conjunto del sistema capitalista desde finales de los años sesenta, trató de ser contrarrestada en los países de mayor desarrollo relativo de América Latina, mediante la intensificación de la intervención estatal de la economía y el endeudamiento externo. Los gobiernos y las grandes corporaciones privadas se integraron al circuito del endeudamiento internacional, alimentado con la creación y expansión del mercado del eurodólar. La estrategia de desarrollo viró hacia el neoliberalismo. Comenzaron a aplicarse en la región, políticas monetarias y fiscales restrictivas. El cierre del crédito externo por parte de los bancos transnacionales y la necesidad de cubrir el servicio de las deudas bajo el esquema ortodoxo impuesto por el FMI y aceptado gustosamente por las elites internas, provocó el estancamiento económico (la famosa década perdida de los ochenta), y obligó a reorientar los sistemas productivos hacia el mercado exterior para conseguir, mediante exportaciones, las divisas que antes se obtenían de los bancos transnacionales.
El fracaso del ajuste ortodoxo (1983-1989), la esterilidad de este esquema para generar crecimiento económico y al mismo tiempo pagar el servicio de la deuda externa, así como su incapacidad para controlar la inflación, obligaron a replantear la estrategia y a buscar fórmulas que permitieran controlar la inflación –ahora inercial-, reanudar el crecimiento económico y reabrir el acceso a los mercados internacionales de capital.
Sin abandonar el núcleo duro de las políticas neoliberales (la restricción monetaria y el déficit financiero cero en las finanzas públicas), la nueva fórmula–el Consenso de Washington – consistió en aplicar programas de estabilización “heterodoxos”, basados en políticas de ingresos y en el uso del tipo de cambio como ancla de la inflación; en renegociar la deuda externa bajo los parámetros del Plan Brady, el cual consistió en una reducción poco significativa del principal y de los intereses, así como una reconversión de la deuda pendiente en bonos que se venderían en el mercado secundario; y la “joya de la corona”: la apertura de la cuenta de capitales, con lo que América Latina se incorporó de lleno a la globalización financiera impulsada por el capital monopolista-financiero de los centros, principalmente anglosajón.
Así México y Brasil, pero también Argentina con Menem, como otros países de la región, se dedicaron a aplicar las políticas del Consenso de Washington, como si fuera un libreto diseñado para todos. En México, Salinas de Gortari (1988-1994)implementó el Pacto de Solidaridad Económica, plan de estabilización basado en el control de precios y salarios y en la utilización del tipo de cambio como ancla antiinflacionaria, lo que permitió disminuir la inflación de tres dígitos a un solo dígito; ya como Presidente, Salinas fue el primero en la región en firmar el Plan Brady y decretar la apertura de la cuenta de capitales; además, aceleró y profundizó un amplio programa de privatizaciones de empresas estatales.
En 1994 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN), por medio del cual México institucionalizó la reforma neoliberal y aherrojó la economía mexicana al curso de la economía estadounidense. Brasil siguió el mismo camino de México, ya con gobiernos civiles en el poder. Las medidas adoptadas se ajustaron plenamente a los parámetros del Consenso de Washington.
En 1984 en Brasil el gobierno de J. Sarney (1985-1990) acordó algunas medidas liberalizadoras en materia comercial, así como el ingreso del capital de cartera externo. Sin embargo, la reforma neoliberal cobró impulsó durante la administración de Fernando Collor de Mello (1990-1992), quien acabó renunciando por corrupción. En su gestión se aceleró la desgravación arancelaria, se eliminaron prácticamente los permisos a la importación y se inició la privatización de empresas públicas. En 1994, Fernando Henrique Cardoso siendo ministro de Finanzas del gobierno interino de Itamar Franco (1992-1995), consolidó la reforma. Renegoció la deuda externa en el marco del Plan Brady y siguiendo el camino mexicano, implementó el Plan Real, basado como el plan antinflacionario mexicano, en el control del tipo de cambio y en una política de ingresos. La inflación se redujo de 42 por ciento en 1994 a 1.8 por ciento en 1998. La tarea estabilizadora fue factible por el abundante ingreso de capitales del exterior.
Ya como presidente (1995-2003) aceleró el programa de privatizaciones, que abarcaron petróleo, bancos y telecomunicaciones Durante la década de los noventa la mayoría de los países latinoamericanos consolidaron las bases del modelo neoliberal, el cual habían comenzado a instaurar en la década de los ochenta con las llamadas reformas de primera generación, asociadas al ajuste ortodoxo.
Pero fue con las reformas de segunda generación vinculadas al Consenso de Washington, que tal consolidación se alcanzó. La pieza clave de la reforma fue la apertura de la cuenta de capitales. Mediante ella cobró vigencia en nuestra región el “régimen de acumulación con dominación financiera” (RADF), que fue impulsado por el capital monopolista-financiero de los principales centros capitalistas.
Por otra parte (Guillén, 2007), ha sostenido que la reacción del capital y de su fracción dominante -el capital monopolista-financiero – ante la crisis, fue la de contrarrestar la baja en la tasa de ganancia mediante el neoliberalismo, concepto genérico en el que se anudan diferentes procesos entrelazados: una ofensiva generalizada del capital contra el trabajo y el estado del bienestar; la globalización económica y comercial, lo que implicó la liberalización de los intercambios y el impulso de acuerdos de libre comercio; la desregulación de los mercados de bienes y de los mercados financieros; la globalización financiera; y la financiarización de la economía.
Existe una relación estrecha entre el semi estancamiento que detonó la crisis de finales de los sesentas y la financiarización.
Esta significó un cambio cualitativo del régimen de acumulación vinculado al proceso de formación de la ganancia y más en particular, de la ganancia financiera -en condiciones de crisis y bajo la dominación del capital monopolista-financiero. Me parece apropiado definirla como lo propone Kripnner (2005:2) como un “patrón de acumulación en el cual la obtención de ganancias ocurre cada vez más a través de los canales financieros, y no a través del comercio y la producción de mercancías”.
Desde los años ochenta, se configuró un nuevo régimen de acumulación dominado por las Finanzas (Chesnais, 1994), el cual permitió al capital monopolista-financiero amasar grandes ganancias, pero al costo de elevar la fragilidad y la volatilidad de los sistemas financieros “internos” y del sistema monetario y financiero internacional.
Ello implicó un cambio cualitativo en la lógica de la reproducción de capital. En él, la esfera financiera predetermina, en gran medida, la esfera productiva sometiendo ésta a sus necesidades. En este régimen de acumulación son las prioridades del capital monopolista-financiero -es decir del capital que se coloca en los mercados financieros con fines especulativos-, y no las del capital colocado en la esfera productiva, las que comandan y determinan el movimiento de conjunto de la acumulación del capital.
En la actualidad prevalecen en la mayoría de los países, y sin dejar de considerar diferencias nacionales importantes, estructuras financieras complejas, en la cuales coexisten, ejerciendo diferentes funciones, las actividades tradicionales de captación de depósitos bancarios y créditos bancarios, con la intermediación financiera, la bursatilización y el financiamiento a través del mercado de obligaciones. La mayor complejidad de la estructura financiera se ve correspondida por un proceso de diversificación e innovación constante de los instrumentos financieros; a los instrumentos financieros que operan en los diferentes mercados, se agregan los instrumentos derivados. ‘
Los bancos comerciales se encuentran en la punta de la pirámide del poder financiero. Aunque han perdido penetración en los mercados tradicionales del depósito y del crédito, participan y controlan los mercados financieros principales.
América Latina no fue ajena a la financiarización. Los países de mayor desarrollo relativo de la región se convirtieron en mercados emergentes y abrieron sus mercados a los flujos privados de capital. El Consenso de Washington no sólo significó la aplicación de un decálogo de políticas neoliberales, sino que representó, ante todo, un compromiso, una alianza política entre el capital monopolista-financiero de los centros y las oligarquías internas y los gobiernos de América Latina.
Los gobiernos de Salinas de Gortari en México, Cardoso en Brasil, Menem en Argentina, Fujimori en Perú y tantos otros, fueron los artífices del modelo neoliberal. Ello implicó abandonar toda idea de proyecto nacional de desarrollo y negociar la dependencia en condiciones de mayor subordinación respecto de los centros imperiales. Ello con vistas a insertarse, de la mano de las grandes corporaciones, en la globalización neoliberal, confiados en que el fundamentalismo de mercado haría la tarea de llevar los sistemas productivos transnacionalizados a niveles superiores de eficiencia y competitividad.
El MN no resolvió los problemas que sus promotores prometían. Retrospectivamente se puede sostener que el neoliberalismo nos desvió del desarrollo–o impulsó el “mal desarrollo como le llamaba Furtado y, peor aún, nos alejó del crecimiento.
No se logró un crecimiento alto y durable, ni se instauró un sistema productivo más articulado, ni hubo progreso social. Por el contrario, el crecimiento económico se tornó raquítico; los sistemas productivos se financiarizaron, se orientaron hacia fuera y se desarticularon, generando desindustrialización, y destrucción de las economías campesinas; y crecieron como hongos el subempleo, la informalidad, la migración y la pobreza.
La estrategia de crecimiento del Consenso de Washington estaba basada en el ahorro externo, tanto por la vía de la inversión extranjera (IED) como de la captación de capital de cartera en los mercados financieros. Se suponía que tal influjo de capital externo, aparte de favorecer la modernización y competitividad del sistema productivo y del sistema financiero de los países receptores, se traduciría en un incremento de la tasa de inversión, y por ende de la productividad del trabajo, el crecimiento económico y el empleo. Tarde o temprano, ese crecimiento gotearía en forma de mayores salarios y de reducción de los niveles de pobreza,
Hoy, más de veinte años después de la instauración de esta estrategia basada en el ahorro externo, sabemos, por la experiencia vivida, que esos efectos virtuosos no se dieron, y que por el contrario, la apertura financiera distorsionó los procesos de desarrollo de los países latinoamericanos. La utilización del tipo de cambio como ancla de los precios, lograda a través del influjo de flujos externos de capital privado, permitió efectivamente romper la inercia inflacionaria, pero su costo en términos de crecimiento, empleo y desarrollo económico y social fue muy alto.
Si bien las políticas del Consenso de Washington consiguieron estabilidad de precios, generaron tendencias al semi estancamiento, primero como consecuencia del aberrante esquema de renegociación de la deuda externa que obligaba a los países sobre endeudados a generar superávit comerciales para cubrir su servicio. Después, con la apertura de la cuenta de capital.
La entrada de flujos externos de capital alentó cierta recuperación modesta y temporal del crecimiento económico, pero su lógica de operación, basada en operaciones de arbitraje sustentadas en altas tasas reales de interés y sobrevaluación de las monedas, generaron resultados mediocres en materia de crecimiento y creación de empleos, así como desindustrialización y primarización de sus estructuras productivas.
El crecimiento económico bajo el modelo neoliberal se asemeja al “vuelo de la gallina”: es corto (de escasa duración) y a ras de tierra (con tasas mediocres). Además, la apertura de la cuenta de capital, genera sobrevaluación de la moneda, desequilibrios en la balanza en cuenta corriente y sobreendeudamiento de los agentes económicos, a la vez que provoca inestabilidad y fragilidad financiera, creando, de esa forma, condiciones para la irrupción de crisis recurrentes. A causa de la movilidad irrestricta de los movimientos internacionales de capital, México experimentó la llamada “primera crisis financiera de la globalización neoliberal” en 1994-1995, y Brasil sufrió una crisis similar en 1999, vinculada de la crisis asiática de 1997-
1998 (Guillén, 2007: Capítulo VI
Es importante recordar que el crecimiento económico no constituye un fin en sí mismo. Su consecución es un prerrequisito del progreso social, pero no lo garantiza. Bajo el capitalismo, el mercado dejado a su dinámica espontánea, genera desigualdad y concentra la riqueza. La desigualdad es un fenómeno mucho más acusado en los países de la periferia, que en los centrales. Como decía Perroux (1984: 50):“La dialéctica de las estructuras opera en condiciones de desigualdad entre regiones, grupos de actividades económicas y categorías sociales. Esto se debe a la desigualdad entre los decisores y los agentes, dotados de capacidades y recursos de diverso nivel; también obedece a la variedad de los efectos impulsores y de los ámbitos donde se verifican”.
Los países subdesarrollados se caracterizan, entre otras cosas, por lo que Perroux llamó la “no cobertura de los costos del hombre” Muchos años antes que A. Sen, Perroux advirtió que el desarrollo implicaba la cobertura de lo que llamaba los costos del hombre, definidos como “los gastos fundamentales del estatuto humano de la vida para cada uno en un grupo determinado (citado por Guillén Romo, 2008)”. Estos costos abarcan la satisfacción para todos los habitantes de la tierra, de mínimos de alimentación, salud, educación, vivienda y cultura.
En una dirección similar, se manifestaba Celso Furtado. Para él, el desarrollo no era un fin en sí mismo, sino un medio para conseguir el mejoramiento económico, social y cultural de las grandes mayorías. Como intelectual formado en las ideas de la Ilustración consideraba que las sociedades evolucionan hacia su progreso. El desarrollo significaba el mejoramiento de los productores no sólo en cuanto a medios de producción, sino como sujetos de la Historia. El progreso social no podría lograrse mediante el mercado, sino solamente a través de la aplicación por parte del Estado de políticas de redistribución del ingreso, de la propia organización de los productores y de la creación y modificación de las instituciones. Para él, el desarrollo era un proceso social de cambio cultural.
Involucraba el cambio de las estructuras económicas, pero también de los valores sociales, implicaba un proceso de creatividad cultural. Según sus propias palabras: “Se puede definir el desarrollo económico como un proceso de cambio social por el cual un número creciente de necesidades humanas, preexistentes o creadas por el mismo cambio, se satisfacen a través de una diferenciación en el sistema productivo generada por la introducción de innovaciones tecnológicas
En suma, en la visión furtadiana el desarrollo no podía ser alcanzado automáticamente por la vía del mercado y del trasplante de técnicas y capitales provenientes de los centros, sino que era el resultado de un proyecto social que permitiera la transformación estructural del sistema productivo, mediante la preservación de la identidad cultural de los pueblos involucrados. El desarrollo era un proceso multidimensional que abarcaba la economía, la sociedad, la política y la cultura. Resulta comprensible, entonces, que al observar Furtado cómo Brasil y América Latina se insertaban pasivamente, a partir de la década de los ochenta, en la globalización neoliberal mediante la aplicación de políticas fundamentalistas de mercado, insistiera en la urgencia de cambiar de rumbo y de construir un nuevo proyecto nacional de desarrollo.
En otras palabras, la obtención de esos mínimos de bienestar social, que ahora son reconocidos como derechos sociales del hombre dentro de la Declaración Universal de Derechos Humanos, no es el resultado automático de la acumulación de capital, la cual dejada a la espontaneidad del mercado, genera desigualdad y concentración de la riqueza, sino una consecuencia de la lucha de clases, de la acción del Estado y de la organización gremial y política de la sociedad civil. En otros términos, el progreso social si bien reclama, como prerrequisito, un crecimiento duradero del producto nacional y de cambios cualitativos en la estructura productiva, requiere de la existencia de instituciones y de la acción organizada de los grupos sociales. La teoría del “goteo” (trickle down), es decir la idea de que el crecimiento económico redundará, tarde o temprano, en progreso social, se ha revelado como falsa, tal como lo evidencian diversas experiencias históricas.
Además, sin equidad, el crecimiento mismo se traba. Como afirma Fajnzylber:“A diferencia del crecimiento esporádico, el crecimiento sostenido exige una sociedad articulada internamente y equitativa, lo que crea condiciones propicias para un esfuerzo continuo de incorporación del progreso técnico y de elevación de la productividad y , por consiguiente, del crecimiento (Fajnzylber, 1998)”
No se trata, como lo advertían ya Perroux y Furtado de elevar los niveles de alimentación, salud y educación de la población, con el objeto único de elevar la productividad del sistema económico y acelerar la acumulación de capital, sino de desarrollar las capacidades y habilidades de la población en cuanto seres humanos. Dejar el problema en esos términos seria dar a los productores, como bien señala Boltvinik, el estatuto de ganado, en vez de satisfacer crecientemente sus necesidades humanas esenciales. Este autor distingue entre “riqueza económica” y “riqueza humana”. La primera requiere del progreso social, entendido éste como “la constitución de los presupuestos de un desarrollo irreprimido y rápido de las fuerzas esenciales humanas” (Boltvinik, 2007)
.
La segunda se refiere al desarrollo de las potencialidades humanas, libre de las ataduras que impone la alienación de las sociedades mercantiles. La eliminación de la pobreza económica se alcanza cuando existe un verdadero desarrollo y se elimina una de las características del subdesarrollo: la falta de cobertura de los “costos del hombre”. La otra dimensión, la riqueza humana reclama cambios de mayor trascendencia histórica: la instauración de un régimen socioeconómico superioral capitalismo que elimine el trabajo enajenado.
El desarrollo está indisolublemente ligado con el avance de la democracia, entendida ésta no sólo como ejercicio electoral o de respeto de derechos individuales, sino como proceso de participación, organización y empoderamiento popular. Si el desarrollo consiste esencialmente en el “desarrollo de las capacidades de la gente” y “la satisfacción creciente de sus necesidades esenciales” es difícil esperar estos cambios en un entorno político no democrático.
Resumiendo lo dicho. El desarrollo es un proceso multidimensional: técnico, económico, social, político y cultural que reclama una estrategia deliberada y la acción organizada de las instituciones y de la sociedad. El desarrollo no puede ser nunca el resultado espontáneo del mercado, pues este como afirmaba Raúl Prebisch, “carece de horizonte social y de horizonte temporal” (citado por Rodríguez, 1980: 112). El mercado ni redistribuye el ingreso ni crea estructuras productivas articuladas.
A partir de lo planteado, por desarrollo entiendo la consecución de los tres objetivos siguientes: · Un crecimiento económico alto, duradero y sustentable del ingreso por habitante. · La construcción de un sistema productivo autocentrado e integrado, es decir que cuente con una base endógena de acumulación de capital y un sistema propio de innovación científica y tecnológica. · La satisfacción de las necesidades básicas de la población en materia de alimentación, educación, salud y cultura, así como la satisfacción creciente de las necesidades humanas esenciales, lo que entraña el desarrollo y fortalecimiento de una democracia avanzada y participativa.
Alfonso J. Palacios Echeverría
Varios de los puntos claves para la existencia del Capitalismo en un país son: la inexistencia del Banco Central que cree inflación, Inexistencia de intervención estatal en la producción que la entorpece, Inexistencia de subsidios o cualquier ventaja hacia una empresa u otra que no es mas de clientilismo y corrupción, Inexistencia de Cargas Sociales que distorsionen el salario de los mas pobres y finalmente Inexistencia de Salario Mínimo que hace imposible el contratar gente para trabajos cuyo aporte al proceso productivo sea inferior al mismo. Dado que todas estas distorsiones populistas creadas con el propocito de comprar votos y ganar dinero a través de sobornos han existido siempre en América Latina, es fácil el decir que sencillamente no ha existido o existe tal cosa como un País Capitalista en América Latina y la mera verdad, lo mas cercano a un sistema capitalista en el mundo es el modelo escandinavo. Formas corrompidas del Capitalismo como el Liberalismo están destinadas al fracaso dado que el Liberalismo permite la existencia del Banco Central, argumentar que Capitalismo=Liberalismo es tan ridículo como argumental Fascismo=.Socialismo.
es gracioso culpar al neoliberalismo por el poco crecimiento en LA. cuando de los puntos del consenso de washington no se cumplieron con ninguno al 100.
se siguió por el camino del control estatal, se privatizó los monopolios estatales para crear monopolios privados para los cuates, no hubo libre mercado, no hubo reducción del edo, no hubo menores aranceles, no hubo reducción de gasto público, etc etc etc.