Luego de que Italia hubiera superado la posguerra convirtiéndose en una gran potencia industrial, se inició una época enmarcada en la última etapa de la Guerra Fría y que englobaría el periodo conocido como “los años de plomo”, una tragicomedia representada por los más grotescos intérpretes de la melodramática arena itálica. Lo vivido desde los tempranos años 70 hasta comienzos de los 90 fue una tumultuosa concatenación de hechos unos más rocambolescos que otros que erigieron el súmmum de la contraposición multidimensional de poderes, los cuales confluyeron desde fuera y dentro del bel paese como nunca antes.
Descascarando desde arriba, la Guerra Fría dio a luz la estrategia de la tensión con la clandestinidad paramilitar de la Operación Gladio y así se fue revolviendo una masa cada vez más retorcida y dilatada de intereses en donde fue creciendo la degradación política y la corrupción. En el centro, el Estado con la inamovible guía de la Democracia Cristiana y sus personajes líticos como Giulio Andreotti, el más inconmovible de sus cuadros, que pudo sostener sobre su joroba todo el cúmulo de particularismos. El resto de agrupaciones políticas aparecen orbitando, con un Partido Comunista cada vez más potente, el cual fue arrastrado por la vorágine del compromiso histórico para homogeneizar un gobierno sobrepasado por la proporcionalidad y su consiguiente multipartidismo solo efectivo mediante coaliciones, como deja claro el periodo del pentapartito.
Entremezcladas fuerzas paralelas atravesaban las instituciones y se balanceaban sobre una frontera de la legalidad cada vez más borrosa: los clanes mafiosos o la logia masónica P2 de Licio Gelli, la cual aglutinó a muchos responsables políticos, militares e industriales en la búsqueda de un semblante más autoritario para Italia.
Mientras tanto, terroristas neofascistas y de las Brigadas Rojas sembraban el país con asesinatos imposibles de resolver, ya que las falsificaciones autorales eran cotidianas, las enemistades incalculables y el indagar, un suicidio.
Enroscado en lo más oculto de toda esta maraña de ambiciones subyacía el Vaticano, y es aquí donde emerge, como chivo expiatorio no inocente, el Banco Ambrosiano con su presidente Roberto Calvi, el financista preferido del poder, que aspirando a ser el banquero de Dios, fue lavador de la mafia, testaferro de la iglesia, brazo financiero de la P2, inversor fantasma de dictadores latinoamericanos y del sindicato Solidaridad de Polonia, al mismo tiempo que investigado por el Banco de Italia y perseguido por la justicia.
Finalmente, las crisis de liquidez, los rescates y los desfalcos sacaron a la luz el entramado. Por lo tanto, con la policía siguiéndole los talones, sin la protección del ya prófugo Licio Gelli -por haber sido descubierta la logia-, y siendo deudor de la mafia mientras imploraba a una iglesia que se lavaba las manos, solo le quedó escapar, pero no había lugar en el mundo donde hubiera podido esconderse.
El agente secreto Francesco Pazienza, otro personaje estrambótico implicado en el escándalo del Ambrosiano, además de la masacre de la estación de Bolonia y el intento de asesinato de Juan Pablo II, se sabía mover mejor en las sombras, pero Calvi quedó desesperadamente expuesto y nunca nadie había tenido tantos amigos potencialmente enemigos; servicios secretos, IOR (Banco Vaticano), Camorra, Cosa Nostra, Banda della Magliana, P2 y varios políticos, de tal modo que su cadáver apareció en Londres colgado sobre el Támesis.
Calvi pagó con su vida el personificar una época embarullada y lóbrega, que se agotaría cuando cayeron los partidos dominantes por el proceso judicial de Manos Limpias, y que explotaría por los aires al mismo tiempo que los jueces Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, últimos mártires de esta película de cine negro, mezcla de una sátira melancólica de Federico Fellini con la crudeza neorrealista de Pier Paolo Passolini, alienante y onírica sociedad de culpables que solo Elio Petri podría haber engendrado.
Junto a eternos folios de juicios imposibles, la banda sonora continua de la cabecera del telediario de la RAI, que al compás de las bombas y el eco del musitar de las balas, hacía retumbar la escenografía apabullante y sórdida de esa coreografía luctuosa de políticos como Aldo Moro, periodistas como Mino Pecorelli, banqueros como Michele Sindona, generales como Carlo Alberto dalla Chiesa o jueces como Emilio Alessandrini, que lubricaron con su sangre los arcanos mecanismos de poder de ese desmesuradamente humano escenario llamado Italia.
(*) Augusto Manzanal Ciancaglini es Politólogo