La situación del desorden urbano, propiamente en el sector vial, requiere una mejora sustancial en la regulación de la Ley General de Caminos Públicos. Esta legislación es muy antigua (1972), y en ese momento histórico el legislador de nuestro país no tuvo la capacidad de tomar sanas previsiones para los cambios sociales, económicos y estructurales que nos depararía el futuro.
Las lecciones sobre nuestra idiosincrasia nos demuestran que la única forma en que se puede obligar al Estado y a la iniciativa privada a hacer las cosas bien, es a través del mandato de una Ley. Dejando a salvo la opción, siempre posible, de que una Ley sea declarada como inconstitucional, lo cierto es que contra una Ley nadie puede discutir, si acaso lo que podría hacer es negarse a cumplirla pero ateniéndose a las consecuencias que ello implica, habida cuenta de su obligado acatamiento.
Pues bien, un aspecto focal que incide en el problema del tumulto vehicular desordenado y que paraliza el flujo de tránsito, es el ancho y los elementos que conformen la calle. Resulta fundamental modificar la Ley General de Caminos Públicos para que se establezca un ancho de las calles acorde con la realidad, y esto implica que debe detallarse el ancho de la calzada, de la acera y de la cuneta, así como de los espacios de parqueo que deben permitirse a ambos lados de la vía. El artículo 4 de la Ley establece un ancho mínimo de metros pero deja de lado toda esta serie de variables fundamentales, que deben quedar bien definidas en la legislación para evitar que las Municipalidades sigan permitiendo que los desarrollos urbanos presenten vías angostas, en las que no pueden circular al mismo tiempo dos buses en ambos sentidos, y donde es recurrente ver carros parqueados donde hay línea amarilla o encima de las aceras, obstruyendo el paso de los peatones. Este tema debe quedar debidamente regulado en la Ley, para evitar que la burocracia administrativa sea la que defina tan esenciales cuestiones urbanas.
Por otra parte, si vemos la Ley General de Caminos Públicos, nos damos cuenta que se incurre en un sistema que garantiza la ineficiencia, que es la dilución de las responsabilidades. En esa Ley se entregan unas competencias a las municipalidades y otras al Estado central -a través del MOPT-, y se distinguen entre unos caminos que son competencia de los municipios y otros que son competencia del MOPT. Pero por qué debemos complicar las cosas con estas distinciones innecesarias? Algunos tecnócratas, más preocupados por defender posiciones dogmáticas que por el sentido práctico de la gestión administrativa, dirán que ello es así por la atribución que le confiere la Constitución a las municipalidades para la administración de los intereses locales (artículo 169), pero eso ya lo sabemos y aún así no debería ser un problema de constitucionalidad si existiera una configuración distinta de la Ley, sin embargo, ese es otro tema que merece un desarrollo aparte. Aquí lo que se quiere apuntar es la poca practicidad del legislador costarricense.
Es notorio que padecemos de un estancamiento en la eficiencia administrativa para la gestión urbanística, gracias a la excesiva cantidad de trámites regulatorios, de manera que crear mecanismos de distribución de competencias, como lo hace la Ley General de Caminos Públicos, para un asunto tan específico como lo son las calles del país, es sólo otra forma más de contribuir con esa ineficiencia administrativa y de paso hacerle aún más difícil al desarrollador privado el cumplimiento de los requisitos para ver realizado su proyecto, por más pequeño que éste pudiera ser. Entonces, sería conveniente modificar la Ley General de Caminos Públicos para que se suprima más de una competencia administrativa encargada del control de la iniciativa privada en el espacio urbano.
Lo cierto es que todo desarrollo privado necesariamente debe adaptarse a la red urbana, en razón de que es un espacio en el que todos interactuamos, y por tanto, todos los que deseen insertar una actividad privada en el ámbito urbano, deben adaptar esa actividad por motivos de salud y orden, mayormente, lo que en efecto requiere una labor de lo que se denomina como «actividad de policía» de la Administración.
Pero lo que nos hemos negado a entender hasta ahora y que necesitamos empezar a entender, es que la Ley debe servir como un instrumento facilitador para que esa iniciativa privada modifique positivamente el entorno urbanístico, y no a la inversa, impidiendo o desestimulando la misma. Y para que esto sea así, la Ley tiene que modificarse y debe hacerse positivamente, también.
(*) Eduardo González Segura es Juez Contencioso Administrativo
y estudiante de la Maestría de Derecho Constitucional de la UNED.
Todos los días y especialmente a ciertas horas, los ciudadanos somos víctimas de innumerables atascamientos del tránsito vehicular, y los simplistas de siempre le achacan al fenómeno la existencia de demasiados vehículos, las estrechez de calles y avenidas y la ausencia de planeamiento vial. Concuerdo con lo de la ausencia de planificación, que es consecuencia de la aceptación de las formas de gobernar un país, según los dictámenes neoliberales. Porque se considera la planificación estatal (dentro de la cual está la vial) un resabio del comunismo soviético. ¡Nada más alejado de la realidad!
Pero qué le vamos a hacer, el fanatismo político obnubila la mente de aquellos que andan siempre buscándole una razón ideológica a la falta de sentido común.
Reflexionando un poco sobre un plano de la ciudad y realizando algunas observaciones directamente en ciertos lugares, pude concluir que el problema radica en la ausencia de puentes. Aunque le parezca extraño, es la falta de puentes lo que entorpece el tránsito vehicular. Y me explico.
Si Usted analiza el plano, se dará cuenta que, por ejemplo, entre La Uruca y Tibás, existe un rio donde convergen, de cada lado, calles que perfectamente podrían estar interconectadas por un puente, permitiendo a los conductores evitarse las avenidas, pocas, poquísimas, que conectan un lado con el otro. Lo mismo sucede entre Desamparados y Zapote y Curridabat, que se encuentran separadas por otro rio, convergiendo de cada lado calles que, si se unieran por un puente, le permitiría a uno transitar de un lado al otro evitando las enormes vueltas que hay que dar para ir de un lado al otro.
Igualmente podríamos señalar otras áreas de la ciudad, como entre Pavas y Escazú, donde solamente existe un puente.
Pero allí no termina la falta de visión propia de nuestros gobernantes de siempre. Los puentes que existen son estrechos, construidos hace muchos años. Y en algunas carreteras datan de la época de Don León Cortez, como la que va de Heredia hacia el Carrizal de Alajuela, para darle un ejemplo fácil de comprobar.