Respecto al origen mismo de la esencia, tradicionalmente se han definido dos posiciones: una que sostiene que desde que nacemos ya traemos definida la nuestra (Idealismo religioso por ejemplo) y, otra, que plantea que la esencia cada quien la va adquiriendo conforme va desarrollando su existencia (Existencialismo de Sartre verbigracia). En lo personal me apunto con esta última pero creemos que, para efectos de este comentario, lo importante es tratar de determinar por qué perdemos la capacidad de ser y manifestarnos con criterios propios y pasamos, lamentablemente, a convertirnos en duplicados y simples repetidores de los prototipos que el sistema nos impone. ¿A qué se debe que suframos, incluso imperceptiblemente, esta desgraciada metamorfosis que nos degrada y convierte en simples marionetas, actoras y amplificadoras de los gestos y voces de sus manipuladores?
Para lograr expresar auténticamente lo que somos y nuestras tesis y opiniones sobre la situación integral que nos ha correspondido vivir y transformar, basta con ser libre pensadores, esto es liberados de prejuicios para analizar, con amplios criterios la realidad y descubrir, mediante el pleno empleo de nuestras máximas capacidades intelectuales y a partir de valores auténticamente humanistas y ecologistas líbremente seleccionados, la realidad objetiva, las dinámicas e intereses explícitos y ocultos que la mueven y definir criterios de tal manera que podamos entender en ella, la verdad histórica de cada tiempo y aportar nuestro esfuerzo para estimular el desarrollo de los factores que, en la misma, fomenten el desarrollo integral y plenamente justo y democrático de nuestra especie y del medio natural, en el que realiza y proyecta sus más fraternales propósitos y utopías.
¿Por qué si se escribe tan fácil y parece tan simple es tan difícil lograrlo? Porque desde antes de nuestro nacimiento mismo, de buena o mala fe, nos han impedido ser auténticos y ubicarnos donde, en consecuencia, nos corresponde. Nuestra naturaleza humana es tan sensiblemente delicada que, desde el momento mismo de nuestra concepción, el ambiente en general y , en particular, el más cercano y familiar, empieza a ejercer su influencia positiva o negativa sobre nosotros. Recordemos que este ambiente es multifacético: físico, biológico, psíquico, social, espiritual y cultural en general, ante el cual, y en particular durante nuestros primeros años, estamos bastante indefensos e, incluso, cuando logramos desarrollar nuestra capacidad de protección al respecto, estamos ya tan marcados por diversos «rasgos de personalidad» -unos evidentes y otros tan sutiles que nunca los notamos-, que liberarnos de ellos se nos hace casi imposible. Veamos rápidamente algunos ejemplos: Nos imponen un género -recordar que el sexo (femenino o masculino) lo determina la naturaleza mientras que el género (hombre o mujer) se aprende, puede ser cambiado y manipulado – y, con él, un nombre -lo justo sería que tanto el género como nuestra personalísima designación fuesen provisionales a confirmar cuando asumamos la ciudadanía-, una religión, un partido político, un equipo de fútbol, una serie de temores absurdos -a la oscuridad, a los temblores de tierra, a los rayos, a la muerte- cambiando la precaución, que es el correcto manejo inteligente de los peligros a partir de su comprensión, por el irracional miedo que nos devuelve a la superada época en que, la explicación mítica de los fenómenos naturales, nos obligaba a deificarlos y a pactar con ellos vía religión -por cierto que esto explica en buena medida el absurdo fanatismo religioso actual- para vivir con la «paz» que da la resignación.
Bosquejada con muy grandes rasgos, esta es la matriz de nuestro proceso de enajenación que nos transforma, de seres originalmente dispuestos para ser únicos, libres, creadores, transformadores de mundos de injusticia y egoísmo en paraísos de equidad y fraternidad, en calcos de miles de esclavos cuyo único destino es obedecer y entregar, hasta el agotamiento, su vital esfuerzo, para que un grupúsculo lo acumule como su riqueza personal y, reproducir con nuestra descendencia nuevas generaciones de siervos.
Recuperar nuestra digna identidad es una tarea realmente difícil por dos factores fundamentales: primero, porque muchas veces ni nos enteramos de que hemos sufrido este proceso de sustracción de nuestra propia naturaleza y su sustitución por la de un ciervo menguado más, una especie de macabra y programada conversión en zombi, realizada por el sistema económico político vigente y que, al devolvernos a la vida, nos ha convertido en sus enceguecidos e idiotizados servidores capaces de realizar las estupideces más inverosímiles, como pasar días y noches haciendo filas par ver uno de sus alienantes espectáculos -musicales, deportivos, etc.-, para comprar sus devaluadas y caducadas mercancías los «viernes negros» o, y esto es el colmo, para votar por ellos cada cuatro años, y, segundo, porque nuestros opresores se valen de todo tipo de trucos para hacernos creer que, cualquier intento de cambio real es muy peligroso pues nos puede conducir a mayor ruina, a la cárcel, a la muerte y a la condena de nuestra alma por comunistas y ateos. Además, a todas estas amenazas agregan posibilidades de «superación» y «cambio» vía esfuerzo personal y criminal competitividad individual que nos hace matarnos unos con otros con tal de «ascender» a puestos de mayor jerarquía siendo la cruel realidad, como bien lo enseñase G. T. de Lampedusa en su genial novela «El Gatopardo«, que lo que no ofrecen como oportunidad es «…que todo, cambie para que todo siga igual».
El ser humano es animal de costumbre.