Si dedicáramos unos cuantos minutos a la reflexión del cambio político experimentado en Costa Rica, deberíamos, en primer lugar, abocarnos a considerar que el derrumbe del comunismo soviético y de sus satélites europeos implicó la emergencia en esos países (y en el nuestro también) de lo que hoy llamamos la sociedad civil, por un lado, así como el retraimiento hacia los intereses privados y de un debilitamiento del bien común, que es la característica propia del resurgimiento de un liberalismo como el que conocemos actualmente.
Pero también una suerte de apatía de los ciudadanos, que contrasta con una nueva multiplicación y diversificación de las formas de la actividad humana, sustentada en el avance de la tecnología, sobre todo de las comunicaciones.
Lo que llamamos democracia en nuestro país (existen muchas formas de ella) se caracteriza porque la expresión y participación de los ciudadanos excede los canales institucionales del pasado. Se participa cada vez menos en los partidos políticos y cada vez más por medio de los movimientos auto convocados, como son las protestas, estallidos, redes sociales o en instancias que convocan a la participación para gestionar los problemas del entorno inmediato.
Durante el Siglo XX se tuvo a los partidos políticos como actores protagonistas de la división y el conflicto social. Hoy día, de forma cada vez más notoria aunque no totalmente, no son ya los partidos los que cumplen ese papel en la diferenciación política, sino más bien los distintos liderazgos sustentados en el apoyo de la opinión pública y las distintas formas de actividad de la ciudadanía.
En nuestra vida cotidiana percibimos la forma en que diversos grupos emergen ante la opinión pública para reclamar lo que consideran sus derechos, ya sean sindicatos, asociaciones, cámaras empresariales, etc., y dependiendo de los recursos económicos con que cuenten o la simpatía que despierten en los medios de comunicación masiva, permanecen más o menos tiempo como titulares de noticias.
En segundo lugar, hoy en día la actividad ciudadana aparece muchas veces signada por la negatividad, por el rechazo de determinadas decisiones, situaciones, o por el rechazo de los políticos en general. Así, es cada vez más frecuente en nuestra sociedad que los ciudadanos intervengan en las redes sociales, que participen en manifestaciones callejeras con el propósito, no de proponer una alternativa de gobierno o un programa, sino de impedir que tal o cual medida tomada por los gobernantes o legisladores siga su curso. Y este carácter negativo de la actividad ciudadana presenta el riesgo de la dificultad de construir consensos positivos.
Se está iniciando, quizá un poco tímidamente, en nuestro país una mayor participación de la ciudadanía en los asuntos locales, barriales, en la resolución de problemas cotidianos, porque nos hemos dado cuenta que la vida urbana requiere de una ciudadanía crecientemente activa, basada en el sentimiento de lo común y de la convivencia.
En nuestro concepto de democracia se dice que el poder radica del pueblo y no es de nadie al mismo tiempo. Es casi una transposición del concepto teológico del ser supremo, inasible, irreconocible, que se materializó entre los Siglos 18 y 19, y que constituye la fundamentación, por ejemplo, de la organización política norteamericana, y que está inserta en nuestra propia constitución política.
Sin embargo, nuestra democracia parece descentrada respecto de su dimensión institucional y representativa, y hay mucho más en juego en la actividad ciudadana por fuera de los partidos políticos y de los momentos electorales, por fuera de la escena política. La competencia entre partidos políticos alrededor de programas y promesas electorales, está cediendo el lugar a la competencia entre líderes que, por lo general, muestran una imagen difusa y a veces hasta contradictoria al electorado. Y de esta forma, las elecciones se han convertido en el momento de cambiar de gobernantes y no suponen ya la determinación del rumbo político del país.
La fuerte desconfianza ciudadana frente a los actores de la representación política, y en particular a lo que aparece como la clase política, nace de la conciencia de que el poder delegado a gobernantes, legisladores y en segundo término a jueces, no está a favor de la sociedad, sino al servicio de la clase política y, lo que es peor, en un momento como el actual en que el neoliberalismo ha corrompido todos los vínculos, a favor de los intereses económicos y las mafia financiera, a favor de intereses obscuros y tribales. Los representantes políticos aparecen a los ojos de la ciudadanía como una casta, como una clase separada e independizada de sus vínculos con la sociedad, y la ciudadanía reacciona de algún modo fuera de los partidos políticos.
Por otro lado, la horizontalidad y la ampliación de las posibilidades de expresión abiertas por las nuevas tecnologías de comunicación, permiten a los ciudadanos la expresión más directa, aunque vivamos en una sociedad de singularidades. ¿Será ésta la forma en que se nos presenta hoy en día la diversidad, no ya tanto como el conflicto entre grupos con proyectos e intereses opuestos, sino con el rostro de una irreductible singularidad personal?
Los partidos políticos deberían reflexionar con detenimiento sobre estos cambios que se están experimentando, que ya han dado sus primeras manifestaciones a través del rompimiento del bipartidismo como fuerzas políticas, no de su forma de pensar, con el resultado de la fragmentación de la Asamblea Legislativa y la casi imposibilidad de acuerdos en temas trascendentales.
Deberían también todos, políticos y ciudadanos, reflexionar sobre la oposición que se ha trazado entre democracia y derechos humanos, olvidándose que los derechos humanos son los generadores de la democracia, y no como hoy se entiende, suponiendo que los derechos humanos son la protección del individuo contra el poder, incluso contra el poder democrático, y sobre todo contra el poder de la mayoría.
El inventario de los cambios en nuestra sociedad democrática es muy amplio y no se trata aquí de proponer una lista exhaustiva de los mismos, sino sólo de señalar que entre nosotros hay nuevas preguntas y desafíos abiertos. Por ejemplo, ¿cómo hacer para que las nuevas formas de actividad ciudadana sean deliberativas, y no oscilen entre la pura negatividad y la mera gestión de lo cotidiano? ¿Cómo hacer que se respeten las singularidades, las diversidades, en esta incertidumbre democrática de nuestro país?
Y recordemos siempre que aferrarse a los principios de igualdad y libertad no significa aferrarse a las instituciones o los derechos que se cristalizaron en el Siglo 20, como fueron los partidos políticos, para mencionar algún ejemplo, sino que tenemos la obligación de reinventar las instituciones y los derechos, para que respondan, aquí y ahora, a una autentica legitimidad.
Y reflexionando sobre estos temas sucedió que los medios de comunicación nos avisan de un fenómeno interesante. Los representantes de la juventud Libertaria se pasan a las filas del Partido Social Cristiano, lo cual nos confirma dos cosas.
La primera, que el Partido Libertario está ya en sus últimos estertores de agonía, y esperamos que muera pronto y rápido, para cerrar este negro capítulo de la historia política de nuestro país. La segunda, que al fin el Partido Unidad Social Cristiana se desenmascara y reconoce abiertamente su vocación neoliberal, en una extraña mezcla de concepciones políticas contradictorias a su interior. Ese partido no es ya la consecuencia de la expresión del pensamiento social de la iglesia católica.
Los ciudadanos (aquellos que piensan por sí mismos, no los borregos que se dejan llevar por la demagogia) tiene ahora más claro el panorama, y poco a poco las diferencias serán mas notorias.
Vemos que en nuestro país de un lado está una izquierda que al parecer no termina de encontrar su rumbo, lo cual es sumamente triste porque los aportes del pensamiento de izquierda son realmente importantes en el desarrollo de nuestra nacionalidad. Por otro lado una derecha que cada vez se identifica más con los postulados neoliberales, constituida por Liberación Nacional y la Unidad Social Cristiana. Un medio débil y blandengue que se encuentra en el difícil proceso de aprender a gobernar. Y una constelación de pequeños partiditos cristianos (que no deberían existir, porque la Constitución Política prohíbe la existencia de partidos políticos con orientación religiosa,) y otros sin definición política clara.
Y lo peor de todo es el exceso de ofertas partidarias, que se caracterizan además por no presentar un Plan de Gobierno, con programas y proyectos claros y realistas, lo cual fortalecerá la individualidad ciudadana, confundiendo la independencia en la elección. Y es aquí donde entran las redes sociales a jugar un papel importante en la definición ciudadana.
Al parecer nos encontramos en un período de transición social y política del cual no avizoramos cuál ha de ser su punto final.
(*) Alfonso J. Palaci0s Echeverría