El tema de la modernización de las instituciones no es nuevo en el país. Y un cambio constitucional (el más grande los cambios institucionales) es la revisión, actualización y transformación de las instituciones que rigen el comportamiento del país. Teóricamente como producto de lo que eufemísticamente se llama el pacto social, pero que en realidad es promovido, realizado e implementado por aquellas fuerzas económicas y políticas que posean los medios financieros y de comunicación necesarios para influir sobre la masa ignorante que elige a los constituyentes, en los países en donde existe este mecanismo.
Históricamente este fenómeno aparece en los períodos de crisis. El instrumento que sustenta, en lo simbólico y real, son las consignas del reformismo y del cambio que utilizan los partidos políticos y los grupos de interés de toda índole, para convencer a la ciudadanía y obtener de ella su apoyo. En este sentido, la modernización de las instituciones es también una de las consignas utilizadas por los diferentes gobiernos para afrontar los problemas de la gobernabilidad. Sin embargo, o es demagogia o es ignorancia sobre el tema cuando se utiliza a la ligera.
El vínculo existente entre crisis y modernización institucional, no se establece, sin embargo, de manera a priori o por intereses puramente políticos. Al contrario, está determinado por el desbalance que existe entre el desarrollo socio-económico del país y su inmovilismo político o institucional.
La modernidad, en términos políticos, se refiere teóricamente a dos principios interrelacionados: a) la construcción del Estado a partir de un pacto social en el cual teóricamente participan todos los individuos, ya sea directamente o por medio de la representación, y b) la organización de un orden y un régimen político democrático ajustado a las normas del derecho y basado en los principios de la ciudadanía. De esta manera, mientras que lo esencial de la modernización es el desarrollo económico en el sentido técnico instrumental, lo fundamental de la modernidad es la democracia como forma de organización social y política.
La modernización económica, en términos generales y también en cierta forma a nivel teórico, se refiere al conjunto de transformaciones sociales, culturales y científicas que se dan como expresión de los grandes cambios que produce el desarrollo industrial y tecnológico. Paralelamente, la modernidad hace referencia al «proceso social de construcción de actores sociales y políticos» a partir de conceptos tales como la ciudadanía, la igualdad y la libertad. Es decir, se refiere a la configuración de individuos con capacidad de incidir en los asuntos relacionados con su propio destino y el de su colectividad. El desarrollo económico, en el sentido de la modernización, responde a las particularidades del desarrollo social, cultural y político del país.
Esto nos hace pensar de inmediato en la influencia que ejercen determinadas personas o grupos sobre el conjunto total de la sociedad, para que ésta decida a favor de los intereses que promueven y que por lo general tienen bien poco de interés colectivo, de beneficio social, sino más bien de proteger intereses personales o sectoriales específicos. Y no se arredran ante la manipulación de una constitución, ya sea en su creación como en su interpretación ( si no que lo diga la Sala Constitucional).
Es así como en la década de 1980, comenzó a consolidarse en el país una lenta transformación, tanto del modelo de desarrollo económico como de las formas y prácticas políticas. En esta década, el neoliberalismo se globalizó, es decir, empezó a aparecer como una doctrina de reestructuración global del Estado, abarcando aspectos macroeconómicos, y una modificación en los mecanismos de intermediación política entre la sociedad y el Estado.
Costa Rica, al igual que el resto de países de América Latina, se enfrentó en el decenio de 1980 a un dilema fundamental: «optar por la modernización económica aceptando la exclusión de un amplio sector de la población, o bien privilegiar la integración social so peligro de quedar al margen del desarrollo mundial». Hoy nos parece absurda la dicotomía, pues la experiencia ha demostrado que se pueden obtener ambas cosas mediante el uso equilibrado del poder.
El gobierno costarricense de entonces (caso de Oscar Arias, principalmente) intentó responder a este dilema a través del modelo neoliberal de desarrollo. Sin embargo, y en contravía de las posibilidades que se vislumbraban en el escenario de la apertura política y de la democratización del régimen, el nuevo modelo de modernización económica resultó ser una fórmula que, al igual que las anteriores, se construyó desde arriba sin considerar los costos y los efectos de marginalidad subyacentes en él. La modernización de las instituciones se redujo, en este sentido, a los principios de la eficiencia y la efectividad, es decir, a los parámetros exclusivos de la modernización administrativa, colocando en un nivel secundario la democratización del Estado, que debería ser el eje central de todo intento real de modernización institucional.
En lo económico, los cambios se dieron esencialmente en el sistema de producción de la riqueza, sobre todo con la financiarización de la economía, y en los mecanismos de reproducción social, que dan cuenta de la forma como el mercado y el Estado interviene en los procesos económicos. En este campo, lo que se evidencia es el progresivo desmonte de la intervención del Estado en la economía y la entrega al sector privado de la iniciativa y capacidad para llevar a cabo el desarrollo económico. Con el neoliberalismo económico se busca, entonces, el desmonte del carácter estatal de una serie de servicios y empresas y la primacía de las engañosas señales del mercado y sus agentes como determinantes en la asignación de recursos y como instrumento principal de la democratización.
En lo político, el cambio fundamental tiene que ver con la pérdida del perfil del Estado como el encargado de asumir la tarea de construcción de un orden democrático. Lo anterior se expresa fundamentalmente en las propuestas de recuperación de espacios para la sociedad civil a partir de dos ejes: la privatización de las funciones del Estado y, la invocación a la participación de los ciudadanos (individuos), gremios y localidades de diferente tamaño y estatuto en la definición de las políticas públicas, el control a los representantes y funcionarios estatales, la gestión de empresas y la administración de competencias en el territorio.
La política para el neoliberalismo encuentra su principio estructurante en la protección de los derechos individuales y en la primacía de lo privado sobre lo público, lo que conduce a la pérdida de toda función redistributiva por parte del Estado. Para el neoliberalismo el Estado es tan sólo el «conjunto de procesos», la máquina que permite que la acción colectiva tenga lugar.
Cuando se intenta sopesar la dinámica de la modernización económica con la de la modernización institucional en el país, analizando las posibilidades reales que existen hoy para la convergencia de los dos procesos, el estudio debe ubicarse en la evaluación comparativa entre la política general del neoliberalismo y los dos elementos centrales de la democratización institucional: la consagración del Estado de Derecho en la Constitución y la implementación del proyecto de descentralización política y administrativa que se inició a impulsar desde el gobierno de Daniel Oduber, aunque permaneció detenido posteriormente, durante los gobiernos de Carazo y Monge, y así permanece todavía.
El establecimiento de la justicia social, como elemento central en la configuración del Estado social de derecho, está estrechamente relacionado con la distribución de la riqueza y del ingreso y con el desarrollo económico. La función social del Estado involucra, pues, el problema de la democratización de la economía y del papel que éste cumple en la gestión de la misma.
En oposición a estos principios, los postulados del modelo de modernización neoliberal, subordinan el objetivo social y democrático del Estado al juego del mercado que se convierte, a partir de su libre desarrollo, en el principal asignador de recursos y de distribución del ingreso. Para el neoliberalismo es el mercado, y no el Estado, quien regula la economía. De acuerdo con esta premisa, la democratización de la economía y del país es el resultado de la participación cada vez más generalizada de la población en la actividad económica y no el fruto de la función redistributiva del Estado.
La no correlación entre los principios que nos definen como un Estado social de derecho y el perfil que el neoliberalismo da al Estado; la delicada situación laboral por la que atraviesa el país y la respuesta autoritaria de los partidos políticos tradicionales a toda manifestación contraria al proyecto económico neoliberal, expresan la desarticulación existente entre la estrategia de modernización y los procesos de democratización institucional.
Aquí reside el principal peligro al momento de convocar una nueva constituyente: que los grupos (por lo general poderosos económicamente y en control de los medios de comunicación masiva) de interés neoliberales, deseen imponer sus principios en ella, haciendo a un lado el estado social de derecho. En otras palabras, instaurar constitucionalmente la ley de la selva, y dejar de democracia solamente lo aparente.
Tzvetan Todorov, uno de los grandes intelectuales de referencia mundial, considera que los valores de la vida pública «están cada vez más debilitados» y que el neoliberalismo es uno de los peligros que acechan a la democracia. «El neoliberalismo es un peligro muy próximo porque, de momento, es la ideología de nuestros gobernantes, hay otras ideologías que se perciben que son peligrosas, pero el neoliberalismo sustituye a la democracia, con lo cual nos encontramos en un régimen que ya no corresponde a la definición de democracia», dice el historiador, filósofo o lingüística de origen búlgaro.
«La vida pública necesita valores y desde la caída del Muro de Berlín, paradójicamente, se han debilitado más los valores públicos, la doctrina neoliberal triunfante protege el poder de los individuos sin preocuparse del bien común», explica este experto en los totalitarismos europeos.
El filósofo también alerta de la evolución de la tecnología y su uso para el poder, ya que «permite la vigilancia y el control de la población con el pretexto de garantizar su seguridad. Los valores de pluralismo y moderación se ven en situación de peligro y amenazados».
Se trata, en consecuencia, de reflexionar sobre las nuevas modalidades de la explotación capitalista presentes en el capitalismo global, producto de las nuevas tendencias socioeconómicas propiciadas por el neoliberalismo y por su paquete de medidas desreguladoras y privatizadoras.
Y también de cómo estas afectan a los sectores más desfavorecidos de las sociedades. Correlativamente también se desea pensar acerca de cómo el análisis de estas nuevas formas de explotación podía ligarse a la organización de nuevas formas de respuesta y organización política.
En consecuencia, deberíamos pensar que el posible proceso constituyente debería contribuir, más allá de los indiscutibles aportes de un eventual Acuerdo Final, a ampliar y profundizar la democracia, como una condición ineludible para sentar las bases sólidas de la justicia social, a reconocer que los déficit de democracia agravan el conflicto social y que la deliberación democrática constituye el escenario más propicio para abordar los conflictos humanos. El momento histórico demandaría afirmar una idea de democracia diferente. El proceso constituyente debería aportar en la construcción de la democracia real, directa, autogestionaria y popular.
En realidad el Estado Costarricense, su institucionalidad y sus políticas han sido organizadas y diseñadas a lo largo de la vida republicana para atender y reproducir los intereses de las clases dominantes y perpetuar el orden capitalista que impera en el país. Como resultado de ello, vivimos en un país caracterizado por la exclusión política y social y la escandalosa concentración de la riqueza que produce la población.
El posible proceso constituyente para la transición hacia una nueva Costa Rica debería producir la fuerza social capaz de recuperar y reestructurar el Estado para garantizar una organización democrática y participativa real del ejercicio del poder, fortalecer la institucionalidad y posibilitar una efectiva orientación de sus políticas con el fin de propiciar las condiciones de la paz con justicia social, garantizar el bienestar y el buen vivir de la población, y superar las profundas desigualdades, la pobreza y la miseria.
Todo esto, acompañado de la correspondiente disposición de recursos de presupuesto. Para ello se hace necesaria una reestructuración democrática del Estado que deberá comprender la redefinición de los poderes públicos y de sus facultades, así como del equilibrio entre ellos, limitando el excesivo carácter presidencialista; el intervencionismo judicial (llamado también el judicialismo de la administración pública); el reconocimiento y estímulo a la participación social y popular en sus diversas modalidades, incluida su organización en la forma del Poder Popular de las comunidades urbanas y rurales, campesinas, indígenas y afrodescendientes; el fortalecimiento del proceso de descentralización hacia la mayor democracia local; el rediseño del orden jurídico-económico y la reapropiación social de la política económica;. Y de manera especial, la reforma de la rama judicial que libere a la justicia de su escandalosa politización, le devuelva su independencia como rama del poder y la convierta en presupuesto indispensable para la paz.
La reestructuración del Estado deberá acompañarse de una reforma política y electoral que regule la contienda política en equidad e igualdad de condiciones, erradique las estructuras y prácticas clientelistas, corruptas y mafiosas en el ejercicio de la política, siente las bases para recuperar la credibilidad y transparencia del sistema político y del sistema electoral. Se deberá reformar el poder electoral y garantizar la participación de las fuerzas políticas y los movimientos políticos y sociales opositores. Se tendrían que reformar los actuales mecanismos de participación política, suprimiendo sus reglamentaciones restrictivas y fortaleciendo los alcances de las iniciativas sociales y populares en esta materia, incluidas las iniciativas de carácter legislativo. Se sugiere incluso establecer la elección popular de los rectores de los organismos de control; incluyendo a la Fiscalía General y de la Defensoría del Pueblo, con base en propuestas programáticas.
Todo lo anterior no es más que ejemplos de un campo mucho más amplio y complejo de lo que se podría mencionar en este artículo. Pero lo sufrientemente serios como para ponernos a pensar. Y en el momento que nuevamente se escucha por allí algunas voces aisladas sobre la necesidad de una nueva constituyente, advertir sobre los peligros que asechan detrás de intereses disfrazados de democracia, es de suma importancia, para no caer en las garras de los intereses individuales de pequeños sectores, que lo único que desea es un Estado que puedan manipular a su antojo.
(*) Alfonso J. Palacios Echeverría
Para aquellos que andan por allí alborotando a algunos incautos sobre una propuesta de nueva constitución política, sería bueno que leyeran este artículo. Es toda una cátedra, además de una advertencia seria. No cfeo que sea el momento de algo tan trascendente.
Y cundo será el momento?
Indudablemente la derecha aspira a plasmar o elevar a nivel constitucional el modelo neoliberal que han venido instalando en el país durante los últimos 40 años. El tema que nos ocupa es Qué haremos al respecto nosotros, los de a pie.Ellos, los de la derecha, están en su derecho de aspirar a ampliar sus privilegios en contra de la mayoría del pueblo. Nosotros, el pueblo, estamos en nuestro derecho de elaborar nuestra propia propuesta de convocatoria y nuestra propia propuesta de nueva constitución, que nos haga superar la actual en sus niveles de democracia, participación, equidad, justicia, solidaridad.
jf