“La mente que se abre a una nueva idea jamás volverá a su tamaño original.” Albert Einstein.
Introducción.
El ars poetica de Ernest Hemingway (1899-1961), conocida como la teoría del iceberg, se explica ampliamente a lo largo de su novela Death in the Afternoon (Ebook, Scribner, New York, 2002). En uno de los pasajes nos dice el autor:
“Si un escritor de prosa conoce lo suficientemente bien aquello sobre lo que escribe, puede omitir cosas que sabe, y el lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrá de estas cosas una impresión tan fuerte como si el escritor las hubiese expresado. La dignidad de movimientos de un iceberg se debe a que solamente un octavo de él aparece sobre el agua.” (“If a writer of prose knows enough about what he is writing about he may omit things that he knows and the reader, if the writer is writing truly enough, will have a feeling of those things as strongly as though the writer had stated them. The dignity of movement of an ice-berg is due to only one-eighth of it being above water”).
La prosa para Ernest Hemingway es arquitectura, nunca simple decoración; por ello, las siete partes sumergidas –ésas que sólo conoce quien escribe–, son las que sostienen y dan la fuerte sensación de verosimilitud a quien lee la octava y única parte visible. A continuación pretendo poner en práctica la teoría del iceberg, porque abordaré de la manera más superficial posible los dos conceptos que dan título a este collage. Mi intención no es hacer un artículo científico, de esos que están dirigido al mundo de la Academia; mientras redacto y transcribo las bellas citas que leerás a continuación, pienso en vos y te imagino una persona llena de curiosidad por temas como el cosmopolitismo, la ‘democracia de las diferencias’ y otros que, ligeramente, saldrán a relucir. Lo haré así porque quiero creer que tu sana curiosidad no te permitirá aceptar sólo mi punto de vista y que, por eso mismo, vas a profundizar siguiendo las referencias bibliográficas que, a su vez, te llevarán a otras obras cada vez más especializadas; de manera que podrás conocer las siete partes sumergidas en el agua y formar tu propio criterio.
Para animarte en este hermoso viaje de descubrimiento, te regalo estas otras palabras de Hemingway:
“Hay ciertas cosas que no se pueden aprender rápidamente, y para aprenderlas tenemos que pagarlas muy caras, con nuestro tiempo, que es todo lo que poseemos. Estas son las cosas más sencillas y, como hace falta toda una vida humana para conocerlas, el pequeño conocimiento nuevo que cada persona extrae de la vida le resulta muy costoso y es la única herencia que puede dejar y que estará disponible del escritor que le sigue. Pero el escritor que le sigue tiene que pagar siempre cierto porcentaje de su propia experiencia para poder entender y asimilar lo que le llega por derecho de nacimiento y lo que es, a su vez, su punto de partida.” (“There are some things which cannot be learned quickly and time, which is all we have, must be paid heavily for their acquiring. They are the very simplest things and because it takes a man’s life to know them them the little new that each man gets from life is very costly and the only heritage he has to leave. Every novel which is truly written contributes to the total of knowledge which is there at the disposal of the next writer who comes, but the next writer must pay, always, a certain nominal percentage in experience to be able to understand and assimilate what is available as his birth-right and what he must, in turn, take his departure from.”)
Dicho lo anterior, quiero creer que cuando te hablo, pongamos por ejemplo, del primer capítulo de esa bella e interesantísima serie de documentales que lleva por título Cosmos: A Spacetime Odyssey, (disponible en distintos sitios de Internet y con traducción a varios idiomas), no te contentarás con disfrutar únicamente del capítulo citado, sino que el entusiasmo te llevará a observar los trece capítulos que componen la totalidad de ese extraordinario programa de divulgación científica presentado por el astrofísico Neil deGrasse Tyson, quien te llevará a recordar la vida de Giordano Bruno (1548-1600), ese astrónomo, filósofo, matemático y poeta que, antes de que existieran los telescopios, cometió el atrevimiento de afirmar que el Universo, al igual que su Dios, era infinitamente más grandioso de lo que sostenían las ideas de la época. Bruno era un amante del conocimiento, quería descubrir todas las partes del iceberg, y eso lo llevó a leer los libros prohibidos por la Iglesia; entre ellos: Sobre la naturaleza de las cosas, escrito más de mil quinientos años antes por Tito Lucrecio Caro (99 – 55 a. C.), poeta y filósofo romano que hablaba de un Universo más grande e ilimitado.
En ese mismo episodio, Neil Tyson nos cuenta que Giordano Bruno había tenido una visión que lo marcó para siempre: soñó que despertaba en un mundo encerrado dentro de un cuenco envolvente de estrellas –ése era el Cosmos de la época de Bruno– y, aunque experimentó un momento debilitante de terror, se armó de valor para correr el telón que ocultaba una realidad más grande y profunda. Giordano Bruno contó su experiencia con estas hermosas palabras:
“Abrí mis alas confiadas hacia el espacio y me elevé hacia el infinito; dejé detrás lo que otros se esforzaban por ver desde la distancia. Aquí no había arriba ni abajo, no había borde ni centro. Vi que el Sol era sólo una estrella más y las estrellas eran otros soles, todos escoltados por otras tierras como la nuestra. La revelación de esta inmensidad, fue como un enamoramiento.”
Si ya conocías esa historia, sabrás lo que sucedió después: Neil Tyson lo resume diciendo que Giordano Bruno se volvió un evangelista que predicó el evangelio del infinito a través de Europa, asumiendo que otros amantes de Dios aceptarían naturalmente esta visión más grandiosa y gloriosa de su creación, pero no fue así. Sus afirmaciones fueron consideradas una herejía: la Iglesia Católica lo excomulgó, los Calvinistas lo expulsaron de Suiza y los Luteranos de Alemania; en Inglaterra fue ridiculizado por sus pares de la Universidad de Oxford. Al final regresó a Italia, donde cayó en manos de la Inquisición. Después de ocho años de prisión, inclementes interrogatorios y torturas, el 17 de Febrero de 1600 fue condenado a morir en la hoguera. Prosigue Neil Tyson:
“Diez años después del martirio de Bruno, Galileo miró por un telescopio y supo que Bruno tuvo razón todo el tiempo. La Vía Láctea estaba compuesta por estrellas incontables invisibles a simple vista. Y algunas de esas luces en el cielo, de hecho, eran otros mundos. Bruno no era un científico. Su visión del Cosmos fue producto de la intuición afortunada, porque no tenía evidencia que la apoyara, como la mayoría de los supuestos, pudo haber resultado falso. Pero una vez la idea estuvo en el aire, les dio a otros un blanco en qué enfocarse, aunque fuera para desvirtuarla. Bruno vislumbró la vastedad del espacio, pero no tenía idea de la inmensidad impactante del tiempo…”
Comprender la inmensidad del tiempo también es fundamental para tener una mejor perspectiva de los conceptos de cosmopolitismo y democracia de las diferencias; por eso te propongo seguir un rato más con las didácticas explicaciones que se brindan en esa serie de documentales donde podemos observar, gracias a avanzadas técnicas audiovisuales, que si tuviéramos la capacidad de comprimir la Historia del Cosmos en los doce meses de un calendario, para representarlo dentro de lo que podríamos llamar “el Año Cósmico”, la Historia de la Humanidad iniciaría en el último minuto de la noche del 31 de Diciembre de ese año. Como explica Neil Tyson:
“Somos tan jóvenes, en la escala del tiempo del Universo, que no empezamos a pintar nuestras primeras pinturas sino hasta los últimos sesenta segundos del Año Cósmico; hace apenas treinta mil años. Fue entonces donde se inventó la astronomía, de hecho todos descendemos de los astrónomos. Nuestra supervivencia dependía de saber cómo leer las estrellas para predecir la llegada del Invierno y la migración de las manadas silvestres. Y luego, alrededor de hace diez mil años, empezó una revolución de la forma en que vivíamos. Nuestros ancestros aprendieron a transformar su entorno, domesticaron plantas y animales, cultivaron la tierra y se sentaron. Esto cambió todo. Por primera vez en nuestra historia tuvimos más cosas de las que podíamos cargar. Necesitábamos una forma de llevar un registro de ellas. Alrededor de catorce segundos antes de la medianoche –o hace casi seis mil años–, inventamos la escritura y no tardamos mucho en empezar a registrar algo más que fanegas de grano.
La escritura nos permitió guardar nuestros pensamientos y enviarlos mucho más lejos en el espacio y el tiempo. Las marcas diminutas en tabletas de barro se convirtieron en un medio para derrotar la mortalidad: esto sacudió al Mundo.”
Para que tengamos una mejor idea de la relatividad del tiempo, Neil Tyson continúa ofreciéndonos parámetros de comparación en términos del Año Cósmico:
“Moisés nació hace siete segundos, Buda hace seis segundos, Jesús hace cinco segundos, Mahoma hace tres segundos. No fue sino hasta hace menos de dos segundos que, para bien o para mal, las dos mitades de la tierra se descubrieron entre sí y fue sólo en el último segundo del Calendario Cósmico que empezamos a usar la ciencia para revelar los secretos y las leyes de la naturaleza. El método científico es tan poderoso que en tan sólo cuatro siglos nos ha llevado desde el primer vistazo de Galileo a otro mundo a través de un telescopio, hasta dejar nuestras huellas en la Luna. Nos permitió ver a través del espacio y del tiempo para descubrir cuándo y dónde estamos en el Cosmos.”
Esa larga transcripción de las palabras de Neil Tyson tal vez te parezca fuera de lugar, con respecto a los temas que dan título a este ensayo; sin embargo, en mi criterio, los temas de cosmopolitismo y ‘democracia de las diferencias’ se comprenden mucho mejor teniendo una amplísima perspectiva de la relatividad del tiempo y del espacio; o sea, recordando en todo momento que la Historia de la Humanidad inició hace sólo unos cuantos segundos cósmicos.
Tomando en cuenta esta escala de medición, si das un vistazo hacia el pasado, podrás observar la transitoriedad de los diferentes tipos de organización política, social y religiosa que han existido hasta ahora. Por ejemplo: la llamada Edad Media convencionalmente se ubica entre el periodo de tiempo que va del año de la caída del Imperio de Occidente, en el 476 de nuestra era; hasta el descubrimiento de América, en 1492. Pero esos diez siglos son unos poquísimos segundos en el Calendario Cósmico; y a la inmensa mayoría de personas que vivieron en esa etapa de la Historia les resultaba imposible imaginar un Universo infinito como el soñado por Giordano Bruno, y pasaron la vida entera pensando que la tierra era plana, y les resultaba difícil imaginar otras formas distintas de organización política, social o religiosa que aquélla en la que estaban inmersas.
Observemos por un momento el tema de las transformaciones religiosas. Como expone el científico y pacifista Albert Einstein (1879-1955) en su libro: Así lo veo yo (Longseller, Buenos Aires, 2005), la evolución de las religiones del temor hacia las religiones de orden moral fue, sin duda, un gran paso para la Humanidad. Sin embargo, a continuación afirma lo siguiente:
“En toda sociedad puede encontrarse otro estadio de experiencia religiosa, si bien no en estado puro. Se denomina Religiosidad Cósmica y no puede comprenderse fácilmente porque no proviene del concepto antropomórfico de Dios… Los mayores genios religiosos fueron y son admirables, por no admitir dogmas ni dioses con similitudes humanas. Por eso, no puede existir una Iglesia que se defina como cósmica, y también serán los herejes de siempre quienes se acerquen más a lo cósmico.”
Independientemente de que te considerés como una persona teísta, atea, agnóstica o panteísta; te invito a meditar sobre el planteamiento de Einstein quien, en ese mismo libro, se pregunta si los seres humanos de la Religión Cósmica pueden comunicarse entre ellos, a lo que responde:
“Mi explicación es que, para esa comunicación, están el arte y la ciencia. Ellos despiertan el sentimiento de quienes se encuentran dispuestos a recibirlo.”
Éstos y otros argumentos planteados por Einstein son desarrollados a profundidad por el filósofo del derecho Ronald Dworkin (1931-2013) en su libro Religión sin Dios (Ebook, Fondo de Cultura Económica, México, 2015), que tiene como base las Conferencias Einstein, impartidas por el mismo Dworkin en la Universidad de Berna, en Diciembre del 2011. Esta bella y esclarecedora obra –escrita por el jurista en su madurez– resulta de muy fácil lectura, pese a los ambiciosos temas abordados en los cuatro capítulos que se titulan: I. ¿Ateísmo religioso?; II El Universo; III La Libertad religiosa, y; IV Muerte e inmortalidad.
Particularmente interesantes me resultaron las secciones: ¿Cómo podría la belleza guiar la investigación?; ¿qué tipo de belleza sería?; La belleza de la inevitabilidad; y otras donde el autor reflexiona sobre la gran cantidad de puntos de encuentro que existen entre las personas ateas y teístas. Para Dworkin la religión es un concepto mucho más profundo que la idea de Dios; por eso, propone una interpretación más general del principio de libertad religiosa, consagrado por las Declaraciones de Derechos Humanos, y estima que esa libertad debe interpretarse en la actualidad como un principio más abarcador, que él denomina: derecho a la autonomía ética, que incluye tanto a las personas ateas como teístas.
A lo largo de su libro, Ronald Dworkin hace referencia al pensamiento de Albert Einstein, indicando que, a pesar de que él se declaraba ateo, también decía ser un hombre profundamente religioso; y al respecto, transcribe la siguiente cita de Einstein:
“El conocimiento de que realmente existe aquello que para nosotros es impenetrable, que se manifiesta en la sabiduría más elevada y en la belleza más refulgente que nuestras torpes facultades sólo pueden comprender en sus formas más primitivas; este conocimiento, esta sensación, se ubica en el centro de la verdadera religiosidad. En este sentido, y sólo en él, me cuento entre las filas de los hombres devotamente religiosos.”
Este científico pacifista y devotamente religioso, en los términos aquí explicados, también encontraba una estrecha relación entre los conceptos de cosmopolitismo y democracia. En su libro: Así lo veo yo, nos dice lo siguiente:
“El demócrata genuino, como el hombre religioso, no adora a su nación, según la acepción corriente de la palabra adorar.”
Y en otro punto de la citada obra, agrega:
“La democracia es mi ideal político. Cada persona debe ser respetada como tal, y simultáneamente, nadie debería ser idolatrado.”
Muy en consecuencia con esta visión del cosmopolita democrático, que no adora naciones ni personas, Albert Einstein declaró ser un “militante pacifista”. Sobre ese bello oxímoron podrás encontrar un interesante análisis en ¿Por qué la guerra? (Minúscula, Barcelona, 2001), un precioso documento histórico que contiene el intercambio epistolar que sostuvieron Sigmund Freud y Albert Einstein en el año 1932, dialogando en torno al tema de la guerra y sus causas. En la profunda y didáctica introducción titulada: La enemistad, la humanidad, las guerras; nos dice el filósofo y jurista Eligio Resta:
“Ser ‘pacifista militante’, como es sabido, es un oxímoron en el que la metáfora bélica referida a lo militar, al hecho de armarse, al combate, viene aplicada a la paz: equivale a decir ‘hacer la guerra a la guerra’. Einstein usa de manera consciente este oxímoron, no tiene miedo de la ‘mímesis’ que está siempre al acecho y que atrae el código de la paz hacia el interior del código de la guerra: al contrario, tiene la conciencia, arriesgada, de que se puede reducir el código de la guerra a la lógica de la paz. ‘Querer luchar por la paz’ supone una opción decidida, propia de quien piensa que no hay otra forma de interrumpir el círculo vicioso de la violencia y su mimética reiteración.”
De mi parte, el oxímoron “militante pacifista” me lleva de inmediato a otro pacifista, propulsor del cosmopolitismo y la democracia, quien fuera encarcelado a los ochenta y nueve años, por participar en una manifestación antinuclear. Me refiero al filósofo, matemático y escritor Bertrand Russell (1872-1970). Si ya tuviste el enorme placer de leer su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura de 1950, recordarás varias de las inquietantes cuestiones que planteó a su auditorio; entre ellas, la siguiente pregunta:
“¿Si un hombre le ofrece democracia y otro le ofrece una bolsa de grano, ¿en qué fase del hambre prefiere Usted el grano?”
¡Todo un examen de conciencia!. Su disertación completa aparece publicada en la colección: Discursos Premios Nobel (Ebook, Tomo III, Fundación Común Presencia, Bogotá, 2003). De más está decir que su detenido y metódico razonamiento es digno de completa lectura y análisis. Sin embargo, una vez más, me limitaré a extraer sólo la punta del iceberg de ése agudísimo discurso, específicamente en lo que se relaciona con el temor y las limitaciones que nos impiden abrazar el cosmopolitismo. Al respecto Bertrand Russell se expresó de la siguiente manera:
“Es normal odiar a lo que tememos, y sucede frecuentemente, aunque no siempre, que temamos a lo que odiamos. Pienso que esto puede ser tomado como la norma entre hombres primitivos, que temen tanto como desprecian todo lo que les es desconocido. Ellos tienen su propio grupo, generalmente uno muy pequeño. Y dentro del grupo, todos son amigos, a menos que haya una razón especial para la enemistad. Otros grupos son adversarios potenciales o reales; un solo miembro de ellos que se extravía por accidente será ejecutado. Una comunidad extraña en su conjunto será evitada o combatida según sean las circunstancias. Es este mecanismo primitivo lo que aún controla nuestras reacciones instintivas frente a naciones extranjeras. La persona que nunca ha viajado verá a todos los extranjeros como el salvaje ve a un hombre de otra tribu. Pero el hombre que ha viajado, o quien ha estudiado política internacional, habrá descubierto que para que su comunidad prospere, él debe, en algún grado, amalgamarse con otras comunidades.”
En ese intenso y hermoso discurso que lleva por título: ¿Qué deseos son políticamente importantes? Bertrand Russell nos ofrece paradigmas sumamente didácticos para comprender el tema del cosmopolitismo y sus obstáculos. Parafraseando sus palabras, él dice que muchas veces consideramos como enemigas a personas de otra región del mundo, hasta que tenemos que unirnos a ellas para luchar contra un enemigo común; y que si en lugar de considerar como enemigos a los seres humanos alguien pudiera convencernos de que estamos en peligro a causa de los marcianos, seguro sería más sencillo formar un frente común. Claro que la idea de este pacifista no es hacernos creer en marcianos enemigos, lo que él pretende demostrar es que así funciona la rivalidad mimética. Para Bertrand Russell:
“Todo esto, sin embargo, es sólo verdadero en tanto estemos interesados únicamente en las actitudes hacia otros seres humanos. Usted podría considerar la tierra como su enemigo porque ella produce una subsistencia avara. Podría contemplar a la Madre Naturaleza en general como su enemigo, e imaginar la vida humana como una lucha para obtener los mejores recursos de ella. Si el hombre viera la vida de esta manera, la cooperación entre la raza humana será más fácil. Y los hombres podrían ser guiados a ver la vida así, si las escuelas o los periódicos y los políticos se dedicaran a este propósito”.
El problema, según Russell, es que sucede exactamente lo contrario: lo que nos enseñan en las escuelas, se publica en los medios de comunicación, o se utiliza como discurso político, suele fomentar el patriotismo más nefasto y mezquino, capaz de exacerbar la envidia y la rivalidad mimética entre las personas y los Estados-nacionales.
Si quisieras profundizar en los temas planteados hasta ahora sería genial que buscaras los libros de René Girard (1923-2015), gran exponente de la teoría del deseo como rivalidad mimética y otras cuestiones relacionadas, entre ellas: las escaladas de violencia que conlleva esa misma rivalidad mimética. Girard también fue un gran estudioso de los mecanismos que fomentan la envidia, el fenómeno del chivo expiatorio y la relación que existe entre la violencia y lo sagrado.
Pero, volviendo al cosmopolitismo y sin necesidad de que entremos en una definición, ya habrás intuido que los ideales cosmopolitas contrastan con los del nacionalismo y el patriotismo. Por eso, en este punto, quiero introducir el libro Identidades comunitarias y democracia, (compilado por Héctor Silveira Gorski, Trotta, Madrid, 2000), del que citaré a varios de sus autores; iniciando por el perspicaz argumento que nos ofrece el filósofo del derecho Pietro Barcellona (1936-2013) en su artículo: El vaciamiento del sujeto y la regresión del racismo. Aquí sus palabras:
“El estado moderno neutraliza las diferencias internas y los vínculos de pertenencia comunitaria y proyecta hacia el exterior la instancia de la exclusión del diferente. Basta recordar que la reductio ad uno, que constituye a su vez un presupuesto del concepto moderno de estado, es expresión de una lógica de la identidad, de la homologación, que tiende a neutralizar las diferencias o, cuando menos, a convertirlas en contingentes y sin embargo igualmente reconducibles a una única medida cuantitativa. Hay algo más que un parecido de familia entre ciertas formas de totalitarismo históricamente experimentado en el Este y en el Oeste y la lógica de la identidad y de la exclusión del otro, del diferente, del extraño. No es casual que cuantos se han interrogado seriamente sobre la posibilidad de reconocer y salvaguardar el ‘ser otro del otro’ han combatido fuertemente la idea de totalidad que anida en las concepciones de la política y del estado modernos.”
La reflexión de Barcellona me parece clarísima y atinente para explicar por qué no resulta casual que grandes pacifistas democráticos de la talla de Albert Einstein y Bertrand Russell abogaron por el cosmopolitismo, frente a la concepción de los Estados-nacionales con su lógica de separación, indiferencia, exclusión y rechazo de las personas extrañas o diferentes.
Tampoco resulta casual que en 1992, juristas como Roberto Bergalli, Encarna Bodelón, Luigi Ferrajoli, Wolf Paul, Tamar Pitch, Amadeus Recasens, Eligio Resta, Stefano Rodotà, Alfonso Ruiz y Héctor Silveira, participaran en un taller de estudio celebrado en Oñati (Guipúzcoa), bajo el auspicio del Instituto Internacional de Sociología Jurídica y con la “meticulosa y gentil planeación” de Serena Barkham-Huxley.
En ese taller de estudio se discutieron los aspectos metodológicos y jurídico-políticos en torno al principio de soberanía de los Estados-nacionales. De ese enriquecedor trabajo en equipo surgió el libro: Soberanía: Un principio que se derrumba (Compilado por Roberto Bergalli y Eligio Resta, Paidós, Barcelona, 1996), en el que convergen las diferentes reflexiones de las y los participantes, en torno al tema. En la introducción, Roberto Bergalli y Eligio Resta, nos dicen:
“…la ilusión de que la soberanía pudiese ser el alma de una civitas máxima, de una comunidad de ciudadanos y que pudiera representar el viejo sueño cosmopolita de la fraternité de la Revolución francesa, parece estar en su crepúsculo según se verifica desde muchos puntos de vista. A la comunidad internacional se le oponen problemas urgentes de auto-regulación que dentro de la jaula de las viejas soberanías no pueden ser resueltos […] La soberanía se retira de los lugares centrales de la decisión y se transforma en instrumento de emancipación; deviene lugar de reivindicación de autonomías y de igualdades que permiten redescubrir lo que habría podido ser. La soberanía sobre las decisiones de pueblos enteros y, cosa más inquietante, la necesaria soberanía de cada uno sobre su propio cuerpo, ya colonizado con tecnologías impuestas por las necesidades cada vez más fuertes de protagonismo, marcan nuevos desafíos e imponen cambios de lenguaje.”
En el mismo orden de ideas a las que remite la cita anterior, tampoco te resultará casual que, precisamente en ése libro, Eligio Resta inicie su artículo: La violencia ‘soberana’, con las palabras de otro cosmopolita, democrático y pacifista, contemporáneo de Albert Einstein y Bertrand Russell. Me refiero al jurista Hans Kelsen (1881-1973), quien expresó estas categóricas palabras:
“El concepto de soberanía debe ser absolutamente superado. Éste es el gran cambio cultural que necesitamos.”
Luego, comenta Eligio Resta:
“Esta afirmación que H. Kelsen puso como conclusión de sus escritos dedicados a Das Problem der Souveränitädt (1920) es muy comprometida; no obstante, resulta ser central en el ámbito de una compleja reflexión sobre aquella civitas maxima que constituyó el nudo político del nuevo derecho internacional y también un presupuesto irrenunciable del pacifismo.
Sin la superación del dogma de la soberanía de los Estados no se podrá plantear seriamente el problema del pacifismo. Sólo por un cierto periodo de tiempo, más o menos largo, la humanidad, dice Kelsen, se dividió en Estados; pero no se ha dicho que así deba serlo por siempre. El Estado surge como un producto relativo de un tiempo histórico bien definido, el cual coincide con este tiempo convencionalmente denominado ‘modernidad’. Superar el dogma de la soberanía ha de ser en este momento la ‘tarea infinita’ que una cultura jurídico-política debe realizar esforzadamente.”
Aquí vale detenernos un instante para recordar lo expresado arriba, respecto a la joven historia de la Humanidad, en relación a la más antigua Historia del Cosmos, para no perder de vista que este tiempo que convencionalmente llamamos ‘Modernidad’ implica menos de dos segundos en la escala del Calendario Cósmico, y quienes hemos vivido bajo la organización político-social de los Estados-nación, al menos deberíamos evitar la miopía que impidió ver más allá de sus propias narices a las y los contemporáneos de Giordano Bruno. De esta manera no nos resultarán descabelladas las idea de juristas como Hans Kelsen y de las personas que, al igual que él, estamos de acuerdo con su afirmación de que la Humanidad se ha dividido en Estados sólo por un periodo de tiempo que podrá durar más o menos, pero no para siempre; tal y como sucedió con la llamada ‘Edad Media’ y con las ideas de que la Tierra, además de plana, era el centro del Universo.
¿Por qué me parece tan importante tener claro este asunto de la transitoriedad y el relativismo de las organizaciones sociales, políticas y hasta religiosas? La mayoría de mis razones las expuse en aquel collage de citas que titulé: Mi Utopía; publicado en la Revista Cultura e Diritti (Pisa University Press, Año III, Número II, 2014); así que ahora, repito, me limitaré a exponer sólo la parte de ese iceberg que concilia al cosmopolitismo con la ‘democracia de las diferencias’; o sea, a los dos temas que abordaré en los siguientes apartados.
Cosmopolitismo:
En su artículo La conquista de América y la doctrina de la soberanía exterior de los Estados (también publicado en Soberanía: Un principio que se derrumba) y, muy especialmente, en ese otro titulado: De los derechos del ciudadano a los derechos de las personas (publicado en: Identidades comunitarias y democracia), el jurista Luigi Ferrajoli sostiene que los derechos de ciudadanía –el derecho de residencia y el derecho de circulación–, deben ser extendidos a todos y cada uno de los habitantes del planeta; de manera que dejen de ser derechos reservados a la ciudadanía y pasen a ser derechos de las personas, independientemente de su lugar de nacimiento. A lo anterior, añade:
“Tomar en serio estos derechos significa hoy tener el valor de desvincularlos de la ciudadanía como ‘pertenencia’ (a una comunidad estatal determinada) y de su carácter estatal. Y desvincularlos de la ciudadanía significa reconocer el carácter supra-estatal –en los dos sentidos de su doble garantía constitucional e internacional– y por tanto tutelarlos no sólo dentro sino también frente a los estados, poniendo fin a ese gran apartheid que excluye de su disfrute a la gran mayoría de género humano contradiciendo su proclamado universalismo.”
Luigi Ferrajoli tiene claro que la cuestión de la pobreza en los países subdesarrollados no se resuelve por el simple hecho de abrir las fronteras de los llamados países privilegiados, sino, más bien: “dando soluciones en aquellos mismos países a los problemas de su desarrollo.” Pese a ello, también considera que Occidente no enfrentará con seriedad esos problemas si no empieza a sentirlos como propios, lo que no sucederá hasta que sienta la presión demográfica de las poblaciones hambrientas que están presionando sus fronteras.
Como sostiene este autor, la experiencia ha demostrado que los derechos fundamentales no caen del Cielo, sino que se afirman cuando la presión de las personas excluidas se vuelve irresistible ante las puertas de las incluidas. Además, nos recuerda el nexo que existe entre los derechos fundamentales y la paz, según queda expresado en la Declaración Universal de 1948. Para Luigi Ferrajoli:
“En la actualidad nuestra cultura ha olvidado los orígenes poco luminosos de la ilustración jurídica y de los derechos universales. Aquellos derechos –peregrinandi, migrandi, degendi– fueron proclamados como iguales y universales en abstracto aún cuando eran concretamente desiguales y asimétricos en la práctica, por ser inimaginable la emigración de indios hacia Occidente, y servían para legitimar la ocupación colonial y la guerra de conquista de mundos nuevos por parte de nuestros jóvenes estados nacionales. Hoy la situación se ha invertido. La reciprocidad y la universalidad de aquellos derechos ha sido negada. Los derechos se han convertido en derechos de ciudadanía, exclusivos y privilegiados, a partir del momento en que se trató de tomarlos en serio y de pagar su coste…”
Más adelante, en el mismo artículo, escribe estas alentadoras palabras que me animan, entre otras razones, porque creo con Fernando Birri y Eduardo Galeano, que las utopías sirven para caminar. Dice Luigi Ferrajoli:
“No niego que semejante perspectiva de universalización tiene hoy el sabor de la utopía jurídica. Pero la historia del derecho es también una historia de utopías (mejor o peor) convertidas en realidad. Ésta, en todo caso, después de la caída de los muros y después del fin de los bloques, podría ser la exigencia más importante que proviene hoy de cualquier teoría de la democracia que sea consecuente con la doctrina de los derechos fundamentales: alcanzar –sobre la base de un constitucionalismo mundial ya formalmente instaurado a través de las convenciones internacionales mencionadas, pero de momento carente de garantías –un ordenamiento que rechace finalmente la ciudadanía: suprimiéndola como status privilegiado que conlleva derechos no reconocidos a los no ciudadanos, o, al contrario, instituyendo una ciudadanía universal; y por tanto, en ambos casos, superando la dicotomía “derechos del hombre/derechos del ciudadano’ y reconociendo a todos los hombres y mujeres del mundo, exclusivamente en cuanto personas, idénticos derechos fundamentales.”
Una cita textual tan clara no amerita mayores comentarios. Lo que sí me parece importante indicar es que no todos los juristas creen que la solución a la crisis de los Estados-nacionales se encuentra en un cosmopolitismo basado en el constitucionalismo mundial al que hace referencia Luigi Ferrajoli.
A pesar de que existen varias soluciones alternativas, en vista de que estoy aplicando la teoría del iceberg de Hemingway, me limitaré a contarte que el cosmopolitismo que podríamos llamar ‘universalista’ ha recibido las críticas de quienes abogan por el ‘pluriversalismo’. Esto lo explica muy bien el jurista y filósofo Danilo Zolo, en su libro Cosmópolis perspectivas y riesgos de un gobierno mundial (Paidós, Barcelona, 2000) obra digna de lectura completa, al igual que todas las citadas; sin embargo, no será de ahí de donde extraeré los argumentos expuestos por Danilo Zolo, porque también existe una entrevista, posterior a la publicación del libro, donde el autor sintetiza muy bien sus puntos de vista con respecto al tema en cuestión (Entrevista a Danilo Zolo realizada por Pablo Rodenas Utray, en Internet, bajo el título: Universalismo y ‘Pluriversalismo’ ante el nuevo orden mundial).
En esa interesante conversación, Pablo Rodenas le pregunta al entrevistado: “¿En dónde residirían en la actualidad los peligros de un ‘cosmopolitismo’ atemperado, policéntrico, deliberativo? ¿Cuáles son los principales argumentos de su crítica actual a un ‘globalismo’ político-jurídico de aspiraciones civilizadas, razonables y equitativas? ¿Por qué esa perspectiva constructivista habría de ser antirrealista?” Y éste responde que existen dos filosofías sobre el orden internacional y mundial:
“Una que apunta a la unificación, a la homologación, a la simplificación de los universos simbólicos y de valores y que se ilusiona con que la unidad del mundo pueda, eo ipso, realizar la paz, la justicia, el progreso y la felicidad.”
Esa visión es considerada por Danilo Zolo como elemental, simplista, infantilmente teológica y monoteísta, en un sentido weberiano. Agrega que el ideal de los unificadores del planeta es el universalismo, y entre ellos cita a Kant, Kelsen, Habermas, Beck y, en general, a los llamados Western globalist para quienes la condición de la supervivencia de la humanidad sólo es posible a través de esta unificación ética y política del planeta.
Por otra parte, continúa Danilo Zolo:
“Existe otra visión del mundo que considera el pluralismo, la diferencia, la confrontación entre la diversidad, la complejidad, como un precioso patrimonio evolutivo de la experiencia humana.”
Danilo Zolo propone llamar ‘pluriversalismo’ al ideal de los defensores de la complejidad, quienes ven en el gobierno mundial el más grande peligro para las relaciones internacionales y, más adelante, agrega:
“Los partidarios de la complejidad se han opuesto al uso arbitrario de la fuerza por parte de las grandes potencias occidentales y se esfuerzan por lograr la interacción pacífica entre las diferentes civilizaciones y culturas, por defender la enseñanza del pluralismo y el relativismo de los valores, de su carácter histórico, dinámico y evolutivo, en nombre de un weberianismo ‘politeísta’ de los universos simbólicos […] Se trataría de pensar en una especie de policentrismo macroregional que reproduzca sobre el plano político y normativo la variedad de las civilizaciones y culturas continentales. Si se tiene en cuenta la parálisis de las Naciones Unidas y la actual ausencia de perspectivas de un derecho internacional que pretenda una directa eficacia ‘supranacional’, entonces es necesario abandonar toda ilusión universalista y cosmopolita y trabajar por un orden mundial que se funde sobre la tutela de la diversidad y sobre la promoción de la interacción, también normativa, entre diversas culturas continentales.”
No tengo la posibilidad de pronosticar cual de las dos filosofías expuestas por Danilo Zolo será la que se afirme en los próximos segundos o minutos de eso que Neil Tyson llama el Calendario Cósmico. Sin embargo, desde mi punto de vista, los argumentos esgrimidos por quienes defienden el ‘plurivesalismo’, la complejidad, la diversidad, la interacción pacífica entre diferentes civilizaciones, el relativismo de los valores así como su carácter histórico, dinámico y evolutivo, ofrecen perspectivas dignas de ser consideradas por quienes defienden un cosmopolitismo político-jurídico dialogante y deliberativo de aspiraciones civilizadas, equitativas, atemperadas y policéntricas.
En otras palabras, me parece que el diálogo entre ‘universalistas’ y ‘pluriversalistas’ no sólo es enriquecedor para ambas filosofías del mundo sino que, idealmente, podría ser abordado en términos parecidos a los que utilizó Ronald Dworkin en su libro Religión sin Dios, pues, en mi criterio, este autor logra demostrar que en realidad existen más puntos de convergencia que de divergencia entre ateos y teístas; partiendo, por supuesto, de una base de tolerancia y respeto hacia ambas perspectivas. Y me parece que los argumentos y la enriquecedora dialéctica entre pluriversalistas y universalistas, hará cada vez más factible la comprensión y puesta en práctica de la llamada ‘Democracia de las diferencias’ como esa ‘nueva Politeia’ que, en mi criterio, permitiría la convivencia, si no ideal, al menos más pacífica, tolerante, respetuosa y cosmopolita. Trataré de aclarar este tema en la Segunda Parte.
(*) Nuria Rodríguez Gonzalo es Abogada
Muchas gracias. Interesante y muy hermoso artículo.
Hola Lisístrata: un collage muy enriquecedor, uno de los mejores hasta el momento. ¡Y pensar que fueron los estoicos los que crearon la palabra «cosmopolita»! Anacristina
Un mundo basado en su collage, sería el fin de las
Guerras entre seres humanos. Es una panacea para el fin de la raza humana! Gracias por insistir en que lea información que me haga más rico en conocimiento!!