Las teorías políticas constituyen un modo arriesgado de pensar, puesto que no se trata de una ciencia que pretenda entender, prever y controlar los movimientos de la naturaleza, ni de una filosofía pura que busque definir el carácter del pensamiento y la realidad misma. Tampoco es simplemente histórica. El territorio político no puede, por mucho que trate, confinarse o limitarse a un catálogo de las varias formas del Estado que han existido, o a las diferentes ideas que sobre el Estado han profesado los hombres. No sólo se deben determinar hechos, sino interpretarlos, y en el sentido en que lo hagamos depende, en parte al menos, de los sentimientos personales y de la propia filosofía de la vida.
La corriente de la historia está más allá de nuestro control, y ello es esencial a nuestra naturaleza, y por ello debemos recordar siempre que todos los proyectos políticos son relativos, por más que la teoría política sea el esfuerzo mental para resolver del mejor modo la vida de los seres humanos en sociedad. No se puede llegar nunca a conclusiones finales porque el medio en que se mueve está continuamente cambiando.
En consecuencia, los límites de la teoría política están constituidos, en primer lugar, por el ambiente físico en que vivimos, la totalidad del mundo material que se encuentra en constante cambio, y en segundo, por el ambiente humano que sufre también idéntica alteración.
El Siglo XX estuvo enfrascado en mortales conflictos en los cuales el Fascismo, el Comunismo y el Capitalismo Liberal, fueron credos políticos apasionadamente defendidos y combatidos. Y por ellos conductores de los Estados de encuentranan dispuestos a ir a la guerra conduciendo a millones de persona hacia la muerte. El Siglo XXI todavía arrastra resabios de las tres corrientes, con modalidades y variaciones evidentes, que en la actualidad ponen en peligro la paz mundial.
La pregunta fundamental es: ¿es necesaria una ideología política? Porque estamos viviendo en medio de un relativismo aberrante, en el día con día sin pensar en el futuro, y en la despreocupación absoluta sobre las consecuencias de los actos que, como individuos o ciudadanos, conllevan.
“Ideología: ¡Qué palabra tan anacrónica!” Dicen los políticos de la nueva era que estamos viviendo, presos y maniatados por la superficialidad y el empirismo. “Son cadenas que atan de manos la pléyade de posibilidades”, dijeran otros más cínicos que se autodenominan “pragmáticos”. Esa es la condición de la clase política de nuestros tiempos. Ese es el lamentable estado de quienes tienen la altísima responsabilidad de encabezar las instituciones de la República.
Sin ideología, sin principios y sin convicciones, el ejercicio de la función pública deja de tener sentido, deja de ser valiosa y –sobre todo– se vuelve peligrosa para la sociedad. El poder del Estado, en manos de personas sin escrúpulos, ambiciosas y sin bases, principios o valores, es una escopeta cargada en manos de un sociópata.
Desgraciadamente, el panorama no parece tener visos de cambio. Aún y cuando hay quienes se autoproclaman “la materialización de la autoridad moral”, lo único cierto es que no son más que mercenarios de la política; cínicos acomodaticios que buscan el poder para saciar sus funestos apetitos de notoriedad y enriquecimiento personal. Mientras tanto, la acción de gobernar se queda pendiente para otros tiempos o cuando las emergencias los alcancen y los obliguen a asumir a cabalidad sus funciones.
Esta es nuestra realidad política, donde ya las ideas dejaron de ser importantes para ejercer la función pública. Sólo importa la imagen y el dinero invertido. La preparación para ello puede –o no– existir pues, a criterio de las nuevas huestes, basta el título para proclamarse experto y conocedor en cualquier tema vinculado con el ejercicio del poder, la gobernanza o la administración pública. El cargo crea inteligencia de la nada para volver genios hasta los muebles.
En esta lógica, no extrañan los movimientos ni los ungimientos venideros. No importa si militaron en la izquierda más radical o en alguno de los movimientos originados desde los más rancios conservadurismos; ya dejó de ser trascendente si fueron guerrilleros, o altos directivos en la banca transnacional, igual pueden hacerse cargo de los procesos más complejos de la administración pública, la hacienda nacional o un conflicto diplomático.
Las etiquetas de las ideologías permitían conocer hacia donde dirigirían las políticas públicas o el tipo de ejercicio gubernamental que se llevaría a cabo. Hoy pareciera más que seguro que el actuar gubernamental estará dirigido por las políticas emanadas de los organismos de comercio y financiamiento mundial. ¡Total! Es más fácil aceptar las instrucciones de los “jefes internacionales” que asumir, con responsabilidad, las funciones gubernamentales y aportar talento, inteligencia e ingenio para bien de todos.
Habiendo hecho todo lo posible para desaparición de las religiones tradicionales (que pese a todo se resisten a ser echadas por la borda) ahora le tocó el turno de las ideologías (eso de izquierda y derecha que no suena bien a nadie), que además de ser una distinción éticamente reprochable de muchas maldades contra la humanidad, tiene la desgraciada suerte de ser estéticamente censurables. En breve, según los políticos actuales las ideologías son feas.
Los expertos en imagen lo saben. Y como ha quedado patente en campañas políticas anteriores, insisten a sus pupilos que hagan caso omiso de sus lealtades argumentales y se centren en lo más candente: lo que la gente quiere, y no lo que la gente quisiera querer aunque no puede por el momento hacerlo. Junto al olvido de las ideologías, por lo tanto, se promueve sin vergüenza, el desprestigio de los ideales.
Ser una persona ideológicamente posicionada, dicen ellos, es no haber caído en la cuenta de algo elemental, que el universo, el mundo natural y social que habitamos, se caracteriza por estar libre de cualquier normatividad. Lo real es un espacio neutro que se encuentra a nuestra disposición para que hagamos con ello lo que nos plazca. Este es el Gran Secreto que repiten entusiasmados los hacedores de la opinión pública.
Los textos abundan. Tienen cabida en la esfera de la autoayuda y la nueva espiritualidad que a un mismo tiempo denuncia y actúa como cómplice del mundo que nos ha tocado vivir. Los economistas más ilustres saben que son ellos quienes dieron los primeros pasos en la construcción de la realidad ética que habitamos, y los políticos más “atractivos” se anotan en la listas de la vanguardia post-ideológica y pragmática. Abundan los periodistas que han reemplazado su convicción ideológica por el compromiso corporativo.
Las claves del éxito, como nos habían anunciado que ocurriría hace muchas pero muchas décadas, se encuentra en la mente, en la construcción de la imagen del mundo que realicemos. Se avecina una nueva campaña política y ya en cierto partidos políticos, de ésos que abandonaron sus ideologías, se empiezan a notar los escarceos de quienes aspiran a comandar sus huestes, pero no se les escucha resabio alguno de una postura ideológica, de una interpretación de la realidad nacional, ni de las acciones a tomar en caso de un eventual triunfo electoral.
De este modo llegamos a la más absoluta de las paradojas: aquellos que sostienen con tanta soltura el final de las ideologías son los mismos que aseguran al mundo que sólo cuentan las ideas que tenemos en la cabeza. Los mismos que reclaman una realidad neutralizada donde poner en funcionamiento el diseño disciplinado de su universo imaginado, son los que afirman con descaro la fealdad de la superstición ideológica. Y ante tal desbarajuste cabe preguntarse si no será necesario reformular la directriz evangélica del siguiente modo: “Los conocerás por sus deseos”. Serán sus deseos y no sus argumentos explícitos los que nos dirán quiénes son los que nos hablan.
En resumidas cuentas lo que quiero decir es que un partido político, en mi opinión, debe tener una ideología concreta. Esto es así por varias razones. Una de ellas es la necesidad de competencia en el panorama político. Nos guste más o nos guste menos lo cierto es que la naturaleza humana casi nos obliga a tener oponentes con la única finalidad de superarnos día a día. Si uno no tiene un antagonista, una persona o colectivo encargado de recordarle porque no lo está haciendo bien no sentirá ninguna necesidad de mejorar lo presente.
Ahora mismo llevamos meses y meses, por unas razones u otras, que el gobierno (en el tema de la Asamblea Legislativa no voy a entrar, porque el juego de intereses minúsculos y rastreros ha fastidiado la posibilidad de hacer algo al respecto con ella) pareciera que en parte olvidó algo de su ideología partidaria, si es que la tuvo, porque llegó al gobierno montado sobre una magistral campaña de mercadeo y el desencanto popular de los políticos corruptos de siempre.
Una democracia saludable es aquella que consta de partidos fuertes y coherentes ideológicamente, luchando por superarse cada día y realmente comprometidos a representar al ciudadano que le ha dado su voto.
(*) Alfonso J. Palacios Echeverría
3 Comments
Oscar Salas
Excelente aporte. Las tesis conservadoras y ultraliberales son las que acuñaron el slogan de «El fín de las ideologías» como una estrategia de descalificar a los seguidores de las tesis sociales. Aquellos que dicen no tener ideología, son los que más ideologizados se encuentran pues ahora ese es el recurso innato para hacer prevalecer sus intereses de clase. Recuerdese que Ideologías es sinónimo de intereses y visceversa.
carolina jimenez
Sus articulos sientan catedra, nos ilustran y nos hacen pensar: hacia donde va el pais? Pertenezco a ese gran grupo de los sin partido politico, maxime ahora que todos son tan parecidos, pues las leyes del mercado se imponen sobre cualquier ideologia. Es tan arido el panorama y , tantos cadaveres que como vudus se mueven en el ajedrez de la politica nacional…………….
Diego Espinosa G
La ideología quedo en el bolsillo, por lo menos en Panama.