Hace algunos años, durante el gobierno anterior, se festinó en los medios de comunicación un sonado escándalo de tráfico de influencias entre los miembros de la administración de la Presidente de la República Chinchilla, con relación a un contrato de consultoría varias veces millonario, y la semana pasada, luego de pasado el tiempo que la Fiscalía General de la República consideró suficiente para no formar más alharaca, se ha desestimado el caso y todos los involucrados quedaron impolutos.
Nadie ha mencionado nada, pues se acostumbra en este país que los delitos cometidos por políticos y funcionarios de una administración, sobre todo si son del Partido Liberación Nacional (el Fiscal General, al parecer, siente especial simpatía por este grupo) sean desestimados luego de algunos años (aquí funciona lo de justicia pronta al revés). Sin embargo, se ha formado un escándalo mayúsculo porque la señora Ministra de Justicia realizó el trámite indispensable para liberar, bajo ciertas condiciones, a delincuentes con causas menores, hasta el punto de tener que ir la señora Ministra a dar explicaciones a la comisión legislativa correspondiente.
Nuevamente se confirma con este caso que si Usted se roba una gallina, porque sus hijos tienen hambre y Usted no tiene trabajo, y lo pillan, puede pasar varios años en la cárcel. Pero su Usted es un miembro de un partido político en el gobierno y comete cualquier tropelía millonaria, lo más probable, casi seguro, es que pase unos meses en el candelero mediático, pero al final lo absuelvan de toda culpa y sospecha (y se queda con el dinero robado). En el fondo y en la superficie eso se llama impunidad.
La impunidad, de acuerdo con publicaciones del Instituto Interamericano de Derechos Humanos implica la falta de castigo al autor de un crimen. (Amnistía Internacional ha indicado que la impunidad consiste en no procesar ni castigar a responsables de violaciones a los derechos humanos y del derecho internacional humanitario.)
La impunidad como acto es violatoria de los derechos humanos, como proceso psicosocial multifactorial, puede presentarse como: elemento causal que puede impulsar un ambiente en el que vuelva a ocurrir y pueda convertirse en una cultura (como ha sucedió en nuestro país), y finalmente mediante la amenaza y el miedo puede imponerse como control social, según afirmaciones del Instituto Interamericano de Derechos Humanos en la publicación Atención integral a víctimas de tortura en procesos de litigio, editado en el 2007. La impunidad como ausencia de castigo se puede tipificar así; como la falta de castigo penal (impunidad penal); la ausencia de condena moral (impunidad moral) y el desconocimiento de la verdad (impunidad histórica).
La impunidad causa la erosión de valores éticos y morales, provocado por la situación en que coloca a ciertos grupos y personas por encima de la ley, causando que el principio de igualdad jurídica se convierta en ficción, en garantía ilusoria. El sesgo clasista en la administración e impartición de justicia de nuestro país, amén de la aparente subordinación del Poder Judicial a poderes fácticos -políticos y económicos-, ha desnaturaliza al Estado de Derecho y mina su credibilidad ante la ciudadanía.
Cuando constatamos estas tendencias hacia la impunidad imperantes en nuestro país, sobre todo en los sectores sociales que son las reales instancias de decisión, tenemos que preguntarnos: ¿y entonces qué es del sistema judicial?; ¿en qué ha parado, o en qué va a parar la administración de justicia?; ¿qué queda de la estructura jurídica del Estado, de sus principios, de sus instrumentos, de sus instituciones, de su racionalidad, de sus prácticas?; ¿cree alguien todavía en la «justicia»?; ¿funciona todavía la justicia?; ¿tienen un futuro la justicia y el Derecho?.
Son preguntas demasiado densas y graves. No podemos eludirlas, pero quizás, a veces, da miedo enfrentarlas. Sería mil veces preferible continuar creyendo que el «Estado del Derecho» continúa siendo un «Estado de Derecho». Esto nos daría más seguridad como seres humanos, y sobre todo como personas para quienes la vigencia de realidades racionalmente aceptables es tan vital, casi una necesidad de supervivencia, al menos de equilibrio psíquico elemental.
No quiero desconocer el Estado de Derecho, pero tampoco puedo dejar de tener en cuenta lo profundamente erosionado que se encuentra, aunque continúe siendo el fundamento de nuestros discursos y convicciones.
Hoy día, en Costa Rica, a quien busque alguna verdad, lo último que se le ocurriría sería recurrir a un expediente judicial. Ninguna «verdad» más lejana de la verdad que la «verdad procesal». La impunidad dio al traste con la justicia. La secuestró, la puso a su servicio, la violó y la destruyó; la convirtió en una prostituta que da lástima, cuya regeneración parece ya imposible.
Esta es la realidad que, creo, da miedo enfrentar: los destrozos causados por la impunidad en el ámbito de la Justicia; en el ámbito del Estado de Derecho; en el ámbito del Derecho mismo, haciéndolo nugatorio.
¿Cómo reparar los destrozos jurídicos causados por la impunidad? Creo que no se nos ocurren sino soluciones que quedan atrapadas en el mismo túnel donde la impunidad mantiene encadenada a la Justicia. Solo si la impunidad fuera erradicada, la Justicia tendría alguna opción de reconstruirse. Sin embargo, todo da a entender que el Estado posmoderno escogió como uno de sus pilares justamente la impunidad.
Esto nos lleva a reflexionar en el carácter de medio y de instrumento que tiene la justicia en cuanto institución. En el conjunto de su instrumental y de sus rituales ciertamente la humanidad ha invertido muchos siglos para buscar cómo convertirla en un medio de convivencia y en una expresión de principios éticos de aceptación bastante universal. Sin embargo, lo que hoy constatamos en nuestras sociedades carcomidas por la impunidad es que la justicia sufrió una ruptura interna entre los fines y principios que supuestamente la regían y el uso de su instrumental o de sus medios más característicos.
Aquí es donde se manifiesta el fondo de la crisis. Sus medios e instrumentos fueron domesticados por otros intereses, por otras fuerzas, por poderes que realmente dominan la sociedad pero que rechazan los principios éticos que regían la institución de la justicia.
Muchas de las ideas en las que se asan las creencias personales acerca de la superioridad de la ley y la justicia parecen legitimarse sobre ciertas bases míticas e ilusorias de la realidad. Esta superioridad de la ley se identifica con la legitimidad del sistema legal y político que la ampara, y se construye socialmente a través de ciertos mitos populares, que para muchos psicólogos norteamericanos se han convertido en universales.
Los problemas de resistencia al cambio social, en sociedades estructuradas políticamente en un estado centralizado y relativamente autoritario, tienen el riesgo de que la creencia apriorística en la legitimidad de la ley y la justicia, puede llevar a legitimar todo un sistema legal y político con claros resultados de injusticia. Fox basándose en Lefcourt (1971) admite que el riesgo de esta creencia para los movimientos sociales, que se oponen al mantenimiento del statu quo, no es sólo la dificultad de enfrentarse al poder del estado, sino también la de cambiar la aceptación pública de ese poder. Lo que equivale al pensamiento de Foucault de que sin aceptación pública no hay poder duradero.
Luego de analizar los hechos de la semana pasada y que mencioné al principio, no nos queda más que preguntarnos el porqué de que hechos como estos se produzcan en una nación supuestamente civilizada como nos consideramos nosotros, bajo el amparo de una supuesta democracia que respeta los derechos de todos los ciudadanos, impulsando así el Poder Judicial la impunidad reinante en nuestro país y contribuyendo a eliminar la seguridad de la sociedad por la cual ellos han están obligados a velar.
(*) Alfonso J. Palacios Echeverría
Totalmente acertado su comentario, la llamada justicia esta secuestrada por grupos de poder económico y social. Por ejemplo muchas empresas operan supuestamente bajo un marco de legalidad y jurisdicción que permiten su operabilidad en nuestra sociedad, sin embargo en la practica violan montones de derechos y utilizan practicas poco éticas e incluso tipo mafia. Acudimos a las instituciones pertinentes para una respectiva denuncia y resulta que es sumamente engorroso, lento e ineficiente el proceso, al final dejan impunes a estas empresas para actuar al margen del Estado de Derecho. Es inevitable sentirse desamparado y no creer en el sistema ya que este juega sucio y sin contemplaciones alguna para el ciudadano común.
Ese señor fiscal está ahí para dejar pasar para no hacer nada cuando la corrupción del PLN se pone en evidencia, es increíble que no se haya hecho una campaña para que ese señor renuncie, es lo más asqueroso que está ocurriendo en este país, la impunidad galopante, el PLN colocó sus fichas en el poder judicial y ahí no pasa nada si los implicados son verde y blanco.
El único culpable es el pueblo, son los que permiten la impunidad,..QUE VIVA TICOLANDIA
Excelente articulo, retrata la corrupcion reinante en todas las instituciones. El bipartidismo , principalmente, el PLN, nos dejo esa herencia. Lo peor, es que la corrupcion ya se ve como normal. Desde hace unas decadas, la ley se le aplica solo al que la cumple, el que la evade queda impune. El nombramiento de los magistrados es politico, no es tan relevante su trayectoria profesional y etica, por lo tanto, aun dentro de la Corte tendran compromisos por cumplir.