De aquella primera vez en la que llegué a la ciudad de Bogotá hace ya casi medio siglo, con su fría e inmensa sabana, una planicie a 2600 metros sobre el nivel del mar, y la un poco más alta cordillera oriental, a la que se adhiere en un intenso e inacabable abrazo, todo ello según los imprecisos datos que habían dado algunos amigos muy cercanos, poco tiempo atrás, dentro de lo que fue mi viaje de entonces como un hecho que tuvo lugar en la imprecisa lejanía del tiempo, si es que ese devenir que llamamos así, de verdad existe, quizás por ello me sucede que a ratos no puedo recordar muchas cosas, en gran parte por la enormidad del tiempo transcurrido, y por algunos instantes que me parecen interminables, durante los que tengo la sensación de que la totalidad de los recuerdos, o detalles de esa primera visita, se hubieran borrado del todo, quedando todo inmerso en un nebuloso y confuso alud de vagas imágenes, las que como suele suceder no se corresponden siempre con la realidad misma.
Falso de toda falsedad, resultó ser todo este juego de nuestra muchas veces infiel memoria, sobre todo cuando escarbo ahora hacia el interior de mi mente, en un acto supremo que me conduce a rememorar, de una manera intensa y nítida, el inmenso frío sentido, durante aquella visita primigenia, al llegar al viejo Aeropuerto de El Dorado, construido durante los años cincuenta, en la época del General Gustavo Rojas Pinilla, según supe recientemente en una publicación.
La verdad es que después de un largo viaje, al parecer algo interminable, o al menos esa fue la impresión que le tuve entonces, pude o pudimos llegar a esa gigantesca urbe, tal vez la más grande que hasta entonces había tenido la oportunidad de empezar a conocer, fue así como en aquel entonces, si algo era cierto es el hecho inevitable de la noche cuya espesa y apabullante presencia ya había avanzado bastante desde la última escala, la que habíamos hecho pocas horas atrás en el aeropuerto de Barranquilla, a la que siguió un vuelo de dos o más horas, cuando ahora en la lejanía aparecían ante nuestros ojos asombrados las luces que nos hacían sentir la presencia absorbente de una ciudad todavía desconocida, la que sin embargo había desatado nuestra curiosidad, sobre todo a través de lecturas o relatos ocasionales de algunos amigos o viajeros ocasionales.
La monja que venía viajando con nosotros, desde hacía algunas horas, me sacó del retraimiento, dentro del que me encontraba, al llegar al mencionado aeropuerto, de una manera tal que me hace no poder recordar ¿cuál había sido el momento preciso en que se había realizado el trámite migratorio? lo cierto es que me pidió que le ayudara a transportar un violín o un inmenso contrabajo con el que había viajado, cosa que hice entre gustoso y asombrado. Todo esto desfiló rápidamente en mi mente y sólo puedo recordar lo acaecido, cuando al día siguiente me desperté en la habitación de un viejo hotel en la Avenida Jiménez de Quesada o en sus proximidades, pensando en la imperiosa necesidad de buscar un desayuno. El centro histórico de la ciudad apareció, de repente ante mis ojos con sus viejas y sólidas construcciones, todo un enorme espacio o laberinto de calles en las que me pareció ver, o en realidad pude mirar, la inevitable presencia de un gran edificio donde se ubicaba una sede del Partido Liberal y de otro donde, al parecer, se alojaban las instalaciones del viejo diario El Espectador y en la distancia podía mirar las siluetas multicolores de las serranías de la Cordillera Oriental, unas imágenes de cuya existencia ya tenía alguna noción; mientras, que por otra parte, como algo inevitable, a la vez que conmovedor y comprometedor, acudía con fuerza sobre mis asombradas meditaciones o apresuradas percepciones, la lenta e inevitable aparición de algunos trazos de una memoria, todavía no tan nítida de la turbulenta, al mismo tiempo que fascinante, historia de esta ciudad, la capital colombiana, cuyos contornos más sobresalientes, o que así nos parecieron en ese momento, asomaban lentamente ante mis ojos, los de un joven asombrado y curioso, lleno de un incontenible afán que lo conducía a querer devorar literalmente todo aquello con una sola mirada, como si de verdad fuera posible hacerlo con toda esa constelación de hechos, los que fueron apareciendo o desfilando ante su vista o frente a la memoria de sus lecturas pasadas, uno tras otro, pero eso sí, sin orden o articulación alguna.
Luego empezaron mis recorridos por el enorme campus bogotano de la Universidad Nacional de Colombia, una obra arquitectónica iniciada en los años treinta durante la gestión reformista de los liberales de esa época, según supe después. Las conversaciones con profesores y estudiantes de aquella casa de estudios me situaron frente a sus tribulaciones y sus esperanzas, dentro de un inmenso país donde la violencia ha anidado desde los albores de la independencia de la dominación española.
Con el paso de los días, el espíritu festivo de los jóvenes terminaría por aflorar y a conducirme por otros caminos, no exentos de riesgos, que nos llevaron también a conocer los entretelones de la vida de una ciudad a la que había llegado, apenas hacía un corto lapso de tiempo. Fue así como las relaciones pasajeras que fui estableciendo con los estudiantes de la Universidad Nacional, me condujeron a un gran baile o fiesta en el Barrio Paulo VI de la ciudad, un lugar o paraje donde terminé bailando los acordes de una cumbia que nos hablaba del mítico universo de Macondo…”mariposas amarillas Mauricio Babilonia, mariposas amarillas que vuelan liberadas…Úrsula cien años… Macondo epopeya del pueblo olvidado…” lo cierto es que una profesora de francés de aquella universidad terminó tout court, siendo mi compañera en esos juegos o pasos dancísticos, allá en una sala del segundo piso de una casa de ese barrio, al que llamaron Paulo VI con motivo de la visita de ese papa a la ciudad, algo que Gabriel, o en adelante el Gabo para la legión de sus cultores, había anunciado en uno de sus relatos, cuando a la gran mayoría de la gente le parecía algo inverosímil
Lo paradójico o casual resultó ser que durante aquel año que ahora concluía con la fiesta mencionada, o quizás más bien en el transcurso de los doce meses que lo antecedieron, había llegado a mis manos la novela que terminaría por hacer famoso y objeto de enorme curiosidad al poeta y narrador costeño Gabriel García Márquez(1928-2014), quien acabaría por fin de conquistar de una manera definitiva aquel universo cachaco, y específicamente rolo de la fría Bogotá, una ciudad que ya formaba parte de su vida, a partir del despliegue de las páginas de la edición bonaerense de sus CIEN AÑOS DE SOLEDAD, publicada por la Editorial Sudamericana, portadoras de unas imágenes y unas palabras que quedarían en la memoria colectiva, aun hoy incluso entre quienes jamás han leído la obra pero la sienten como algo vivo, especialmente entre las gentes de Aracataca, Fundación, Ciénaga, Santa Marta y la propia Barranquilla, allá en la lejana e inmensa desembocadura del Río Magdalena, donde el Puente Pumarejo acerca a Cartagena y Barranquilla con la muy calurosa y casi desértica Santa Marta, situada más hacia el este dentro del Caribe Colombiano. Esa conquista del universo cachaco había comenzado, para el joven Gabriel, hacía ya unas décadas cuando hacia 1944 llegó como estudiante al colegio de Zipaquirá, una pequeña y quizás aún más fría ciudad, situada al norte de la ciudad de Bogotá y en ruta hacia el vecino departamento de Boyacá. De todo esto, tendría un conocimiento cabal y preciso muchos años después de aquella visita inicial, tan llena de emociones e impresiones de toda clase, las que terminaron por grabarse profundamente en mi memoria y en mis sentimientos.
(*) Rogelio Cedeño Castro, sociólogo y catedrático de la Universidad Nacional de Costa Rica (UNA).
Buena pluma, sabrosos escritos. Pero no existe ninguna Universidad Nacional de Costa Rica, lo que sí existe es UNA -UNIVERSIDAD NACIONAL.
http://www.una.ac.cr/ Saludos, Carlos Salazar Elpaís.cr
Pues en realidad sí existe, como tal la Universidad Nacional de Costa Rica(UNA) aparece en muchos convenios internacionales y regionales, entre ellos el Consejo Superior Universitario Centroamericano CSUCA. Sólo espero que hayan disfrutado del texto, con ese propósito estoy elaborando esas memorias.