Llenar una vacante en la Corte Suprema de Justicia es un acto político, no sólo porque la elección corresponde a la Asamblea Legislativa, sino principalmente porque se trata de integrar un Poder de la República, por lo que para tal designación debe considerarse la visión de mundo de quien aspira al cargo, aparte de su capacidad y trayectoria profesional. Esto porque esa persona, al tomar sus decisiones en el más alto cuerpo jurisdiccional del país, se convierte en agente esencial para trazar el rumbo que siguen el Estado y la sociedad costarricenses.
Precisamente por esto último, la selección de quienes integran ese órgano es de suma trascendencia para el devenir de la democracia y de la República. Esta última contempla la independencia entre los Poderes como un pilar fundamental de su tejido constitucional. De allí que resulte indispensable que mediante la elección de Magistrados o Magistradas se procure fortalecer una judicatura independiente e imparcial, si es que se quiere preservar vigentes los principios republicano y democrático.
Sin embargo, la forma como se designa a quienes integran la Corte Suprema de Justicia no tiene mayor desarrollo en la Ley Fundamental; tan sólo se indica que para resultar electa, la persona requiere de mayoría calificada de votos en el Parlamento (es decir, el apoyo de cuando menos treinta y ocho Diputados o Diputadas). Esto permite un amplísimo margen de discrecionalidad en la designación, lo cual no considero negativo si es que la elección es transparente -lo que implica que se conozca amplia y profundamente a la persona escogida, así como su pensamiento jurídico y político- y si está encaminada a reafirmar las garantías constitucionales de independencia e imparcialidad judiciales.
El problema radica en que actualmente, desde mi punto de vista, el procedimiento para elegir Magistrados y Magistradas presenta la debilidad de que no permite conocer a cabalidad lo que piensa quien aspira, por lo que tampoco puede tenerse una base cierta, pública, sobre la razón para designar a alguien o para descartar otras candidaturas. Ciertamente, en los últimos años se ha implementado un procedimiento similar a un concurso, pero al final no se sabe cómo es que se conforma la terna que se presenta al Plenario y, para culminar, éste puede designar a quien sea, aunque no haya sometido su nombre a la Comisión de Nombramientos.
Así, se corre el riesgo de que la opacidad de alguna designación pueda servir de base para cuestionamientos de parcialidad político-partidista que deslegitime el accionar de la Administración de Justicia. Estimo muy peligroso para la institucionalidad republicana y democrática que se llegaran a instaurar en la Corte Suprema de Justicia, algo así como “bancadas” de orientación partidaria electoral, pues con ello se comprometen la imparcialidad y la independencia de la judicatura, que son garantías para el respeto de los derechos humanos.
Creo que tal amenaza puede reducirse si la elección de Magistrados o Magistradas se alcanza mediante un proceso político amplio y transparente. Para ello, estimo que el modelo a seguir es el ideado en los Estados Unidos de América: el Presidente nomina y el Congreso nombra. Ello no sería algo nuevo en Costa Rica, pues el Procurador General de la República se designa por medio de un procedimiento semejante. En mi criterio, la participación del Ejecutivo y del Legislativo obliga, cuando menos, a una discusión abierta, pública, sobre la persona propuesta para el cargo, su pensamiento y su trayectoria.
El permitir al Presidente de la República la postulación de un candidato o una candidata para integrar el más Alto Tribunal, supondría, por un lado, eliminar la peregrinación de aspirantes por las oficinas de Diputados y Diputadas, de caudillos políticos o de líderes de grupos de presión. No veo nada de malo que sea intrínseco a la reunión con esas figuras. Lo que sí creo perjudicial es que por tratarse de un proceso de elección, tales encuentros podrían eventualmente traducirse en condicionamientos para recibir votos para el cargo y ello atentaría contra la legitimidad de la investidura como Magistrado o Magistrada. Así, en lugar del desfile de aspirantes por los despachos legislativos y del peligro de que la persona aspirante comprometa su independencia con tal de llegar a la Corte, correspondería al Ministro de la Presidencia consensuar –con visión republicana y democrática- la designación del nombre propuesto por el Jefe de Estado.
Por otro lado, la participación del Poder Ejecutivo en el mecanismo de elección obliga a “salir a buscar” a la persona idónea para el cargo. Ello podría contribuir a la reducción de aspirantes que actualmente llegan de la mano de “padrinos” o “madrinas” al “proceso de concurso” y obligaría a que realmente se ponga atención al candidato o candidata (con lo que se eliminaría la penosa situación que atraviesan hoy muchos postulantes, con los que a veces ni se dialoga en la Comisión de Nombramientos). También redundaría en algo que creo sano para el Poder Judicial, como lo es que a la Corte Suprema de Justicia lleguen personas que no tienen carrera como jueces, pero que gozan de gran respeto en el medio jurídico. No puedo dejar de pensar en los casos de don Rodolfo Piza Escalante y don Bernardo Van Der Laat Echeverría como ejemplos de lo recién dicho.
Además, la modificación sugerida permitiría que se vuelva la mirada sobre figuras de gran estatura, pero que por diversas razones no se someten al método actualmente imperante. Su no postulación en tiempos recientes es lo único que me permite entender que un individuo con la calidad humana, el nivel académico, la trayectoria profesional y el prestigio internacional de don Javier Llobet Rodríguez, no haya sido elegido por consenso para la Sala de Casación Penal o la Sala Constitucional, donde deslumbraría.
Siempre en relación con mi preocupación por fortalecer la independencia y la imparcialidad de la judicatura, debo indicar que la otra cara del problema que se da con la elección de Magistrados y Magistradas es el de su reelección. El país es testigo de todo lo que ocurrió en el caso de don Fernando Cruz Castro. En el fondo, el tema no era el de si la Asamblea Legislativa puede no reelegir a un Magistrado, pues claramente tiene la facultad para ello. El asunto es el de las razones que dan o restan legitimidad a la decisión del Congreso. A un Magistrado no se le puede “pasar factura” por las decisiones que toma como juez. A lo sumo, la Constitución establece que deben actuar con eficiencia, pero nunca somete su ejercicio jurisdiccional a una valoración de conveniencia política. Y en una República democrática, si una razón no se puede expresar públicamente, entonces cualquier acto jurídico o político que se base en ella es ilegítimo. Si ello es así y no había causas de ineficiencia para no reelegir a don Fernando, pues entonces el acuerdo legislativo de no mantenerlo en su cargo era contrario a Derecho.
Ahora bien, el asunto no puede reducirse al caso singular del apreciado Magistrado que acabo de mencionar, sino que creo debe ser examinado a la luz de la estructura constitucional. Considero que mantener en manos de la Asamblea Legislativa un examen periódico sobre la continuidad en su cargo de quienes integran la Corte Suprema de Justicia constituye una amenaza importante para la independencia e imparcialidad del Poder Judicial, lo que implica un peligro grave para la forma de Gobierno estipulada en la Constitución. Esto porque ese mecanismo de reelección podría permitir a partidos políticos u organizaciones de presión, comprometer (o, cuando menos, intentarlo) al Magistrado o a la Magistrada para que decida en algún sentido determinado, conforme a los intereses de dichos grupos. Si tal cosa llegara algún día a ocurrir, pues se suprimirían las garantías que el ordenamiento prevé para el accionar de la jurisdicción, con lo que se le eliminaría –de facto- su relevancia institucional.
Dicho lo anterior, considero que lo más conveniente es optar por Magistrados y Magistradas elegidos “de por vida”, a la usanza estadounidense, pero elevando la edad mínima para alcanzar el cargo y fijarla en cuando menos cuarenta y cinco años, así como imponiendo constitucionalmente una edad forzosa de retiro, la cual creo no debe exceder los setenta y cinco años. Entonces, cada integrante de la Corte Suprema de Justicia ejercería el cargo por un máximo de treinta años. Y si se considerara ese tiempo como excesivo, pues entonces se puede optar por una solución como la establecida para la Corte Constitucional italiana, en la que se elige a sus miembros por períodos determinados, sin la posibilidad de reelección.
En cualquiera de los dos casos, se corta el vínculo con quienes decidieron el nombramiento del Magistrado o la Magistrada, de modo que puede actuar con mayor libertad, más acorde con su propio criterio, lo cual es determinante para poder hablar de una jurisdicción independiente.
Debe recordarse que en el caso costarricense, aparte de ser el máximo órgano jurisdiccional de la República, la Corte Suprema de Justicia tiene asignadas otras funciones de suma relevancia. Una de ellas –primordial para el buen funcionamiento del Estado costarricense- es la designación de los Magistrados y las Magistradas del Tribunal Supremo de Elecciones. Otras, la elección del Fiscal General de la República y de los Jueces de los Tribunales colegiados. Si la Corte Suprema de Justicia perdiera su independencia, ¿se preservaría la pureza del sufragio que tanto costó alcanzar, se garantizaría una justicia penal igual para todos o la independencia de los cuerpos jurisdiccionales que dependen de aquélla?
Por todo lo anterior, estimo indispensable reformar la Constitución Política en los términos aquí expuestos. Tal vez estas líneas encuentren eco en la Asamblea Legislativa y si no, quizás en la Asamblea Constituyente que se busca convocar con base en un referéndum. Ya veremos.
(*) David Fallas Redondo es Juez de Apelación de Sentencia Penal
Lo que sucede en el Poder Judicial-Legislativo con los Magistrados y su servicio a los partidos tradicionales no es que pueda ocurrir, si no ocurre desde añejos años. No se puede tapar el sol con un dedo este secreto a voces. Tanto es así, que hasta el TSE, la Fiscalía, etc., están en función del PLN y sus turecas, según el tratamiento, engavetamiento y trato especial según hemos percibido. Depende donde este apuntado el cliente, así será su calculada “magnanimidad”. Que muchos colegas suyos y seguro casi todos, les da miedo poner las cartas sobre la mesa, podría resultarles morir en vida, profesionalmente. Mi estimado Juez, ante la verdad, pongo mi cuello, por que ni remotamente soy profesional y menos, jurista. Soy un atrevido tonto, que sobradamente, tengo claro este asuntillo. Lo que usted toca y da la solución, es lo correcto, pero el encadenamiento por desgracia, debe continuar, ¿o no? Dios nos oyera, si logrará usted, un tangible y visionario cambio. Nuestra democracia, sería otra cosa. Saludos.