Viajes por mi biblioteca, 28
Un cierto día, ya hace algún tiempo, este roedor de libros descubrió que tenía cincuenta años de edad. ¡Cincuenta años! Y se quedó muy pensativo porque, de pronto, entendió que esa cifra era sólo un momento que también se alejaría velozmente como, en efecto, ocurrió. Y recordó el poema de Salvatore Quasímodo:
Cada uno está solo sobre el haz de la Tierra,
Traspasado por un rayo de sol,
Y muy pronto anochece.
(del libro Acque e terre )

Así es la cosa. ¿Qué hacer? ¿Qué hizo, por ejemplo, Omar Khayyam (1048-1131), el renombrado poeta, arquitecto, ajedrecista, matemático y astrónomo persa, autor de un poemario denso, insuperable, conocido como Rubaiyat? Dejemos que nos lo diga el propio Omar a través de sus famosos cuartetos (en la versión española de Félix Etchegoyen, basada en la traducción francesa del persa debida al orientalista Franz Toussaint; Kraft, Buenos Aires, 1952):
“Todo el mundo sabe que jamás murmuré la menor oración.
Todo el mundo sabe también que jamás traté de disimular mis defectos.
Ignoro si existen una Justicia y una Misericordia.
Si las hay, estoy tranquilo porque siempre fui sincero.
Khayyam fue genial y afortunado: gozó de la amistad del Gran Visir Nezam-ol-Molk y de la benevolencia del Sultán Alp Aslam; su obra en el campo de las Matemáticas (que incluye un Tratado sobre las Definiciones de Euclides) y de la Astronomía es profunda y pionera; gozó de riqueza y prestigio, pero la vida se le escurrió entre los dedos como la arena en la clepsidra; la búsqueda febril e incesante de la certeza lo condujo a la única certeza: el instante.

“Sabes que careces de poder frente a tu destino.
¿Por qué la incertidumbre del mañana ha de causarte inquietud?
Si eres sabio, goza del momento actual.
¿El porvenir? ¿qué puede traerte el porvenir? “
“Más allá de la Tierra, más allá del Infinito
buscaba yo el Cielo y el Infierno.
Pero una voz grave me dijo:
El Cielo y el Infierno están en ti.”
¡Aprovecha el día! (Carpe diem) urgía el poeta latino en los albores de nuestra Era. Khayyam nos enseña a vivir la dulzura del instante en el vino y en el amor:
“Nada me interesa ya ¡Levántate para brindarme vino!
Tu boca, esta noche, es la rosa más bella del mundo…
¡Escancia vino que sea carmín como tus mejillas,
y mis remordimientos ligeros como tus bucles!”
“La brisa primaveral refresca el rostro de las rosas,
y en la sombra azulada del jardín acaricia el rostro de mi bienamada.
A pesar de la ventura que gozamos, olvido nuestro pasado.
¡Tan irresistible es la dulzura del presente!”
“Voy a sentarme a veces, en Primavera, a la riba de un campo florecido.
Cuando una esbelta doncella me brinda un cáliz de vino,
no pienso para nada en mi salud.
Si tuviera tal preocupación, valdría menos que un perro.”
Al final iremos a parar al cajón de la Nada. Y puesto en ese terreno describe Khayyam (es uno de sus más célebres cuartetos) el símil entre el hado inexorable de los humanos y el ajedrez en el que figuramos como las piezas de Dios.

“Cuando muera no habrá más rosas, cipreses, labios bermejos
ni vino perfumado.
No habrá más albas ni crepúsculos, ni penas ni alegrías.
El mundo no existirá más.
Su realidad lo es tan sólo en función del pensamiento.”
“He aquí la única verdad:
Peones somos de la misteriosa partida de ajedrez que juega Dios.
Nos mueve, nos para, nos adelanta y nos arroja después,
Uno a uno, a la caja de la Nada.”
Y a propósito de esa imagen lúdica de nuestro destino, es oportuno recordar que la misma fue recogida siete siglos después de Khayyam por el poeta argentino Jorge Luis Borges, en un célebre soneto que vale la pena leer:
“Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino,
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino;
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?”
El mucho cavilar no es afán de ratones, pero este espécimen que aporrea aquí el teclado para desesperación de Ustedes piensa (obviamente contra natura) que un ateo o un agnóstico, por imperativo ético tiene que profesar el socialismo, a menos que sea un irredimible malvado. Y es así porque, si creemos sinceramente que esta única vida terrenal es todo lo que un ser humano podrá tener ¿cómo aceptaríamos un régimen social que, como el Capitalismo, hace de la efímera irrepetible existencia de cada una las personas que forman los millones de nuestros semejantes que se hallan en extrema pobreza, un infierno de privaciones, degradación, dolor y enfermedad?
Dicho con otras palabras, en buena lógica bien podrían profesar el capitalismo y el colonialismo más salvajes los que creen que después de la muerte viene una eternidad de felicidad supraterrena o celestial, como justa compensación para los desheredados de este Mundo. Pero tal solución sería éticamente inaceptable para quienes piensan que es atroz e inhumano llenar de desdicha la corta vida terrena de los que forman aquellas multitudes; y que, por el contrario, nuestro deber ineludible como individuos es contribuir a la elevación moral y material de los más carenciados, y a construir una Humanidad más justa, para mejor preservar entre todos aquella singular chispa de conciencia y discernimiento que es lo intrínsecamente humano: única y distinta, en medio de las leyes ciegas e inexorables del Cosmos.
¿Metafísico estáis, ratón?
Sigue.
(*) Walter Antillon Montealegre es Abogado y Catedrático Emérito de la Universidad de Costa Rica.