Resulta hastiante y repulsivo lo que cotidianamente nos llega como noticias de importancia a través de los medios de comunicación norteamericanos (que acá se replica como parte del amarillismo que reina en los medios locales) y que deja muy mal parado al imperio, y de paso a los nuestros.
Se ha desatado en los medios gringos (green go home) una nueva cacería de brujas relacionada con lo que ha sido siempre una de las características de la cultura norteamericana: la obsesión sexual. Y diariamente nos llegan noticias (como si ello fuera importante) acerca de quién se acostó con quién, que político, artista o lo que ellos llaman celebridad realizó acercamientos, persecuciones o toqueteos impúdicos sobre menores, personas del mismo sexo o aspirantes a convertirse en alguien dentro del mundo de la producción cinematográfica o artística, o colaboradores de altos personajes políticos.
La ninfomanía y la satiriasis, también conocidas como hipersexualidad femenina y masculina, respectivamente, es una dependencia que no cesa, una adicción al sexo que afecta todas las áreas de la vida y que genera una insatisfacción constante. Las ninfómanas y los sátiros experimentan un deseo sexual demasiado intenso e insaciable que genera una obsesión por el sexo, incluso aunque mantengan relaciones sexuales de forma habitual.
La libido y la actividad sexual no siguen una línea constante a lo largo de la vida, hay etapas en las que estas aumentan, pero eso no significa que ocurra algo anormal, sin embargo la ninfomanía y la satiriasis no son un simple aumento del deseo sexual, son un problema mucho más complejo que puede catalogarse como una enfermedad.
No se puede negar que hay mucha tontería en estos planteamientos que subyacen en las actitudes norteamericanas sobre el sexo, y que no son razonadas. La visión que del sexo tienen quienes defienden estos planteamientos que hoy vemos es casi enfermizo y deriva de una postura vinculada al puritanismo extremo y a la religión, cuyos objetivos son la defensa del matrimonio cristiano, la educación en esos principios de la fe y la vida de la iglesia, y el mantenimiento de los cristianos unidos en la oración, adoración y servicio.
Esta actitud siempre ha sido represora, considerando la actividad sexual como algo malo, rechazable, únicamente aceptable ante la necesidad de reproducirse. Y precisamente por negar una actividad que le es propia al ser humano, resulta una actitud enfermiza, propia de estudio psiquiátrico. De hecho su semblanza con otras fobias padecidas por los seres humanos es alta.
Por supuesto me refiero al sector más radical que defiende estos principios, y que, aunque sea minoritario, es capaz de arrastrar con su discurso a todos cuantos, imbuidos de una educación moral basada en la represión, prescinden del uso del razonamiento y hacen suyos, en mayor o menor medida, tales planteamientos.
Esta postura, junto a que el negocio preferido de los norteamericanos es la guerra, la producción de armas y el inventar excusas de todo tipo para agredir a otras culturas o países, deja muy mal parada la cultura del imperio. Es algo casi primitivo.
En el fondo no hay más que una inmensa hipocresía, fruto de la ignorancia. En una investigación de la Escuela Kellogg de Administración de Empresas, dependiente de la Universidad del Noroeste (Evanstone, Illinois), se ha examinado la cuestión de por qué las personas poderosas, muchas de las cuales toman una actitud de superioridad moral, no practican lo que predican.
La hipocresía es el acto de fingir que se tienen cualidades, ideas o sentimientos que en realidad no se tienen. La palabra proviene del latín tardío hypocrisis y del griego hypokrisis, que significan acción de desempeñar un papel.
Con el advenimiento de la Sociedad de la Información, la hipocresía ha venido a ser un conjunto de reglas para moverse en el mundo. Aquí se debe destacar la naturaleza del conjunto de reglas, que oscilan entre lo permitido y lo prohibido, así como la capacidad de moverse en el mundo, reconociendo los contenidos simbólicos del mismo.
La hipocresía consta de dos operaciones, a través de las cuales se manifiesta en los modos simple y combinado: la simulación y el disimulo. La simulación consiste en mostrar lo que se desea, en tanto que el disimulo oculta lo que no se quiere mostrar.
Con este estudio, los investigadores trataron de determinar si el poder incita a la hipocresía y a la tendencia a usar códigos morales muy exigentes para juzgar a los demás, mientras se es condescendiente con la conducta de uno mismo, aunque sea moralmente cuestionable. La investigación indica que ciertamente el poder hace que la persona sea más estricta al juzgar moralmente a los demás y menos estricta con su propio comportamiento.
La investigación fue realizada por Joris Lammers y Diederik A. Stapel de la Universidad de Tilburgo en los Países Bajos, y por Adam Galinsky de la Universidad del Noroeste en Evanston, Illinois. «Según nuestra investigación, el poder y la influencia pueden causar una grave desconexión entre el juicio público y el comportamiento privado, y como resultado, los poderosos son más estrictos al juzgar a los demás, y más indulgentes con sus propias acciones», explica Galinsky.
Si extrapolamos esta afirmación sobre los individuos hacia las sociedades, encontraríamos que el comportamiento social norteamericano encaja perfectamente en esta desconexión.
Una anécdota quizá nos puede ilustrar mejor que cualquier reflexión. Verlaine incluyó a Charles Baudelaire entre los «poetas malditos» de la Francia del siglo XIX. Todo debido, como los demás de la lista, a su vida bohemia y de excesos, según las convicciones morales de la época, y a la «visión del mal que impregna su obra».
Cuando su poemario «Las flores del mal», obra cumbre del autor y una de las obras más importantes de la poesía moderna, fue considerado «ofensa a la moral pública y las buenas costumbres», el autor respondió:
«Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias.»
¿No creen ustedes que es muy atinado para nuestros días? La hipocresía y doble moral humana ha sido cosa de siempre.
(*) Alfonso J. Palacios Echeverría
De acuerdo,