viernes 19, abril 2024
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Mediocridad, funcionariado y toma de decisiones

Nada es más desagradable que el comportamiento de los mediocres, intelectuales o emocionales, sobre todo cuando éstos ocupan cargos superiores en organizaciones públicas. Ya sea la jefatura de una dependencia o el sitial en un concejo, comité u otro tipo de agrupación colegiada para la toma de decisiones. Y digo más: resulta hasta repulsivo observar cómo estos personajes se esmeran por sobresalir llegando hasta el ridículo, en unos casos, o el comportamiento agresivo injustificado, en otros.

Múltiples experiencias he tenido a través de mi larga vida las cuales me confirma que, frente a estas personas es mejor separarse, alejarse lo más posible, no hacerles caso. Pero esa misma experiencia me demuestra que permitirles actuar libremente, sin presentarles un frente sólido y combativo, resulta contraproducente. Pues su osadía, mezcla de estupidez e intemperancia, fundamentada generalmente en la envidia que nace de la conciencia de sus propias limitaciones, es sumamente peligroso.

Sin embargo un autor señalaba –en complementación a lo anteriormente dicho y ampliando el ámbito de sus manifestaciones- que  en alguna medida la mediocridad se manifiesta de muchas formas: la del timorato, que  es poder poco, mentirse a sí mismo, adoptar posturas temerosas, conservadoras y moralistas que limitan la aventura de lo posible; optar por el temor aun cuando cabe el avance, refugiarse en una sensatez convencional que repite las formas que ya no satisfacen; querer parecerse a todos como si hubiera un solo programa de vida, preferir siempre callar lo propio para ahorrarse el riesgo de la autenticidad, callar cuando habría que expresar una mirada distinta.

Ser mediocre –por otro lado- en la modalidad del insípido es vivir descontento, insatisfecho, pretender hacer de la insatisfacción un rasgo de distinción, creerse superior sin serlo, vivir adoptando la apariencia del bueno, vivir maniqueamente, rechazar la maduración o creer que madurar es volverse serio y formal (y no lo que verdaderamente es: volverse más poderoso y feliz), comprar los lugares comunes prejuiciosos formulados desde la perspectiva popular, sentir el resentimiento del que no puede y por lo tanto dice que es bueno no poder, no querer, no inventar; censurar al que se atreve y prueba, al que lleva la vida como una experiencia particular y desconocida.

Mediocre limitado es no creer en la autenticidad como una posibilidad y un valor, y negar la existencia de una felicidad a nuestro alcance, que pide pagar los lógicos precios de todo logro. Mediocre es negar la importancia de la aventura existencial individual, formulando generalidades sociales a las que se toma como marcos de sentido siendo en realidad ficciones impersonales.

Todos y cada uno de ellos, cuando llegan por razones que nada tienen que ver con méritos propios, a niveles de jefatura o de órganos colegiados, por lo general se vuelven ácidos, agresivos, altamente negativos y expresan críticas las más de la veces infundadas sobre todos los temas, aunque no sean especialistas o al menos conocedores decorosamente ilustrados.

Otra cosa muy distinta es la desigualdad. La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Plutarco escribió, hace siglos, que «los animales de una misma especie difieren menos entre si que unos hombres de otros» (Obras morales, vol. 3). Montaigne suscribió esa opinión: «Hay más distancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal bestia: es decir, que el más excelente animal está más próximo del hombre menos inteligente, que este último de otro hombre grande y excelente» (Ensayos, vol. I, cap. XLII). Hay hombres mentalmente inferiores al término, asedio de su raza, de su tiempo y de su clase social; también los hay superiores. Entre unos y otros fluctúa una gran masa imposible de caracterizar por inferioridades o excelencias. Esa es la masa que llamamos mediocre.

Los psicólogos no han querido ocuparse de estos últimos; el arte los desdeña por incoloros; la historia no sabe sus nombres. Son poco interesantes; es vano buscar en ellos la arista definida, la pincelada firme, el rasgo característico. De igual desdén les cubren los moralistas; individualmente no merecen el desprecio, que fustiga a los perversos, ni la apología, reservada a los virtuosos. Su existencia es, sin embargo, natural y necesaria. En todo lo que ofrece grados hay mediocridad; en la escala de la inteligencia humana ella representa el claroscuro entre el talento y la estulticia; en la escala de los sentimientos ella representa lo poco noble, la envidia, pues no se es capaz ni del amor sublime ni del odio profundo.

Pero su presencia en las organizaciones públicas, en donde por la inercia del ascenso sin méritos, sino solamente por el cumplimiento de años de servicio, o por haber sido tontos útiles de alguien que los requería para satisfacer sus ambiciones, donde han escalado a posiciones de decisión, es tremendamente peligrosa. Son ellos los que entorpecen, critican sin fundamento, son osados en sus ardides para impedir que otros trabajen, o para reconocerle méritos a quienes los merecen, o que se lleven a cabo emprendimientos La envidia los carcome porque son conscientes de su inconsistencia intelectual, o profesional, o emotiva, y les molesta enormemente que alguien descolle o se supere.

Todo porque al ser consciente de su medianía, de sus limitaciones, le carcome la envidia. Y sobre ella debo señalar lo que expresaba Fernando Savater: la envidia definida como la tristeza ante el bien ajeno, ese no poder soportar que al otro le vaya bien, ambicionar sus goces y posesiones, es también desear que el otro no disfrute de lo que tiene.

La envidia es muy curiosa, porque tiene una larga y virtuosa tradición, lo que parecería contradictorio con su calificación de pecado. Es la virtud democrática por excelencia. La gente por ella tiende a mantener la igualdad. Produce situaciones para evitar que uno tenga más derechos que otro. Al ver un señor que ha nacido para mandar dices, “¿por qué estás tú allí y no yo? ¿Qué tienes que yo no tenga?” Entonces la envidia es en cierta medida origen de la propia democracia, y sirve para vigilar el correcto desempeño del sistema. Donde hay envidia democrática el poderoso no puede hacer lo que quiera. Si hay quienes no pagan impuestos, comienza la reacción de aquellos que envidian esa situación y exigen que los privilegiados también paguen. Sin la envidia es muy difícil que la democracia funcione. Hay un importante componente de envidia vigilante que mantiene la igualdad y el funcionamiento democrático.

El filósofo francés Denis Diderot decía que en las desgracias de nuestros amigos siempre hay un punto de contento. Lo que no quiere decir que no corras a ayudar a tu amigo, prestarle dinero, llevarlo al médico. Pero a veces un mal trago ajeno despierta la frase: “Hombre…mejor él y no yo”. Esto nos hace considerar que existe una especie de relación entre los males y los bienes que vienen en un número determinado.

Así pues, en el fondo del mediocre que es consciente de su mediocridad se encuentra el caldo de la envidia, es ella el combustible de sus actitudes y acciones, y cuando lamentablemente lo encontramos dentro de las organizaciones públicas, los daños que causan son enormes. Porque el mediocre agresivo y resentido se aprovecha del mediocre pasivo y temeroso, que no le hace frente, se esconde, y muchas veces le sigue en sus maledicencias y actitudes perversas. Y los demás –los que no lo son- deben gastar ingentes cantidades de energía en contrarrestar su perfidia.

Finalmente, la avalancha de mediocres que se han apoderado de la academia está causando daños irreversibles a mediano y largo plazo. Es absolutamente notorio el descenso que ha sufrido la educación impartida a las nuevas generaciones, en general, desde la escuela primaria en adelante, sustentado ello por las mal llamadas reformas educativas, que lo que lograron ha sido enseñar menos y desterrar de la formación de niños y adolescentes la capacidad de pensar por sí mismos. Pero lo más grave ha resultado el descenso de la formación a nivel universitario, tanto en las universidades públicas cuanto en las privadas, lo que ha sido una consecuencia del primer fenómeno señalado. Pues mientras más ignorante es el estudiantado que ingresa a la universidad más necesario es aligerar la carga académica, en extensidad y profundidad, de las carreras que ellas imparten.

Y como corolario, el profesorado que nace de estas universidades llega posteriormente a la docencia menos preparado que las generaciones anteriores, y así se forma una cadena perversa: mediocres enseñando a los mediocres del futuro. ¡Y Dios nos libre de realizar una crítica o señalamiento alguno, porque en estas áreas la mediocridad se mezcla con una soberbia no vista en las demás organizaciones públicas!

La revolución industrial del Siglo XIX se llevó a cabo sobre los hombros de una inmensa masa ignorante, casi analfabeta, esclavizada hasta límites inconcebibles; la revolución tecnológica que se inició en el Siglo XX –en un contexto diferente, claro está- se está llevando a cabo sobre los hombros de otra masa ignorante, a la cual solamente se le pide conocer de informática y en algunos casos del idioma inglés, pero nada más.

¿Será éste el precio que debe pagarse por el adelanto de la humanidad? El panorama es lúgubre, desalentador, pero se oculta tras la idolatría de nuevos dioses de barro: actores de cine, deportistas… quienes son recibidos en el tercer mundo por gobernantes carentes de respeto a la dignidad de su cargo. Por ello le pregunto: ¿ha visto Usted en los periódicos que nuestros gobernantes reciban virtuosos de las bellas artes, científicos connotados, escritores y filósofos que hayan revolucionado el pensamiento? ¿Verdad que no? Lo que se observa es que se dejan embaucar por los oropeles de otros ignorantes que rutilan en las pantallas del cine o del televisor, a quienes algunos mediocres han denominado ¡la nueva aristocracia!. Estas son las consecuencias de la mediocridad intelectual.

Volver hacia atrás, hacia una educación y formación profesional de calidad se está convirtiendo en un sueño imposible, porque la decisión está en manos de otros mediocres, y no hay peor consejera que la envidia.

(*) Alfonso José Palacios Echeverría

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2 COMENTARIOS

  1. Lamentablemente en este país vivimos en una tiranía de la mediocridad, esta misma no solo pulula en todas las esferas sociales, si no también es impositiva, basta que alguien quiera hacer algo bien para que los mediocres lo ataquen y «le serruchen el piso», por eso como país nos cuesta tanto destacar en algo positivo.

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