viernes 19, abril 2024
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Frío en Boston

No es el acabose. No estamos sumergidos en la pesadilla ártica de Chicago. En Boston la historia es otra. En todo caso, hay que abrigarse de pies a cabeza, con técnica. Hoy, a la hora que esto escribo, la temperatura es de 4.44 bajo cero celsius, con una sensación térmica de -10.55 debida, creo yo, a los helados vientos. Dice una crónica periodística: “Esta semana en Chicago (…) si se tiende una camiseta lavada, en 20 segundos está tiesa como una tabla. Las temperaturas son tan bajas que, al lanzar al aire un chorro de agua hirviendo, no alcanza a tocar el suelo antes de congelarse”. Temperaturas de hasta -40 centígrados lo explican.

En Chicago hay toda una emergencia y se solicita a sus residentes no salir de sus hogares a riesgo de morir. En Boston, a pesar del crujiente frío, el crujir no es tan extremo, y uno sabe que existe una fundamental normalidad cuando el cartero sigue cumpliendo con sus religiosas responsabilidades.

Ayer, entre un memorable frío, después de mi trabajo, fui al hospital, al Beth Israel,  donde me realicé un ultrasonido; la consulta estaba llena como cualquier otro día. Lo incómodo es deshacerse de tanto envoltorio que tuve que deshojar como a una margarita, ante la mirada benévola de una amable operadora. Un día muy frío se alegra con una buena noticia. El doctor me dice que estoy bien, no más que debo controlar la grasa y bajar de peso.

De pronto medité en lo afortunado que soy en tener un seguro médico. Aquí no es como en Costa Rica.  Aquí la medicina es un negocio privado. No pocos millones de estadounidenses sufren por no tener acceso a un seguro de salud. El movimiento por un sistema universal de medicina social sigue creciendo, y esta causa encierra una aspiración que en inglés se dice “single payer system”, que espero siga creciendo  imparable. En Massachusetts, a nivel federal, absolutamente todos nuestros senadores y representantes apoyan esta revolución. El senador Bernie Sanders, un vecino de Vermont, es todo un icono por estos lares.  

Del hospital salí camino al centro de Boston, en dirección al Boston Common, el primer parque público que tuvo la ciudad, muy hermoso. Tomé el tren, la llamada línea roja.  Voy a encontrarme con mi amiga Nancy para asistir a una actividad de la facultad de Derecho de Suffolk University, y que tiene que ver con los derechos humanos de los pueblos indígenas de Guatemala, particularmente en atención al acceso a la radio comunitaria.  La clínica es muy buena. La integran profesores y estudiantes que acompañan a las radios comunitarias indígenas en sus demandas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ubicada ésta en Washington D.C.  

No es un secreto la aversión de los Estados Unidos a firmar tratados internacionales relativos a los derechos humanos.  Menos ahora. Por ejemplo, Washington nunca suscribió la Convención Americana de Derechos Humanos, por lo que resulta estimulante, pese a ello, que en la academia exista un interés serio en aprender cómo funciona el sistema interamericano de justicia.  Pese al frío la actividad estuvo concurrida.

De vuelta a casa, en el tren, de reojo observaba los rostros serios, ensimismados, introvertidos, del bostoniano común. Proverbial es que por aquí las bajas temperaturas ni paralizan ni intimidan. Existe una cierta timidez reservada a la tenacidad de carácter, a una voluntad industriosa propia de Nueva Inglaterra. Probablemente ello tenga que ver con la traducción mental de las temperaturas bajo cero, con la controversial y dura conquista de una naturaleza hostil y del injusto pero trabajoso sometimiento europeo a los pueblos indígenas.

Todo ello requirió de los puritanos de un esfuerzo mental titánico, de una actitud emprendedora cercana al hierro, y de una gramática gesticular severa. Antes de pedir un servicio o un favor, uno debe estar seguro de lo que uno busca o quiere; pero ello no es suficiente, hay que saberlo decir, entre más al punto es algo que se agradece en privado o en público.  Es lo que he llegado a denominar “sinceridad funcional”.

Un “proyecto” importa mucho, por pequeño que sea; el resultado también importa, porque de todo ello brota una satisfacción muy íntima. De ahí que no sea de extrañar que en este lugar Trump tenga una pésima reputación, al que se considera un viejo inútil, achacoso y estúpido, un bueno para nada.  ¿Podía ser menor siendo Boston el hogar de John F. Kennedy?

Boston es cuna de finezas y rebeldías. Cesto del trascendentalismo de Emerson, del anarquismo de Thoreau, y trinchera del abolicionismo de William Lloyd Garrison. Una vez Thoreau paró en la cárcel por no pagar impuestos, ello para no contribuir a la guerra que Estados Unidos impuso a México, asunto contrario a su moral. La tradición cuenta que Emerson lo visitó, y al verlo encerrado entre rejas le preguntó “qué haces ahí dentro”, a lo que Thoreau replicó “y tú qué haces afuera”.  

Los fríos cuentan una historia, muchas historias, y sus vientos o el calmo aire, le dan vuelta a cada página. Es una pequeña memoria de un tico en Boston, en unos momentos bajo cero.

(*) Allen Pérez es Abogado

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