martes 16, abril 2024
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El poder judicial español, solo ante el implacable juicio histórico

En el Tribunal Supremo español se ha juzgado a los representantes civiles y políticos del conjunto de catalanes que organizaron, colectivamente, un referéndum de autodeterminación. El juicio está visto para sentencia, y los alegatos finales de los acusados han sido ejemplares: han emplazado al Tribunal a que devuelva la cuestión catalana al terreno de la política, dejándolos en libertad, destacando su firme compromiso con una solución pacífica y pactada basada en el reconocimiento mutuo. Pero, sin embargo, el juicio ha terminado tal y como empezó, con la acusación pidiendo penas que oscilan entre los 7 y los 74 años de prisión, dependiendo de los distintos cargos que pesan sobre cada uno de los imputados. Esta es la consecuencia de años de politización judicial, alimentada por la resistencia y la negación, obcecada, a hablar sobre el fondo de la cuestión. Ante esta presión extrema, es probable que el poder judicial los condene sin darse cuenta de que, ante los catalanes, ante la opinión internacional y ante el implacable juicio histórico, se condenarán a sí mismos.

Los alegatos de los acusados, que han puesto punto y final al juicio, han sido claros, impactantes y contundentes. Todos ellos han recordado a sus familias, de quienes han resaltado el sufrimiento que están viviendo; han expresado su inequívoca vocación política y social y en defensa de la justicia, de los derechos humanos y de la democracia, que atestiguan sus vidas; han denunciado las calumnias del ministerio fiscal dirigidas sobre ellos, quien ha afirmado que planearon un golpe de Estado, transformando la libertad de expresión y de manifestación en intimidación, violencia y rebelión; y han destacado que, en el juicio, pese a la manipulación de la realidad de la que ha sido objeto, se ha demostrado que ellos y todos los catalanes ejercieron sus derechos fundamentales de un modo pacífico y ejemplar. Pero, aquello que ha sido más significativo ha sido el doble mensaje que han dirigido al Tribunal, y a todo lo que representa. Primero: “esta sentencia puede ser la solución a un problema político, que no se debería haber convertido en una cuestión judicial, para avanzar en el reconocimiento muto y en una solución pactada, o bien puede significar un retroceso histórico”. Y, segundo: “si nos condenan, otros continuarán, porque nuestra causa es legítima y es la voluntad colectiva de una gran mayoría de catalanes”. Pero este alegato de dignidad ha sido ninguneado por los medios de comunicación españoles. La prensa estatal ha ignorado el trascendente mensaje que los acusados han transmitido al Tribunal, y, de forma unánime, ha destacado que los acusados no se han arrepentido; que afirman que volverían a hacerlo, tratándolos como unos golpistas, del mismo modo que no ha cesado de hacer desde que empezó el proceso secesionista catalán. La presión que se ha ejercido sobre el poder judicial, el Tribunal, la Fiscalía y la Abogacía del Estado es y ha sido extraordinaria.

De algún modo, este juicio ha sido la enésima constatación de que algo le ocurre a España. No sabe verse a sí misma no solo con los ojos de los catalanes, sino tampoco con los ojos del sentido común, por no decir del derecho internacional, quien sí reconoce el derecho a la autodeterminación, es decir, comprende la importancia de su valor para el establecimiento de una paz universal, diga lo que diga España.

El juez Marchena, el presidente del Tribunal que ha dirigido el juicio contra los representantes políticos y civiles de los catalanes, escuchando su alegato final. Fuente: Vilaweb.

¿Qué ha ocurrido?

Trece años de amenaza judicial, cinco guerras civiles y siete golpes de Estado a medida que se desmenuza el Imperio español

Esta sentencia es el fruto de trece años de amenazas y persecución judicial, que empezó con una sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña, en junio de 2010, resultado de una ofensiva del Partido Popular (el PP) iniciada el 2006, cuando este partido representaba a la derecha y a la extrema derecha en España. Esta sentencia fue el detonante del desafío catalán a la unidad de España, y la gota que colmó el vaso de la paciencia catalana. Pero el inicio de la indignación ciudadana empieza antes.

El atentado de Al Qaeda en Madrid, el 11 de marzo de 2004, a pocos días de las elecciones generales, es el detonante de una inestabilidad política que provocará una inflexión en los avances democráticos, y el inicio de una indignación que alimentará la desafección ciudadana, así como la recuperación del espíritu nacional franquista. Motivado por el miedo, el PP atribuye este atentado al grupo terrorista de liberación vasco, ETA, y este episodio hace reaccionar a los españoles, tras constatarse que fue Al Qaeda, y que tras esta difamación había la voluntad de manipular a la población para garantizar la victoria de los populares en las inmediatas elecciones generales, que las encuestas daban como favoritos. De este modo, con la ciudadanía indignada, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) recupera el Gobierno Central, después de que éste haya ocupado, con el llamado “Tripartito” (PSC, ICV, ERC), el gobierno de la Generalitat de Catalunya un año antes. En poco tiempo, la ruleta del destino deja al Partido Popular fuera de juego. Y aquí empieza la inflexión fundamental en el frágil equilibrio del proyecto plurinacional español, que sucumbe a la obcecación histórica castellana, hecha a sí misma como el verdadero proyecto de la unidad de España, resultado, muy en especial, de la generación del 98 y del caudillismo franquista.

Desde el año 2004, y, pensando en la vuelta al poder, el PP hace valer una política de enaltecimiento patriótico español a costa de los llamados “nacionalismos periféricos”, y contra el gobierno socialista, en medio de una intensa persecución a la política vasca de raíz independentista ya iniciada, que termina con una dura represión y la condena judicial de sus voces política y mediática. Pero la reacción es inminente.

En medio de un innegable reequilibrio de poderes, a escala estatal, europea e internacional, el Parlamento de Cataluña formula una estrategia de renovación redactando un nuevo Estatuto de Autonomía, en 2006, que pretende normalizar los avances del desarrollo autonómico, y avanzar en la gestión de sectores e infraestructuras clave. Pero el PP, sin peso político en Cataluña, lo impide. En 2006, el Parlamento catalán aprueba una reforma del Estatuto de Autonomía, que es ratificado por los catalanes mediante un referéndum vinculante, así como por las Cortes Generales de Madrid y Su Majestad el Rey; pero el PP, en la oposición, presenta un recurso de inconstitucionalidad que el Tribunal Constitucional acepta. Y lo presenta junto con 4 millones de firmas acumuladas por España con una campaña sin parangón, alentando la hostilidad hacia las pretensiones catalanas de dotar de prestigio a su lengua y a su condición de nación. Alimentan, de este modo, la catalanofobia y la desafección social contra la catalanidad, como no se había visto desde el Franquismo.

El poder jurídico, político y empresarial alían en Madrid y el PP hace de la campaña contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña su principal lucha en la oposición. Y aparece un nuevo agente en esta “batalla”, en el seno de Cataluña: Ciudadanos. El 2006, ante un previsible retroceso del PP en Cataluña, se funda, en Barcelona, el partido político Ciudadanos, con la vocación de debilitar el auge catalanista y dar voz a quienes no se sienten identificados con él. De este modo, se levanta el muro de la división social catalana, y se combate el proyecto integrador catalán, que hasta entonces había conseguido grandes resultados para la convivencia en tiempos de democracia. Se crea el fantasma de la hostilidad catalana y los medios se hacen eco de ello. Mientras esto ocurre, el PP lidera el retroceso de la catalanidad en las comunidades valenciana y balear, donde el valenciano y el catalán (la misma lengua según las academias de la lengua respectivas, con sus variedades) se ven hostigados de un modo implacable desde entonces. La brecha entre la catalanidad y la españolidad castellana se amplía, siendo una lucha desigual en todos los sentidos.

El Tribunal Constitucional delibera, desde entonces, un acuerdo político que, según la derecha española, obcecada, conviene reprimir. Paralelamente, con el fin de debilitar al presidente del Gobierno, el socialista José Luís Rodríguez Zapatero, los populares hacen brotar la moralidad católica española desprestigiando su política de apertura hacia la tolerancia a la diversidad sexual, que reconoce a nuevos modelos familiares. Se trata de una herramienta política conservadora, que une el patriotismo con la tradición española, y propicia el retorno del espíritu del «Movimiento Nacional», del Franquismo, en un momento histórico en el que la sociedad española todavía no ha hecho un juicio razonable de su pasado represor. Como respuesta, Zapatero aprueba la Ley de Memoria Histórica, el 31 de octubre de 2007, que abre las puertas a la recuperación de la dignidad de las víctimas de la dictadura franquista, y facilita la investigación de las fosas comunes que la Ley de Amnistía, de 1977, no permitió juzgar. Con este juego de revisión histórica, el fascismo español se vitaliza y crece el temor al juicio histórico que España se niega a hacer. Esta situación alerta al poder judicial y a la moral nacional-católica, que se resiste a facilitar cualquier procedimiento que implique la investigación de las fosas comunes de la guerra y la posguerra civil (1936-1939 y décadas de 1940 y 1950). Se habla de un genocidio, nunca juzgado, de más de unos cien mil españoles.

Pero esta inestabilidad apenas acaba de empezar, y pronto adquiere otra dimensión. Desde el  2007, España entra en crisis. Estallan dos burbujas: la inmobiliaria y la financiera, que están vinculadas entre sí. Es el resultado de unas prácticas especulativas mal o poco reguladas que, en los últimos años, mantiene de manera ficticia el crecimiento económico en España, y el bloque capitalista occidental, sin un debate político honesto. La agitación social se generaliza, y el éxito económico español que durante años centra los titulares de los medios se ve desautorizado, junto con la política en general. Emergen nuevos grupos políticos, de izquierda y de derecha, y se estimula el activismo social contestatario.

En este contexto inestable, se inicia una nueva conciencia de la catalanidad en un entorno democrático y con una sociedad informada, organizada y consciente de su situación. Mientras tanto, el Tribunal Constitucional alarga excesivamente la sentencia al recurso del Estatuto, que se resuelve a puerta cerrada, y esta situación genera estupefacción.

En 2009, la sociedad catalana se moviliza, indignada. Se pregunta si vale la pena formar parte de esta España. El 13 de septiembre, una iniciativa popular impulsada en Arenys de Munt pregunta a sus ciudadanos qué piensa respecto la independencia de Cataluña. Es el inicio de una intensa movilización social, que abre el proceso de reafirmación del estatus de nación, tras el acoso político y judicial sobre la constitucionalidad del Estatuto de Autonomía de Cataluña aprobado y ratificado en 2006. La iniciativa popular iniciada en Arenys, sobre el derecho de autodeterminación de Cataluña, se extiende y es seguida por 508 municipios catalanes. El último es Barcelona, el 10 de abril de 2011. El “Sí” gana con un porcentaje superior al 90%. Pregunta de la consulta:

«¿Está de acuerdo que Cataluña se convierta en un Estado de derecho, independiente, democrático y social, integrado en la Unión Europea?»

A su vez, el 26 de noviembre de 2009, ante el estancamiento de las deliberaciones del Tribunal Constitucional, doce diarios catalanes publican una edición conjunta bajo el lema “La dignidad de Cataluña”. Se trata de los periódicos La Vanguardia, El Periódico de Cataluña, Avui, El Punt, Diari de Girona, Diari de Tarragona, Segre, La Mañana, Regió 7, El 9 Nou, Diari de Sabadell y Diari de Terrassa.

Pero el Tribunal Constitucional no cede. Al contrario, enciende la chispa que representa el inicio del proceso de autodeterminación catalán. El Tribunal Constitucional español delibera durante más de cuatro años sobre la constitucionalidad del Estatuto de Autonomía de Cataluña del año 2006. La resolución, muy discutida y bloqueada por posicionamientos internos muy contrapuestos, viene dada por la no remodelación habitual –institucionalizada- de los miembros del Tribunal, para evitar una mayoría de izquierdas, partidaria en su autorización. Es decir, una parte del Tribunal es elegido por el gobierno de turno, pero el Partido Popular hace valer los miembros que él propone en su anterior gobierno (que termina el 2004), para garantizar el éxito de su estrategia. El resultado es sentenciado por cinco votos a favor y cuatro en contra, y tanto las discrepancias como la anomalía de la formación del Tribunal deslegitiman la sentencia ante la opinión pública. Además, la sentencia resuelve la inconstitucionalidad de los aspectos que afianzaban los valores culturales e históricos de la lengua propia de Cataluña, el catalán, y de su condición de nación, a pesar de su propia jurisprudencia, que en años anteriores había reconocido a Cataluña como «nación histórica», y del sentir generalizado de su población.

En la Sentencia 31/2010, del Tribunal Constitucional, sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, se dictamina que: a) Cataluña no es una nación; b) se pone fin a la normalización lingüística del catalán, negándole su prestigio oficial en Cataluña; y c) se pone fin al proceso de desarrollo autonómico de España, que desde entonces no ha dejado de involucionar, a favor de la recentralización de poderes en la capital.

¿Cuál es el efecto de esta sentencia, del 2010?

Al igual que ocurre en con el juicio del 2019, se pone de manifiesto que el poder judicial español se plantea a sí mismo como la piedra angular judicial del Estado, símbolo de la unión política y el orden establecido, con fuertes connotaciones políticas e ideológicas sensibles a la causa española. El posicionamiento sobre la interpretación de los derechos históricos, ya integrados en la jurisprudencia, muestra la politización –innegable- del poder judicial español, con el aval interpretativo de la ambigüedad manifiesta de la Constitución Española. En todos los puntos conflictivos atenta contra las competencias de la Generalitat de Catalunya, y, muy especialmente, contra los derechos históricos de la nación catalana, que, como pueblo y sociedad, están internacionalmente reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la Carta de las Naciones Unidas. Esta sentencia, lejos de cerrar la puerta a los catalanes, lo que provoca es todo lo contrario. Crea el derecho a interpretarla y a discutirla enérgicamente. La reacción es profunda, inminente e inevitable.

2010, 10 de julio. Manifestación contra la Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Fuente: El Punt Avui, Juanma Ramos.

El 10 de julio de 2010, días después del avance de la Sentencia sobre el Estatuto, se organiza una manifestación para mostrar su rechazo. Es organizada por la entidad civil Òmnium Cultural, y se estima que hasta un millón de personas acuden a la manifestación, junto con la práctica totalidad de los partidos políticos catalanes, incluyendo el partido socialista (que desde entonces sufre una intensa y constante purga interna). Se manifiestan contra lo que entienden es un agravio a sus libertades y a su dignidad como pueblo, de acuerdo con el sentir de su identidad, a la vez que contra un Estado que no les representa y desautorizan por sus excesos. Miles de familias enteras de toda Cataluña se dirigen a Barcelona, pacíficamente, para mostrar su indignación, y toman nota de su determinación común. El lema de la manifestación es:

«Somos una nación, nosotros decidimos»

De este modo, Cataluña toma conciencia de sus derechos como nación, tras siglos estando reprimida por el proyecto nacional castellano, y le recuerda a España la lista de agravios históricos. Literal y colectivamente, dice: «basta, tenemos dignidad y, en un sistema democrático, decidiremos como queremos ser gobernados, y lo haremos«. Esta sentencia es el detonante de una nueva conciencia y maduración de la identidad catalana, que nace desvinculada de los designios de España y, de los del propio Rey.

Rápidamente, emerge el recuerdo del agravio histórico, y el de la excesiva fiscalización a los catalanes. Tras unas décadas en que el Estado se dedica a recaudar todos los impuestos y a repartirlos a discreción, sin informar de las transferencias y amparado por el principio de solidaridad territorial que pauta la Constitución, se hace público que, desde mediados de los ochenta, un 40% por ciento de los impuestos recaudados  en Cataluña no regresa, representando una fiscalización equivalente al 9% del producto interior bruto anual. A modo de ejemplo, en Alemania se rige este mismo principio pero se establece el tope en el 4,5%, no en el 9%, y dicho porcentaje se estima que es el más alto de Europa. Y dicho agravio es común en los territorios de Valencia y Baleares, tierra de los antiguos reinos catalanes de Valencia y de Mallorca. Pero dicho debate no prospera, no se convierte en un desafío político que establezca los límites de la solidaridad, en equilibrio con la igualdad de derechos y oportunidades. El debate sobre el modelo territorial no se pone sobre la mesa, y se constata que no existe otro patrón que la negociación a puerta cerrada. En su lugar, España responde que Madrid también es solidaria, pero rehúsa reconocer que desde hade décadas ha creado una gigantesca infraestructura a su alrededor, que ha dejado de invertir en Cataluña y que, resultado de la globalización, concentra la práctica totalidad de las sedes de las empresas multinacionales en España, que pagan allí sus impuestos. Cataluña inicia una campaña de denuncia, y el resto de España responde con que es insolidaria y mezquina. Pero eso no es todo. A raíz de la crisis inmobiliaria y financiera que se destapa el 2007, España inicia un proceso de endeudamiento espectacular. Se recortan los recursos a las comunidades autonómicas (en las materias de sanidad, educación y cultura) y Cataluña recuerda, con más ímpetu, que se debe repensar la transferencia fiscal. Pero ni el Estado ni los medios de comunicación tienen intención alguna de hablar de este tema. El grado de desinformación llega a ser exagerado, llegándose a afirmar, reiteradamente, que es España quien paga las pensiones de los catalanes, que España está pagando las deudas de la Generalitat de Catalunya y que Cataluña será eminentemente pobre si se independiza, cuando no es así. Es decir, media España depende de los impuestos catalanes, España está sobre endeudada y cualquier supuesto que implique la secesión de Cataluña no es solamente un problema político, es un gravísimo problema económico que, de materializarse, dejaría a España con medio pie fuera de la Unión Europea, por insolvente.

En medio de esta inestabilidad política, económica y jurídica, se inicia el retroceso democrático, y la hostilidad ideológica, en todo el Estado. Se detiene, radicalmente, el desarrollo de la Ley de Memoria Histórica de 2007, y se recorta la libertad de expresión, del mismo modo que ocurre en todos los estados que entran en crisis. Pero esta censura a la libertad tiene una singularidad añadida: afecta a la voz catalana y corrompe el Estado de Derecho. La Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana, conocida como la “ley mordaza”, representa la culminación del retroceso en las libertades de expresión, información o manifestación, en toda España. Desde entonces, hablar de “delito”, “crimen” o “golpe de Estado” al referirse a la determinación catalana pasa a ser normal, y deja de ser visto como una anormalidad democrática. Se impone el discurso de la autoridad de la ley, se aborta el debate político y se apodera al poder judicial, politizado. A nivel internacional, España inicia una campaña de persecución de todo aquello que suene a diplomacia catalana, pidiendo y en gran medida consiguiendo la clausura de actos en los que representantes catalanes pueden informar sobre sus aspiraciones, a través de sus embajadas.

Ante semejante acoso, Cataluña amplía el altavoz de su indignación, hasta conseguir que sus representantes civiles trasladen, a los políticos, su determinación, y se inicia un debate –estéril- con España, que se niega a hablar. A su vez, las encuestas afirman que la mayoría de catalanes desea ejercer el derecho a decidir, por una minoría del resto de la ciudadanía española, y en ellas se indica que son más los catalanes que desean dejar de formar parte de España respecto a los que desean seguir formando parte de ella. Y este dato es significativo, teniendo en cuenta de que existe una leve mayoría de castellanoparlantes de origen respecto a los catalanoparlantes, resultado, principalmente, de la migración rural del resto de España que tuvo lugar durante el Franquismo. Es decir, se constata un arraigo de la castellanidad en Cataluña, que es afín a la causa catalana, y a sus derechos. Por esta razón, se acentúa todavía más la censura política y se politiza, todavía más, el poder judicial. La ruptura pasa de ser un estadio pasajero a ser una realidad sólida, mientras España mantiene su enroque y confía en hacer valer su autoridad, despreciando la determinación catalana.

Detrás, está el recuerdo de una historia inhóspita, de desprecio y de abuso, por no decir de violencia, que se creía superada. Cinco guerras civiles desde el siglo XVIII, en que la primera y la última fueron conflictos internacionales, avalan este pasado hostil. Los catalanes perdieron en las cinco contiendas, todas ellas dirigidas a recuperar sus derechos y privilegios que, como nación, fueron suprimidos con el Decreto de Nueva Planta de 1716, del mismo modo que le ocurrió al resto de reinos catalanes: Valencia y Mallorca.

De todas estas guerras, destacan los bombardeos italianos a la población civil, que atacaron al levante peninsular de 1938, cuyo rastro se puede contemplar todavía en las ciudades catalanas y valencianas. Siguen presentes en la conciencia colectiva, del mismo modo que sigue presente el bombardeo a Guernica, en el país vasco, por parte de las tropas nazis. Este episodio fue el resultado del golpe de Estado por parte de los militares contra la Segunda República Española, de 1936, y ocasionó una guerra y una dictadura, con el general Francisco Franco al frente. Las muertes que ello provocó, la purga de la postguerra (censura, persecución y exterminio) y el exilio de muchos españoles republicanos que sobrevivieron, no han podido ser debidamente juzgados, ni se han podido dignificar sus vidas. Por ello el recuerdo está vivo. Además, el camino a la democracia, que en España vino de la mano de la presión internacional, acumula siete golpes de estado a sus espaldas, en su historia reciente (y otros muchos en la anterior) que se produjeron a medida que se desmenuzaba el Imperio español. Mientras esto ocurría, una parte de la España peninsular, monárquica, militar y eclesiástica, buscaba reinventarse a sí misma; y otra, republicana y consciente de su realidad plurinacional ahogada por Castilla, deseaba resarcirse de su opresión.

De todos estos golpes de Estado, dos de ellos derrotaron al republicanismo (el de 1874 y el de 1936); uno de ellos a la democracia con vocación republicana (el de 1923); y los otros cuatro fueron golpes fallidos: dos contra la dictadura, en 1926 y en 1929; uno contra la república, en 1932; y el último contra la democracia, en 1981. El golpe de 1923 supuso el fin de los avances democráticos en España, y el inicio de una ardua lucha contra el catalanismo emergente, que acababa de recuperar su prestigio, tras siglos de censura y persecución. Se clausuraron todas las instituciones catalanistas y se prohibió, de nuevo, el uso del catalán. El golpe de 1936 supuso el fin de la Segunda República Española, que fue vencida en 1939, y el inicio de casi cuarenta años de dictadura al mando de Franco, bajo el ideal nacional-católico, quien inculcó en dos generaciones los ideales de un patriotismo religioso, castellano, anti republicano y anti comunista, y quien convirtió a la identidad del resto de naciones de España en un constructo cultural pintoresco, enfocado en el folklore y la gastronomía. El catalán dejó de enseñarse en los colegios, se censuró el derecho a reunión y la corrupción se generalizó, permitiendo el auge económico y político de instituciones como el Opus Dei, y de determinados círculos de poder (empresarial, monárquico, eclesiástico, militar, político y judicial), que mantuvieron sus derechos y privilegios tras la muerte del dictador, gracias a la Ley de Amnistía de 1977.

De este modo, el Franquismo no ha podido ser juzgado, y en gran parte todo ello fue gracias al propio poder judicial, que sobrevivió al mismo. La amnistía fue la condición para que se aceptase al sistema democrático, tras la muerte del dictador Francisco Franco, junto al retorno, pactado, de la monarquía Borbón. Y adoptó la forma de Ley, en 1977, a la que se debe la Constitución Española de 1978. De este modo, el poder judicial se ha transformado en el garante de este pacto, el mismo que está a punto de sentenciar el futuro de los derechos de los catalanes.

Por esta razón, por todo lo dicho, muy en especial ante todos los catalanes, este juicio y el trato de golpistas recibido es una provocación que, lejos de frustrar sus aspiraciones, las refuerza.

España, por primera vez en cuatro décadas, se encuentra ante la encrucijada de tener que mirar al pasado. Pero el problema es que, mientras el poder político mira hacia otra parte, el poder judicial se encuentra intervenido, limitado por la Ley de Amnistía, bloqueado por la propia ley y solo ante este desafío. Censurando y negando compulsivamente el juicio histórico, de los catalanes y los republicanos, ante ella misma, ante Europa y ante el Mundo, España muestra los males de su obcecación ante su historia y su incapacidad de volver a ser lo que fue: una pluralidad de naciones que se reconocían mutuamente.

Tras décadas, o mejor dicho siglos, con un juicio pendiente a sus espaldas, en 2019, el poder judicial español debe decidir si condena a los representantes de la voz catalana, que desautorizará una sentencia condenatoria, consciente de su dignidad y su legitimidad, o dar otra oportunidad a España para reconciliarse con su realidad plurinacional, aceptando la ley internacional del derecho a la autodeterminación. Pero no lo tiene fácil. El poder judicial puede decidir si devuelve el asunto donde debe estar, en la política, pero ni lo hizo al aceptar esta causa ni lo puede hacer salvo que se quiera poner en contra de todo el altavoz mediático, retroalimentado por el poder político español y los brazos del Franquismo, que ansía una condena ejemplar y ha contado con todo su apoyo, hasta la fecha. Está solo, literalmente solo, del mismo modo que lo estará España ante los catalanes, ante la opinión internacional y ante el implacable juicio histórico, si los condena.

(*) Andreu Marfull Pujadas, Profesor en Planificación y Geografía Urbana a la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, México.

13 de junio de 2019

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4 COMENTARIOS

  1. Cataluña es a España lo que Irlanda fue a Inglaterra, tarde o temprano, tendrá su independencia. No se puede engañar a todo mundo todo el tiempo.

  2. Buenos días.

    Sr. Marfull, no se si considera una buena idea hacer un poco de autocritica (positiva, como es natural) puesto que es evidente que estos articulos de opinión tienen una clara tendencia:
    si bien , el primero de ellos…
    «El juicio de España a los catalanes ha empezado» provocó unos 170 comentarios (en el momento que escribo este)
    el segundo y ya no digamos el tercero y el cuarto suponen una caida evidente en los mismos, por ello y porque de acuerdo con su parecer la resolución de la problemática radica en la respuesta del pueblo…. (cuestión esta que no comparto) no se si es una buena idea rebatir este ultimo articulo o por el contrario plantearle la cuestión que en otro de los articulos ya le comenté que me tiene fascinado sobre sus estudios y teorías historicas.

    • Hecha la autocrítica Sr. Carmelo. Sigo firme en mi intención de transmitir el rostro de la realidad que los brazos del poder tienden a censurar, al margen de la difusión real de su contenido y de las tendencias que rigen y toleran el paso por las «redes», en un medio comprometido como éste. Saludos.

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