Tan grande es la diversidad de organismos que existen en la naturaleza, muy superior al millón de especies -sin contabilizar las formas microscópicas-, que para la taxonomía y la sistemática las palabras no hubieran bastado para cumplir a cabalidad sus labores.
En efecto, estas disciplinas biológicas, que funcionan de manera realmente indivisible, centran su quehacer en la descripción, el bautizo y la clasificación de especies -vivientes o extintas-, así como de hallar interconexiones entre ellas. Hecho esto, es posible detectar afinidades de parentesco entre grupos de especies, vale decir, relaciones filogenéticas, para percibir y entender mejor el curso del proceso evolutivo, a partir del momento en que la vida apareció en nuestro planeta. Es por ello que, históricamente, sus practicantes han dependido de imágenes veraces, que reflejen con fidelidad los rasgos anatómicos o morfológicos de las plantas, los animales y los microorganismos. Sin embargo, esto no era sencillo de lograr, y menos en épocas en que no existían las cámaras fotográficas.
Esto explica que en las prolongadas expediciones científicas organizadas por el Imperio Español, después del descubrimiento de América, líderes como Francisco Hernández de Toledo en la primera (1571-1577), Hipólito Ruiz López, José Antonio Pavón Jiménez y Joseph Dombey en la segunda (1777-1788), así como José Celestino Mutis y Bocio en la tercera (1783-1816), trajeron con ellos a excelentes dibujantes. Sin embargo, la primera se circunscribió a México y el norte de América Central, en tanto que las otras se focalizaron en Perú y Colombia, por lo que no se aproximaron a nuestras costas. Eso sí, en decenas de volúmenes -y casi siempre en colores-, ellos plasmaron gran parte de la riqueza de formas de la flora y la fauna de la región neotropical.
Una expedición posterior a México (1787-1803), emprendida más de dos siglos después de la primera, fue la que estuvo más cerca de Costa Rica. La encabezaron los españoles Martín de Sessé y Lacasta y Vicente Cervantes Mendo, a quienes se sumó el mexicano José Mariano Mociño, quien al parecer hizo una incursión hasta Cartago.
Aunque Mociño era botánico, podría haber ocurrido que junto con sus ayudantes hubiera capturado una o más especies de aves, y entregado los especímenes a su equipo de dibujantes, conformado por Atanasio Echeverría y Godoy, Juan Vicente de la Cerda, José Guío y Pedro Oliver. En efecto, cuando uno revisa las láminas confeccionadas por ellos (unas 1800 de plantas, y unas 200 de insectos, crustáceos, peces, reptiles, aves y mamíferos), de inmediato observa numerosas especies que viven en Costa Rica. No obstante, puesto que son especies con ámbitos de distribución amplios, ello significa que no necesariamente fueron dibujadas con base en ejemplares recolectados aquí.
Cabe acotar que ya hacia finales del siglo XVIII el Imperio Español comenzaba a tambalearse, pues habían emergido nuevas potencias económicas y políticas, como Portugal, Inglaterra, Francia y Holanda, que empezaban a disputarle sus dominios en el inmenso mar Pacífico. En respuesta a esto, se emprendió la más grande de las exploraciones españolas, de dimensiones planetarias, como lo fue la célebre Expedición Malaspina (1789-1794), comandada por dos marinos, el italiano Alejandro Malaspina y Melilupi y el español José de Bustamante y Guerra. Su equipo de dibujantes estaba constituido por José del Pozo, Fernando Brambila, Tomás de Suria y José Guío, quien por un tiempo había estado con Sessé en México. Recorrieron las costas de Chile, Perú y Ecuador, y en enero de 1791 ingresaron al golfo de Nicoya, pero pareciera que no hicieron incursiones en tierra firme, lamentablemente.
Los años subsiguientes fueron muy turbulentos, debido a las rebeliones y batallas propias de los procesos que conducirían a la independencia de la mayoría de los países americanos. Y, ya con el panorama político despejado, algunas potencias pusieron sus ojos en la delgada cintura del continente. Soberanos los países centroamericanos desde en 1821, donde además había condiciones naturales ideales -el río San Juan y el lago Cocibolca- para construir un canal interoceánico, era preciso mapear sus costas.
Ello explica que, por iniciativa del Almirantazgo inglés, recalara en nuestras costas el barco HMS Sulphur, al mando de Sir Edward Belcher, cuya misión era mapear la costa Pacífica de América, una parte de las de Asia y África, y varias islas de Oceanía, y así lo hicieron por siete años. Como irrefutable evidencia del interés de esa expedición en nuestra región, hasta hoy han pervivido muy detallados mapas de la bahía de San Juan del Norte -compartida por Nicaragua y Costa Rica- en el Caribe, al igual que las bahías de Salinas y Culebra y el golfo de Nicoya en el Pacífico. Es decir, cuatro puntos estratégicos del territorio costarricense aptos para completar el anhelado canal interoceánico.
No obstante, como también se pretendía recolectar muestras vegetales y animales, de ello eran responsables los botánicos Andrew Sinclair y George Barclay, así como el zoólogo Richard Brinsley Hinds. La información zoológica quedaría compendiada en el primer tomo del libro La zoología del viaje del H.M.S. Sulphur, bajo el mando del capitán Sir Edward Belcher durante los años 1836-42, editado por Hinds y publicado en 1843; al año siguiente apareció el segundo tomo, dedicado a moluscos y escrito por él.
Mientras recolectaba en la isla del Coco, Hinds observó un ave que le llamó la atención, por no haberla visto nunca antes. Por tanto, la recolectó y la embalsamó. Años después, ya en manos del taxónomo inglés John Gould, éste la describiría como una nueva especie para la ciencia, la cual bautizó como Coccyzus ferrugineus. Es oportuno destacar que fue Gould quien identificó las especies de pinzones -de la familia Fringillidae, la misma de nuestro comemaíz-, de formas y comportamientos bastante singulares y hasta extravagantes, que en 1859 le permitirían al célebre Charles Darwin entender y fundamentar el fenómeno de la especiación, esencial en su teoría de la evolución.
Pero, para los fines del presente artículo, lo más importante es que, a partir de un espécimen embalsamado, Gould elaboró la imagen del ave recolectada por Hinds -así consta al pie de la imagen-, lo cual hizo con gran destreza, para legarnos una representación veraz de la nueva especie, hoy conocida como cuclillo. Cabe acotar que esa especie es endémica o exclusiva de la citada isla, aunque en el continente tiene especies emparentadas, como el elegante y sigiloso bobo ardilla o bobo chizo (Piaya cayana), que a menudo observo en los cafetales arbolados que circundan mi casa, en San Pablo de Heredia.
Por tanto, se puede concluir que el cuclillo fue no solo la primera especie biológica descrita para nuestro país, sino que también la primera en ser dibujada para una publicación científica.
No obstante, si somos muy estrictos y puntillosos, eso no sería tan cierto, pues en aquel entonces la isla del Coco no pertenecía a Costa Rica de manera oficial. Según el amigo historiador Raúl Arias Sánchez -gran conocedor de la historia de esta isla-, ésta fue descubierta por el obispo Tomás de Berlanga en 1526, cuando se dirigía hacia Perú. Sin embargo, no fue sino en el segundo mandato presidente Jesús Jiménez Zamora que se decretó su posesión oficial -en agosto de 1869-, lo cual culminaría cuando un barco nacional, comandado por el capitán Francisco Rogers, tomó posesión efectiva de la isla, en la simbólica fecha del 15 de setiembre.
Ahora bien, si no estuviéramos del todo satisfechos con esta situación, nuestra avifauna tendría una segunda oportunidad. Eso sí, como veremos a continuación, la historia es muy diferente de la anterior.
En efecto, tras arribar a Costa Rica a inicios de 1854, el médico y naturalista alemán Karl Hoffmann empezaría a efectuar recolecciones de plantas y animales. Y fue así como en agosto de 1855, mientras lo hacía en los densos bosques que cubren las estribaciones del volcán Barva, se topó con un ave excelsamente hermosa. Y tanto, que se extasió no solo contemplándola, sino que también describió su apariencia con las siguientes palabras:
“Del otro lado de la orilla del arroyo donde estaba nuestro lugar de descanso, justamente en frente, se mecía una parejita de quetzales en las ramas de una encina. Este pájaro es el más bello de América Central, y era ya célebre en la mitología de los antiguos indios, sirviendo las largas y magníficas plumas de sus colas como adorno en las diademas reales de los aztecas. Este es el Trogon resplendens, con el cual me parece concordar el T. pavoninus.
A continuación hago la descripción de un ejemplar masculino de este ornamento de nuestra fauna ornitológica. Longitud desde la punta del pico hasta el coxis 8” 2”’ [pulgadas y sus décimas], de la cola 6”, las dos plumas exteriores de las cuatro centrales de la cola 51” 8”’, las dos interiores de la misma 35”, de la cabeza con pico 2” 4”’ (medida inglesa). Pico fuerte, de 8,5”’ en su base, abultado (levantado) y más ancho que largo, en forma de cono. Este posee cinco barbillas de pelos negros y tiesos, dirigidos hacia delante, de los cuales uno está detrás de cada ventana nasal, uno en cada lado de la base de la mandíbula inferior y el quinto debajo de la sínfisis; además, es arqueado de la base en adelante, tiene una sima o arista abovedada y roma, y es amarillo como el limón y negro en la base.
Sus pies de trepador están emplumados hasta los dedos. Toda la cabeza la cubre un copete o penacho de plumas que convergen desde los lados y se juntan las unas con las otras. Los ojos son totalmente negros. El copete, garganta, cuello, pecho, espalda y las plumas que cubren las alas, así como las cuatro largas plumas del centro de la cola, son magníficamente dorado verdosas y brillan con el dorado del bronce. La base de las plumas de la espalda y del pecho es negra, pero estos colores solo se aprecian donde las plumas no están superpuestas, cubriéndose unas a otras como en un techo de tejas. Alas negras, las externas laterales de la cola blancas como de cisne, y las interiores negras. El vientre es rojo escarlata, desde el pecho a la raíz del cuello aumentando la coloración clara. Por desgracia no estaban a nuestro alcance las dos escopetas, pero lo he hallado después varias veces en los bosques de la Candelaria y también lo he cazado”.
Minuciosa descripción del quetzal -quizás aburrida para quien no sea biólogo-, pero que se pudo haber ahorrado por completo hoy, con una fotografía digital instantánea. Pero… ¡qué se le iba a hacer! ¡Así eran las cosas entonces!
Sin embargo, por fortuna, en 1858 llegaría al país el viajero irlandés Thomas Francis Meagher, interesado en muchas cosas, y muy poco en nuestras flora o fauna. No obstante, el encanto del quetzal lo conmovió mientras recorría el valle de Orosi, de lo cual nos legó el siguiente testimonio: “Visitamos muchos lindos lugares, solitarios y espléndidos, atravesamos fríos y rápidos torrentes, negras barrancas, caminando a lo largo de precipicios, subiendo y bajando montañas con trabajo, pasando por entre espesos matorrales y selvas sombrías, selvas en que por el follaje de los más altos cedros pasa como un meteoro el quetzal, el pájaro de plumaje blanco y carmesí, verde y oro, el pájaro imperial y sagrado de México, cuyas plumas sutiles que parecen palmas alcanzan a menudo una longitud de cuatro pies [casi metro y medio] y que nadie, excepto el emperador, podía usar”. ¡Una descripción llena de lirismo, en contraste con la científica de Hoffmann!
Empero, para alguien que no conozca el quetzal, difícilmente alguna de estas descripciones permitiría visualizar su aspecto a plenitud.
No obstante, por fortuna, con Meagher venía un extraordinario dibujante, Ramón Páez Ricaurte, hijo del general José Ramón Páez Herrera, dos veces presidente de Venezuela. Este muchacho, que por entonces frisaba los 20 años, dejaría un invaluable testimonio pictórico de nuestra cotidianidad de entonces con sus ilustraciones de un amplio y rico relato de Meagher, intitulado Vacaciones en Costa Rica (Harper´s New Monthly Magazine). Pero Páez, que trazara e imprimiera 45 imágenes de ciudades, campos, actividades productivas, personas, etc., por una única vez hizo una excepción, pues no pudo resistirse ante el encanto de esa ave esplendorosa. Y fue así como plasmó, en plumilla -en blanco y negro-, una imagen de gran fidelidad y plasticidad, en la que se conjugan de manera armoniosa el rigor científico, aunque no fue trazada con ese fin -como en el caso del cuclillo- y la calidad estética.
Es pertinente aclarar que el quetzal es nativo de Costa Rica, pero no endémico -a diferencia del cuclillo-, pues vive desde México hasta Panamá. De hecho, cuando los especímenes recolectados por Hoffmann fueron enviados al Museo de Zoología de Berlín para su identificación, el ornitólogo Jean Louis Cabanis informó que la especie había sido bautizada desde 1831, y que se llamaba Pharomachrus mocinno. Quien hizo esto fue el sacerdote y naturalista mexicano Pablo de la Llave, y le asignó el epíteto mocinno en honor del ya citado naturalista José Mariano Mociño, con quien había tenido la oportunidad de trabajar por un tiempo.
Para concluir, debe resaltarse que, aparte de su valor científico intrínseco, las imágenes de aves han adquirido una dimensión otrora insospechada. En efecto, en el caso de Costa Rica, desde hace unos 25 años el turismo se ha convertido en la principal fuente de divisas, y la mayor parte de los turistas que arriban lo hacen con la intención de disfrutar nuestra naturaleza y, casi siempre, de observar sus maravillosas aves. Esto no hubiera sido posible sin la pionera obra Guía de aves de Costa Rica, de Gary Stiles y Alexander Skutch, con excelentes ilustraciones de Dana Gardner -que ha alcanzado ya un tiraje de más de 7000 ejemplares-, a la que en años recientes se han sumado otras guías de campo.
Sin embargo, más importante aún -pues, si no, ni siquiera el turismo perdería su sustento natural- es que las imágenes de aves tienen un inmenso valor en la sensibilización de la ciudadanía en cuanto a la conservación de estas auténticas joyas vivientes. Pero eso puede lograrse si y solamente si se protegen sus hábitats -que comparten con muchas otras especies de fauna y flora-, los cuales siguen reduciéndose o deteriorándose como consecuencia de la deforestación, la sustracción de especímenes y la contaminación del ambiente.
Ojalá que este artículo llegue a las manos y a las mentes de aquellos que aún hoy actúan con tanto egoísmo y afán de lucro, sin reparar en el imperativo ético que tenemos todos -como criaturas pensantes y racionales-, de proteger los dones de la creación.
(*) Luko Hilje Quirós
(luko@ice.co.cr)
Interesante artículo, apreciado amigo Luko