sábado 20, abril 2024
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Por la aduana de La Garita

El título de este artículo es un poco ilógico, pues la palabra garita equivale a la caseta o casetilla desde la que un centinela vigila alguna actividad, como en el pasado ocurría en las aduanas ubicadas en los caminos por donde se importaban y exportaban mercaderías; es decir, por orden jerárquico, debería decirse “la garita de la aduana”. No obstante, La Garita es hoy el nombre de un distrito del cantón central de Alajuela, mundialmente célebre por su cálido y seco clima, así como por sus bellos paisajes, todo lo cual lo convirtió en un excelente paraje de retiro para extranjeros jubilados.

Sin embargo, muchos ignoran la relación existente entre una garita, una aduana y ese topónimo alajuelense, por lo que aquí deseo esclarecerla con la ayuda de varios testimonios escritos, complementados con algunas fotos, tanto antiguas como recientes. Obviamente, esta no es una investigación exhaustiva, y ojalá más bien que —estimulado por este artículo— algún historiador profesional pudiera emprender este tipo de pesquisa.

Para comenzar, es oportuno señalar que a mediados del siglo XIX había tres puestos aduaneros en Costa Rica. Uno estaba en La Trinidad, en la desembocadura del río Sarapiquí en el San Juan, el cual después fue trasladado un poco adentro, hasta Muelle, en la ribera del río; tuvo poca importancia, pues el comercio se limitaba a objetos valiosos pero pequeños, ya que la travesía desde ahí hasta el Valle Central debía hacerse en mulas por una trocha de montaña. Los otros dos estaban en el Camino Nacional, que era una calzada firme que comunicaba Puntarenas con la capital, por el cual sí podían transitar carretas tiradas por bueyes.

De éstos, el primero se localizaba a la salida de dicha ciudad. Su rusticidad quedó vívidamente plasmada en la siguiente descripción del viajero irlandés Thomas F. Meagher, que data de 1858: «Una hora de animado galope por la playa que une la villa de Pun­ta Arenas a la tierra firme nos llevó a La Chacarita, puesto avanzado de la aduana de La Garita. Allí es donde se registran y pesan todas las mercaderías extranjeras destinadas a cualquier punto situado entre el Puerto y La Garita, y se pagan los derechos. Este puesto avanzado consiste en una barraca espa­ciosa, construida de bambú y cañas, con un platanar y un gallinero. Al acer­carnos a caballo al interior de la barraca llena de humo, vimos al inspector de aduanas con un cabo de «puro» en los labios plácidos, meciéndose serena­mente en mangas de camisa en su hamaca de cabuya. Convencido de que las mantas azules de California sujetas a nuestras sillas solo contenían unas mu­dadas de ropa blanca, el calmoso inspector, sin levantarse de la hamaca y con un gesto amable de su mano descolorida, nos manifestó que podíamos seguir nuestro camino».

Nótese que aquí se alude a La Garita, con ese apelativo, que se usaba desde mucho antes. Pero, ¿cómo era ese punto, cuán importante era, y cuáles eran sus particularidades?

Aunque él nunca estuvo en nuestro país, en un libro sobre los países centroamericanos, que data de 1854, el diplomático estadounidense Ephraim George Squier indicaba que «aun cuando Costa Rica tiene varios puertos en el Pacífico, el único que hasta aquí ha sido habilitado es el de Punta Arenas, en el golfo de Nicoya. Fue establecido en 1847 y recibió considerable impulso mediante el privilegio de puerto franco, que le otorgaron por un término de tres años. Este privilegio ha sido prorrogado después y a los barcos no se les cobran impuestos de anclaje o tonelaje, ni derechos a las mercaderías, excepto cuando las llevan al interior, para lo cual hay una aduana en un punto llamado la «Garita del Río Grande», a cinco leguas de la capital».

En efecto, a poco más de 30 kilómetros de San José, en un predio privado a mano derecha de la ruta hacia Atenas y al pie de cinco hermosas palmeras, yacen hoy los vestigios de lo que fue esa aduana (Figura 1). Una placa metálica adherida a uno de los antiguos muros de calicanto del edificio, contiene la siguiente inscripción: «Ministerio de Hacienda. Antigua aduana de La Garita, que fue establecida en la década 1780-1790. En conmemoración de la segunda celebración del Día del Aduanero. 27 de noviembre de 1981. Dirección General de Aduanas» (Figura 2). A continuación, el camino desciende de manera abrupta, y aunque la carretera está bien pavimentada, recorrer en automóvil esas pendientes tan escarpadas y tortuosas no deja de ser peligroso, y sobre todo el trecho que separa ese punto del hermoso y vetusto puente que reposa sobre el encajonado cauce del Río Grande de Tárcoles.

Figura 1. El sitio donde estuvo la aduana.

Figura 2. Vestigios de la garita, y placa conmemorativa.

La primera referencia algo detallada sobre este paraje proviene del alemán Moritz Wagner y el austríaco Carl Scherzer, quienes estuvieron allí en 1853, al viajar de San José a Puntarenas.

Ellos enfatizan más los aspectos geológicos de esa zona, que es parte de las serranías de los Montes del Aguacate, donde por entonces había una importante actividad de explotación minera, de oro y plata. Aluden a «la profunda garganta del río Grande, al pie de la pendiente oriental del Aguacate, donde por debajo de edificio de la Aduana ruge el río en su angosto lecho», para expresar después que «a medio camino entre Alajuela y «La Garita», el rendimiento del suelo decrece visiblemente. El maíz y los frijoles se cultivan solo a trechos; las tierras se usan principalmente para estos».

Por fortuna, nos legaron una elocuente descripción de ese entorno, al manifestar que «hacia el mediodía llegamos a la Aduana del Río Grande. Oíamos rugir, a poca distancia, este río en la profundidad y el señor [Guillermo] Nanne llamó mi atención sobre una perspectiva de la que, en el horizonte suroriental, ya se divisa, entre unas rocas, la superficie azul del Pacífico. La Aduana, «La Garita», tiene la situación más favorable que jamás haya visto para este propósito. El ojo domina desde la alta ribera el desfiladero y las vertientes del Monte del Aguacate que se levanta en frente. Unas rompientes escarpadas de pórfido caen en la ribera izquierda casi a plomo en el lecho del río. Los contrabandistas no pueden, por ningún lado, contornear el desfiladero y tampoco es posible pasar el río vadeando; el contrabando, sin la connivencia de los aduaneros, no es pues factible».

Por su parte, el viajero alemán Wilhelm Marr, quien viajó a la inversa, de Puntarenas a San José, relataría que «Rocas de pórfido cortadas a pico se lazan de ambos lados del río hasta una altura de 6 a 8000 pies, en cuya pendiente oriental está La Ga­rita (la aduana), edificio de cal y canto que parece una fortaleza. De uno y otro lado se yerguen casi verticalmente rocas cubiertas de verdor, haciendo que el contrabando sea del todo imposible. Un camino sinuoso y bastante empinado conduce al profundo canal del valle hasta un puente de piedra bajo cuyos arcos, a una profundidad de cerca de 50 pies, ruge y hace espuma el Río Grande. De noche se cierra el puente; una casucha de cañas situada más allá de éste sirve de habitación a los empleados subalternos encargados de la vigilancia. En nuestra calidad de caballeros no fuimos molestados por el guarda don Prudencio Esquivel. Este amable señor hasta nos invitó a almorzar, rehusando resueltamente aceptar ninguna paga».

Marr ampliaría su descripción para indicar que «arriba, en la pendiente oriental del desfiladero, está la aduana principal, edificio bajo de un solo piso. Todo lo que va al puerto o viene de él tiene que desfilar por el patio de la aduana por el cual pasa el camino. Allí reside el administrador general de la aduana don Salvador Gutiérrez, un caballero de pequeña estatura y bien alimentado, que tiene los modales más pulidos y tan coqueto en su escrupulosidad de funcionario público como en su cortesía. Este «Don» es incorruptible hasta donde admite el carácter neoespañol de la incorruptibilidad, y solo se hace de la vista gorda cuando el señor presidente Juan Rafael Mora, o su cuñado, el atolondrado y amable general don José María Cañas, el gobernador del puerto, ordenan pasar de contrabando mercaderías por su altísima cuenta propia».

Es muy posible que estas afirmaciones sobre don Juanito y el general Cañas fueran verídicas, pues el poder ha otorgado esos y otros tipos de granjerías en todas las latitudes a lo largo de la historia. No obstante, cabe preguntarse si Marr tenía la autoridad moral para juzgarlos, pues en sus relatos se capta que era una persona poco o nada honorable. Además, en el Archivo Nacional pude hallar hace un tiempo un expediente referido a una acusación contra él, al incautársele en 1857 un contrabando de licores en la aduana de Puntarenas.

Para retornar a Meagher, en su travesía desde Puntarenas debió pasar por la aduana; lo acompañaba el venezolano Ramón Páez Ricaurte como ilustrador. En su crónica de viaje, Meagher detalló que «una legua más allá de Atenas llegamos al borde de la «quebrada» que en este punto linda con el Río Grande. A una profundidad de trescientos pies, llenan­do el precipicio con su voz bronca y salvaje, golpeando furiosamente y saltan­do sobre las rocas que se oponen a su paso, el río se precipita dando tumbos y sus aguas crecidas huyen rápidamente. El muro que está del otro lado de pre­cipicio era varios pies más alto que el que bajaban despacio nuestras mulas por un camino en zigzag sólidamente construido, aunque sin ninguna protección del lado del abismo».

Después de descender por tan empinada pendiente, narraba que «en línea recta y directamente debajo de nosotros había un puente de piedra de un solo arco atrevido, con una puerta y un techo, que unía los dos caminos que bajaban de ambos lados de la barranca. Era el puente de La Garita, el puente de la aduana, por el cual están obligados a pasar todos los que se dirigen al interior del país. Toda tentativa de cruzar el río, arriba o abajo de ese puente, se castiga con diez años de presidio». De este puente, tan firme que aún hoy está incólume (Figura 3), Páez nos legó una vívida imagen (Figura 4). Sin embargo, según la descripción de Marr, la casucha donde dormían los guardas estaba en el extremo oriental del puente, lo cual indica que al imprimir esta imagen para el artículo de Meagher, quedó al revés; al respecto, es oportuno advertir que dicho artículo, intitulado Holidays in Costa Rica, aparecido en la revista Harper´s New Monthly Magazine, contiene varias imágenes invertidas.

Figura 3. El puente sobre el río Grande de Tárcoles, en la actualidad.

Figura 4. El puente, a mediados del siglo XIX.

Ahora bien, Meagher proseguía su narración especificando que «más allá del puente hay un edificio de madera muy largo, bajo, muy toscamente construido y con techo de tejas coloradas, que sale cinco o seis pies fuera de la pared del frente hasta una andana de postes cuadrados de cedro descolorido: la aduana. Allí es donde se horadan los barriles, se sacan los clavos de las cajas, se des­cosen los fardos, se registran los baúles y se colecta la mayor parte de las ren­tas de la República». Ellos fueron eximidos del registro, gracias a varias cartas de recomendación que traían, a la vez que el administrador expresó que «a la ciencia y a la literatura era debido que el equipaje de un caballe­ro dedicado al estudio estuviese exento de las formalidades a que están sujetos los jamones de Westfalia y otros artículos ordinarios», e incluso fue a buscar una botella de coñac para brindar por la salud de los tres, así como por Costa Rica y Venezuela.

Superada la atalaya, y rebosantes de alegría por tan inesperado recibimiento, «nos pusimos en camino dejando el Río Grande que rugiese con voz ronca en su lecho dentado. El abismo profundo, los muros de color de puesta de sol que descollaban sobre la negras aguas, la larga procesión de carretas y mulas y bueyes que bajaban serpenteando por los acantilados del fren­te, los grupos de guardas y carreteros reunidos en el puente, el mismo puente, los macizos de follaje y las floraciones que mitigaban la faz dura y fría de la ro­ca suavizando con su sombra el salvajismo aterrador del abismo: todo esto lo olvidamos al llegar a la llanura situada arriba del río y ver abrirse allí, súbita, audaz y espléndidamente un vasto anfiteatro ante nosotros».

En efecto, ya en la planicie y nomás empezando a pisar los llanos del Carmen, afloró el lirismo en el alma y la pluma de Meagher, para embelesado expresar: «Latitud, altura, infinito. Ninguna mezquina señal de vida hu­mana maculaba el espectáculo; el sol en su plenitud; al través de la tierra ca­lentada, la pulsación de aguas lejanas; retumbos de truenos en un cielo en el que no se veía una señal amenazadora. Maravilla, homenaje, éxtasis. Se di­ría, en verdad, que por virtud del magnífico solariego nos habían arrebatado del Viejo Mundo y estábamos en los umbrales, a la vista y gozando de una nueva existencia».

Desde entonces, habrían de transcurrir unos 20 años para contar con una breve alusión al edificio de la aduana, esta vez por parte del botánico alemán Helmuth Polakowsky. Al viajar de Puntarenas a San José, él narraría que «habíamos cabalgado unas dos horas por el camino que desciende bastante empinado, cuando alcanzamos la tal garita, donde hay una aduana y una pequeña guarnición. Esta casa está en un valle profundo, encerrado por paredones escarpados y atravesado por el Río Grande. Atraviesa el río un puente de piedra muy bonito, muy firme, construido por 1835. Allí es fácil detener el avance de un enemigo, pues pocos hombres valientes pueden hacer imposible el paso por el puente y la bajada al valle. Inmediatamente después de la Garita se divide el camino. Las carretas van por una ruta más bonita y más ancha, la cual alcanza el gran camino real de la altiplanicie por San Antonio [de Belén], en dirección a la capital. Los viajeros van por otro camino más estrecho a la izquierda, hacia Alajuela, situada más cerca, para partir de allí a la capital en tren. También nosotros seguimos este camino».

Como síntesis de todos estos testimonios, es claro que, por su posición estratégica, ya fuera para quienes traían mercaderías de Puntarenas o para los boyeros que transportaban el café desde el Valle Central hacia dicho puerto, no había manera de evadir ese puesto y, con ello, resultaba inevitable la revisión de las cargas para el cálculo de los respectivos impuestos. Pero, además, debe destacarse que el edificio aduanal no estaba a la vera del Camino Nacional, sino que éste cruzaba el interior de ese predio. Es decir, estaba diseñado de modo tal que fuera un punto ineludible para quien transitara por ahí, ya fuera en mula o en carreta.

Al respecto, una evidencia más proviene del valioso testimonio del abogado estadounidense John Lloyd Stephens, quien recorrió ese camino en 1839. Diría que «a las nueve llegamos al borde de una magnífica barranca y desde allí fuimos serpenteando por un descenso escarpado de más de 1500 pies, hasta que nos cercaron las montañas en forma de anfiteatro. En el fondo de la barranca había un puente rústico de madera sobre un torrente angosto que corre entre rocas perpendiculares de 150 pies de altura y recuerda las cataratas de Trenton. Subimos por un camino escarpado hasta la cima de la barranca, donde había una casa larga, atravesada en el camino para impedir el paso como no fuese directamente por dentro de la misma. Se llama La Garita y señorea el camino que va del puerto a la capital. En ella hay funcionarios estacionados para tomar razón de las mercaderías y examinar los pasaportes».

Es de suponer, entonces, que había un pórtico o marco sin portón, delimitado por la tapia del edificio en su extremo izquierdo —visto desde afuera, en subida—, y quizás una especie de columna, también de calicanto, en el otro extremo. Del primero aún hay evidencias, como lo son unos vestigios de una tapia, que se prolongan hasta el borde de la actual carretera (Figura 5), en tanto que la supuesta columna debe haber sido eliminada cuando se construyó la actual carretera.

Figura 5. Vestigios de la tapia de la aduana.

A propósito de comentario de Stephens, cabe hacer un paréntesis para aclarar que, si en 1839 lo que había era un puente de madera, Polakowsky erró al anotar que el puente de calicanto estaba en pie en 1835. En realidad, según el experto topógrafo e historiador Juan Manuel Castro Alfaro, este último puente se empezó a construir en la administración de José María Alfaro Zamora (1842-1844) y se concluyó en la segunda administración de don Juanito Mora.

Ahora bien, aunque los relatos son congruentes en cuanto a que el de la aduana era un edificio amplio y de un solo piso, hay contradicciones acerca de su construcción, pues Meagher indica que era de madera, mientras que Marr lo describe como de calicanto, al punto de que parecía una fortaleza, según sus palabras. Esta apreciación coincide con la del viajero escocés Robert Glasgow Dunlop, quien al pasar por ahí en 1844 había expresado que «a las diez de la mañana llegamos a la fortaleza que señorea del paso del Jocote [del Aguacate], a unas cinco leguas de San José, y allí almorzamos». Sin embargo, al leer con cuidado los relatos, se capta que la contradicción recién anotada es aparente, y lo descrito por Meagher y Marr es complementario, más bien. Es decir, la edificación de la aduana era de madera, y su entejado techo reposaba en parte sobre la tapia externa —que era independiente—, para proyectarse hacia el exterior, donde era sostenido por una hilera de postes de cedro.

Obviamente, con los años la madera se pudrió, y del edificio no quedó más que un muro— se ignora si era su pared, o tan solo una tapia externa—, que la intemperie fue carcomiendo. Al respecto, se cuenta con un fehaciente testimonio del arqueólogo sueco Carl Bovallius, quien al transitar por ahí en 1882 narró que «entre dos pequeños afluentes del Río Grande, pasamos el río sobre un puente construido alto sobre el nivel del agua. Al lado de la ladera este del valle, llegamos a La Garita, antes puesto de aduana, ahora parecida a un fuerte en ruinas. Los impuestos de aduana se pagan ahora al lado del Pacífico en Punta Arenas y al del Atlántico en Puerto Limón». Sería importante investigar en qué momento la aduana perdió su importancia y cayó en el abandono.

Ignoro si existe alguna imagen de ese edificio, que debe haberse visto enhiesto ahí, en tan hermoso altozano. Y ahora me pregunto por qué Páez no lo dibujó, y sí lo hizo con el puente, que por cierto en esa imagen no muestra su esplendor, pues en realidad es mucho más ancho y largo, y hasta tiene un gran escudo de Costa Rica cincelado en cada uno de sus costados. En todo caso, para que no quede duda alguna de su parecido con una fortaleza, se cuenta con cuatro fotografías harto elocuentes, que hace un tiempo tuve la fortuna de hallar, y que datan de 1945.

En efecto, en marzo de ese año Francisco Picado Soto, vecino de Alajuela, se quejaba por la prensa acerca del abandono de ese sitio, en un artículo intitulado Lo que queda de la casa de la aduana de La Garita. Este recorte de periódico lo hallé en el Álbum de Granados (tomo 9, p. 106); dicho álbum corresponde a una colección de diez tomos de recortes de prensa, de parte de Jaime Granados Chacón, pero tiene el inconveniente de que él casi nunca anotó la fuente y la fecha de los recortes compilados.

En todo caso, lo interesante es que, aparte de una foto que ilustra el artículo, aparecen otras tres fotografías originales, tal vez tomadas en la misma fecha de la primera. En ellas (Figuras 6-9) se aprecia que las paredes eran muy altas, que en la parte frontal del edificio había varias claraboyas tan grandes que cabía una persona de pie, y que las paredes culminaban en almenas. Esto explica el aspecto de fortaleza al cual se refirieron varios de los viajeros citados.

6- Ruinas aduana de La Garita- Album Granados.
7- Ruinas aduana de La Garita- Album Granados.
8- Ruinas aduana de La Garita- Album Granados.
Figura 9- Ruinas aduana de La Garita- Album Granados.

Ahora bien, aparte de su importancia para el fisco en aquella época, ese punto geográfico encierra un gran valor histórico en términos cívicos y patrióticos, por su relación con la Campaña Nacional contra las fuerzas esclavistas filibusteras, encabezadas por William Walker.

En primer lugar, cuando la invasión de Walker a Costa Rica era inminente, el sábado 1° de marzo de 1856 el presidente don Juanito Mora convocó al pueblo a las armas, y tres días después, en la madrugada del martes 4, nuestras tropas partieron hacia el frente de batalla, en Guanacaste.

Viajaron por el Camino Nacional, y la primera noche de campamento ocurrió exactamente en la aduana de La Garita. Desde ahí, suscrita por el general José Joaquín Mora Porras, Manuel José Carazo Bonilla —ministro de Guerra— recibiría la siguiente comunicación, llevada por un posta o cartero: «Río Grande, Marzo 4 de 1856. Me hago el honor de participar a Ud. que el Ejército Expedicionario ha llegado en el mayor orden y sin novedad alguna a este punto donde pernoctará para proseguir su marcha a San Mateo». Es decir, esa fue la primera noche en que nuestros combatientes durmieron lejos del calor de sus hogares, cuando ya olía a batallas, dolor y muerte.

Vendrían tiempos muy difíciles, como las jornadas bélicas de Santa Rosa, Sardinal y Rivas, la reanudación de la guerra con las batallas en el río San Juan, así como la nueva confrontación en Rivas, que culminaría con la rendición de Walker el 1° de mayo de 1857.

Esta vez, a diferencia de 1856, cuando el retorno estuvo fatalmente signado por el devastador cólera morbus, todo era diferente, y las tropas regresaban triunfantes, marcadas por el dolor que toda guerra provoca, pero felices por haber salvaguardado la soberanía y la libertad de la patria agredida.

Maltrechos los cuerpos, pero inflamado de patria su pecho, tras cruzar los escabrosos Montes del Aguacate aquel martes 12 de mayo, no imaginaban que en la aduana de La Garita los esperaba su Capitán General, quien esta vez no había podido acompañarlos.

En dicho sitio, al acogerlos, alborozado y agradecido les expresó: «Soldados: vengo a recibiros con el orgullo y el amor con que un padre vuelve a ver a sus hijos vencedores. […] Sed bienvenidos a esta patria idolatrada que tanto os debe y que, yo os lo prometo, sabrá recompensar vuestros servicios. […] Sed bienvenidos, hijos los más ilustres de Costa Rica, para ser perpetuamente, como hasta hoy, en paz y en guerra, ejemplo de honradez y patriotismo».

Así les habló ese visionario estadista y valiente conductor de pueblos que fue don Juanito, en aquellas soledades donde se escuchaba tan solo el rumor de la corriente aguas abajo. Así lo repitieron las paredes de esa profunda barranca. Y, con tal fuerza, que sus palabras aún resuenan, para quienes quieran escucharlas.

Ahí en La Garita, frente al Río Grande.

(*) Luko Hilje Quirós

(luko@ice.co.cr)

 

 

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2 COMENTARIOS

  1. De nuevo Luko nos deleita con un sustantivo relato sobre la aduana de La Garita y alrededores. Como hasta mi ingreso a la UCR era una alajuelense que hacía en grupo correrías por el oeste de la ciudad, anoto lo siguiente.
    1) Tal parece que dichas ruinas están en terrenos privados y existen construcciones que anulan lo poco que quedó de la vieja aduana.
    2) Respecto a Meagher, cuando anota del camino zigzaguiante (doble Z porque era doblemente curvo) que salía desde el puente sobre el río Grande hacia lo que hoy es el poblado de Los Angeles de Atenas. Dicho camino yo lo crucé en automóvil, luego a pie y LUEGO ESE CAMINO CARRETERO DESAPARECIÓ PORQUE LOS VECINOS LO ANEXARON A SUS PROPIEDADES. En otras palabras se robaron el derecho estatal sobre ese viejo camino.
    3) En cuanto a la cita de Polakowsky, esa bifurcación luego de superar la salida de la aduana, correspondía a dos caminos: la carretera nacional que corría al este por lo que hoy se llama calle de los Llanos y continuaba hacia San Antonio de Belén, Puente de Mulas, alto de las Palomas hasta llegar a San José. La otra rama vial, corresponde a la llamada calle del Coyol, rumbo NE hasta el sencillo monumento del Pacto del Jocote, en las goteras de la ciudad de Alajuela.
    4) La ancha calle del Coyol tenía cercas de piedra, pero abusivos vagoneteros se robaron las piedras y los vecinos, poco a poco avanzan estrechando la calle.
    5) En cuanto al puente colonial sobre el río Grande que aparece en las fotos, mi hermano LUis Diego da fe y tiene fotos de un puente de piedra y arco, unos 200 m aguas abajo del puente actual. Del actual, sufrió dos modificaciones; el murito de piedra a cada lado fue sustituido por un barandal metálico y la superficie de rodamiento, le recargaron una gruesa capa de asfalto.
    Cordial saludo.

    • Hola Orlando. Mi nombre es Fernando.
      Me parece muy interesante lo que nos ha compartido el señor Luko como usted también, aclarando 5 puntos que son fundamentales.

      Quisiera saber si hay la posibilidad de compartir las fotografías de su hermano de ese puente de piedra y arco. Es de mucho interés para mí y sé que para otras personas también el poder contar con esas fotografías de ese otro puente.

      Le agradecería mucho si puede compartir esas fotos, así como ha podido compartir estos datos valiosísimos en su comentario.

      A la espera de su respuesta.
      ¡Saludos!

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