Roma, 21 Nov. (EUROPA PRESS).- El Papa Francisco ha condenado este jueves la explotación de mujeres y niños tras llegar a Bangkok, la capital de Tailandia, en el marco de un viaje que finalizará con su visita a Japón.
El Pontífice, que se ha dirigido a políticos y diplomáticos a su llegada a la Casa de Gobierno del país asiático, ha expresado que «sus pensamientos están con todas esas mujeres y niños de nuestro tiempo, especialmente aquellas que resultan heridas, son violadas y se encuentran expuestas a todo tipo de explotación, maltrato, violencia y abuso».
Así, ha recalcado que es necesario acabar con este tipo de violaciones de los Derechos Humanos y ha mostrado su aprecio por las medidas puestas en marcha por Tailandia para «extirpar este flagelo» y por todas aquellas organizaciones y personas que trabajan para acabar con este tipo de «maldades» y ofrecen formas de «restaurar la dignidad» de las víctimas.
Por otra parte, ha agradecido «la oportunidad de poder visitar esta tierra rica de tantas maravillas naturales» y ha destacado la «hospitalidad», que le permitirá «propagar y acrecentar lazos de mayor amistad entre los pueblos».
Durante un discurso pronunciado durante un encuentro con las autoridades del país y representantes de la sociedad civil, Francisco, que durante su periplo tiene previsto recorrer 27.200 kilómetros de espacio aéreo y mandar telegramas por separado a las autoridades de Hong Kong, Taiwán y China, ha insistido en abordar «brevemente» los «movimientos de migración».
Crisis migratoria y trágico éxodo
«Son uno de los signos característicos de nuestro tiempo. No tanto por la movilidad en sí, sino por las condiciones en que esta se desarrolla, lo que representa uno de los principales problemas morales que enfrenta nuestra generación. La crisis migratoria mundial no puede ser ignorada», ha alertado, según recoge un comunicado de la Santa Sede.
En este sentido, ha hecho hincapié en la actitud adoptada por Tailandia, «conocida por la acogida que ha brindado a los migrantes y refugiados». «Se ha enfrentado a esta crisis debido a la trágica fuga de refugiados de países vecinos», ha afirmado en relación con la crisis de los rohingya.
«Hago votos, una vez más, para que la comunidad internacional actúe con responsabilidad y previsión, pueda resolver los problemas que llevan a este éxodo trágico, y promueva una migración segura, ordenada y regulada», ha manifestado antes de instar a la «hospitalidad».
Según ha confirmado el portavoz oficial del Vaticano, Matteo Bruni, está previsto que Francisco pronuncie un total de 18 alocuciones, entre homilías y discursos, todos ellos en español. Este será su 32º viaje, el séptimo de este año y el cuarto a Asia (después de Corea en 2014, Sri Lanka y Filipinas en 2015, y Birmania y Bangladesh en 2017).
Homilía de la misa en el Estadio Nacional de Tailandia:
El Papa Francisco celebró este 21 de noviembre la primera Misa pública de su viaje apostólico en Asia en el estadio nacional de Tailandia en Bangkok.
“Han pasado 350 años de la creación del Vicariato Apostólico de Siam (1669-2019), signo del
abrazo familiar producido en estas tierras. Tan solo dos misioneros fueron capaces de animarse a sembrar las semillas que, desde hace tanto tiempo, vienen creciendo y floreciendo en una variedad de iniciativas apostólicas, que han contribuido a la vida de la nación. Este aniversario no significa nostalgia del pasado sino fuego esperanzador para que, en el presente, también nosotros podamos responder con la misma determinación, fortaleza y confianza”, indicó el Santo Padre.
A continuación, el texto completo de la homilía pronunciada por el Papa Francisco:
«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mt 12,48). Con esta pregunta, Jesús desafió a toda aquella multitud que lo escuchaba a preguntarse por algo que puede parecer tan obvio como seguro: ¿quiénes son los miembros de nuestra familia, aquellos que nos pertenecen y a quienes pertenecemos? Dejando que la pregunta hiciera eco en ellos de forma clara y novedosa responde: «Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50). De esta manera rompe no solo los determinismos religiosos y legales de la época, sino también todas las pretensiones excesivas de quienes podrían creerse con derechos o preferencias sobre Él. El Evangelio es una invitación y un derecho gratuito para todos aquellos que quieran escuchar.
Es sorprendente notar cómo el Evangelio está tejido de preguntas que buscan inquietar, despertar e invitar a los discípulos a ponerse en camino, para que descubran esa verdad capaz de dar y generar vida; preguntas que buscan abrir el corazón y el horizonte al encuentro de una novedad mucho más hermosa de lo que pueden imaginar. Las preguntas del Maestro siempre quieren renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad con una alegría sin igual (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).
Así les pasó a los primeros misioneros que se pusieron en camino y llegaron a estas tierras; escuchando la palabra del Señor, buscando responder a sus preguntas, pudieron ver que pertenecían a una familia mucho más grande que aquella que se genera por lazos de sangre, de cultura, de región o de pertenencia a un determinado grupo. Impulsados por la fuerza del Espíritu, y cargados sus bolsos con la esperanza que nace de la buena noticia del Evangelio, se pusieron en camino para encontrar a los miembros de esa familia suya que todavía no conocían. Salieron a buscar sus rostros. Era necesario abrir el corazón a una nueva medida, capaz de superar todos los adjetivos que siempre dividen, para descubrir a tantas madres y hermanos thai que faltaban en su mesa dominical. No solo por todo lo que podían ofrecerles sino también por todo lo que necesitaban de ellos para crecer en la fe y en la comprensión de las Escrituras (cf. CONC. VAT. II, Const. dogm. Dei Verbum, 8).
Sin ese encuentro, al cristianismo le hubiese faltado su rostro; le hubiesen faltado los cantos, los bailes, que configuran la sonrisa thai tan particular de estas tierras. Así vislumbraron mejor el designio amoroso del Padre, que es mucho más grande que todos nuestros cálculos y previsiones, y que no puede reducirse a un puñado de personas o a un determinado contexto cultural. El discípulo misionero no es un mercenario de la fe ni un generador de prosélitos, sino un mendicante que reconoce que le faltan sus hermanos, hermanas y madres, con quienes celebrar y festejar el don irrevocable de la reconciliación que Jesús nos regala a todos: el banquete está preparado, salgan a buscar a todos los que encuentren por el camino (cf. Mt 22,4.9). Este envío es fuente de alegría, gratitud y felicidad plena, porque «le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 8).
Han pasado 350 años de la creación del Vicariato Apostólico de Siam (1669-2019), signo del
abrazo familiar producido en estas tierras. Tan solo dos misioneros fueron capaces de animarse a sembrar las semillas que, desde hace tanto tiempo, vienen creciendo y floreciendo en una variedad de iniciativas apostólicas, que han contribuido a la vida de la nación. Este aniversario no significa nostalgia del pasado sino fuego esperanzador para que, en el presente, también nosotros podamos responder con la misma determinación, fortaleza y confianza. Es memoria festiva y agradecida que nos ayuda a salir alegremente a compartir la vida nueva, que viene del Evangelio, con todos los miembros de nuestra familia que aún no conocemos.
Todos somos discípulos misioneros cuando nos animamos a ser parte viva de la familia del Señor y lo hacemos compartiendo como Él lo hizo: no tuvo miedo de sentarse a la mesa de los pecadores, para asegurarles que en la mesa del Padre y de la creación había también un lugar reservado para ellos; tocó a los que se consideraban impuros y, dejándose tocar por ellos, les ayudó a comprender la cercanía de Dios, es más, a comprender que ellos eran los bienaventurados (cf. San Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Asia, 11).
Pienso especialmente en esos niños, niñas y mujeres, expuestos a la prostitución y a la trata, desfigurados en su dignidad más auténtica; en esos jóvenes esclavos de la droga y el sin sentido que termina por nublar su mirada y cauterizar sus sueños; pienso en los migrantes despojados de su hogar y familias, así como tantos otros que, como ellos, pueden sentirse olvidados, huérfanos, abandonados, «sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49). Pienso en pescadores explotados, en mendigos ignorados.
Ellos son parte de nuestra familia, son nuestras madres y nuestros hermanos, no le privemos a nuestras comunidades de sus rostros, de sus llagas, de sus sonrisas y de sus vidas; y no le privemos a sus llagas y a sus heridas de la unción misericordiosa del amor de Dios. El discípulo misionero sabe que la evangelización no es sumar membresías ni aparecer poderosos, sino abrir puertas para vivir y compartir el abrazo misericordioso y sanador de Dios Padre que nos hace familia.
Querida comunidad tailandesa: Sigamos en camino, tras las huellas de los primeros misioneros, para encontrar, descubrir y reconocer alegremente todos esos rostros de madres, padres y hermanos, que el Señor nos quiere regalar y le faltan a nuestro banquete dominical.