a CRVC
En el instante más especial con ella, algo grotesco sucedía con una uña de mi pie, porque sabemos que éstas crecen, mas no a un ritmo espectacularmente acelerado, diríase monstruoso.
El hecho perturbaba en lo más íntimo de mi ego: tanteando bajo la manta, calculé había aumentado veinte centímetros en una hora. Y yo ahí con Camila, precisamente en esa primera noche que se supone debe ser particularmente inolvidable…
Y lo fue en sentido inverso.
Percatándome de la desconcertante situación, aún abrazados, un poco desnudos, hablábamos de esas particularidades que plantean las vicisitudes del pequeño amor.
Pero siendo que los artefactos idílicos del alma tarde que temprano muestran sus espinas o dagas trémulas con blanco a la razón, en mí fue menos intangible esta inexorable dinámica, pues literalmente experimenté un dolor más que bestial en el dedo anular del pie derecho, creándome espantosas palpitaciones al punto de casi sufrir un colapso físico y nervioso.
¡Y empezó mi calvario!
En un descuido en que revisaba su WhatsApp con vistas a la renombrada Avenida Bicentenario, fui deslizando mi pierna al exterior de la sábana que me cubría desde las rodillas a los pies. Afirmé lo suficiente el talón en el piso, única parte funcional de este degenerado pie que misteriosamente tornaba en «modo Mr. Hyde», y de un salto logré enderezarme observando el súbito defecto en toda su dimensión: exhibiendo un aspecto asqueroso, sin ningún romanticismo, a secas, amarilla y curvada la uña se enrollaba en espiral bajo la mitad de la planta del pie.
Por fortuna ella continuaba hipnotizada por su aparato, así que, a paso de ridículo energúmeno de feria, corrí renqueando al cuarto de baño y agarré las tijeras de un providencial botiquín de primeros auxilios que levitaba frente a mis incrédulos ojos. (Nunca amé tanto a este instrumento y más la previsión de la mágica administración del establecimiento). Corté aquella cosa bizarra con dureza de roca, semejante a una momia de sierpe anillada, echándola por la celosía que también da a la renombrada Avenida Bicentenario, inaugurada con gran pompa y despilfarro en aquellos difíciles días de crisis por los que atravesaba mi nación.
Satisfecho con la poda, tratando aún de desembarazarme de cualquier vestigio del adefesio, tembloroso a más no poder, por reflejo sacudí mis manos formándose una pequeña nube blanca en el recinto que lentamente fue descendiendo y depositando sobre la porcelana en una fina capa calcárea. Con la misma escobilla de la limpieza del retrete barrí la arenilla de calcio ocultando los repugnantes residuos extremadamente volátiles bajo la alfombra del lavabo y, con determinación, aunque triste, retorné al lecho.
-Esto es serio, Camila: mirando hace un momento la renombrada Avenida Bicentenario he decidido finalizar esta relación -le dije.
-¡Si es por causa de este maldito celular prescindiré de él para siempre! -suplicó.
Ya no la escuchaba ni preocupaba en nada este triángulo amoroso con su iPhone de última generación. Transcurrieron sólo cinco minutos desde que trasquilara al engendro y ya reventaba mi pantufla, sufriendo yo un suplicio indescriptible. A estas alturas del extraño fenómeno, la supervivencia pudo más e instintivamente el amor pasó a un segundo plano.
Así sollocé de impotencia, resignado por la inesperada situación. «También esto es vivir, aunque lo que sucede aquí es más propio de los cuentos fantásticos de terror indecible», cavilé intentando consolarme.
De tal manera mantuve la calma aspirando todo el aire que podían albergar mis pulmones, aclarándole parcialmente tan embarazosa situación, inédita, porque nadie hasta ese momento fue testigo de algo así; ni creo se tiene noticia el libro Guinness haya mostrado marcas insólitas del crecimiento descomunal y vertiginoso de una simple uña anular de pie, con excepción de variaciones sobre el mismo tema: emplastos extraordinarios como El Hombre Elefante; la misma decoloración de la piel negra de Michael Jackson, o el tiempo récord en que Nicolás destrozó una potencia petrolera.
-Nada tiene que ver el móvil, cielo: algo muy malo brota de mí y no puedo revelar su naturaleza porque es detestable…
Sentado del otro lado de la cama, de espaldas, apresurado me vestí y, padeciendo un dolor animalesco, embutí la uña demoniaca y odiosa en el zapato.
Ella no entendería ya: con insistencia neurótica (que no era para menos) exigía una explicación más exacta y justa que le pudiera hacer comprender lo que a todas luces parecía una egoísta ruptura unilateral, pero le di largas.
Mientras tanto el mocasín de sólido cuero cocido se agujereaba por la punta, esta pezuña bestial que tornaba en macabro ser incontrolable; así con el pretexto de ir por unos tranquilizantes a la farmacia Bicentenario salí apresurado de la habitación.
No hubo retorno.
A poco de esa aciaga fecha en que se desató tan horripilante embrujo en el motel Cala que da a la infausta Avenida Bicentenario, previendo aquel peculiar trastorno genético o inquietante maleficio no desaparecería jamás, cabizbajo de pena dije adiós a mis padres a quienes tampoco ofrecí explicaciones. (Igualmente, no deseaba perder su amor y ganarme el repudio de toda la familia, amigos y la sociedad).
Esa noche me interné en lo más espeso de la selva tropical del país, donde esta maldita uña de Satanás con vocación galáctica crece y crece sin mostrar visos de detenerse.
Temo algún día por fin llegue a la civilización, entonces estaré en serios aprietos: la recorrerán hasta ubicar mi pobre pie y de ahí no tendrán impedimento para descubrir el rostro de la araña.
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Del libro inédito de cuentos y microcuentos del escritor, poeta y periodista Frank Ruffino “Golpes bajos”, que verá la luz a mediados del 2020.
Diario Digital Nuestro País ha publicado ocho relatos de su primer libro de cuentos “Los perros también soñamos”, a imprimirse en unos días.
¡Gracias colegas!