I
Mi abuelo Odín fue un pastor alemán que tuvo la fortuna de nacer en cuna de oro, en la familia del muy respetado don Pedro Montalván.
Thor, mi padre, por esos infortunios de la vida, las más de las veces producto de malas decisiones, abandonó la protección de los Montalván por ir tras de una perra callejera de raza desconocida, sin oficio ni beneficio. Y he aquí, yo, Oso, degradado, pagando los platos rotos, lidiando el día a día tras el hueso y la carne del ahora, una víctima más del amor entre dos seres insensatos, Thor y Ella, porque por ser la perra de mi madre de tan baja condición sin amo ni noble familia, se desconoce si alguna vez tuvo un nombre siquiera decente. Quizá algún niño o un lúcido mendigo la tuviera por momentos bajo su precaria protección…, pero de eso no se puede forjar un porvenir halagüeño, y no sabemos nada, los perros pobres no solemos tener la larga memoria que otorga el pedigrí de los canes ricos y distinguidos, ¡si con esta descomunal hambre no existe tiempo para realizar ociosos recuentos!
Bajo este aciago panorama de enunciado, las 24 horas de mi día las ocupo en buscar un hueso o lo que sea, con tal de acallar estos atronadores tormentos de mi pobre y demandante estómago. Los mejores momentos de nuestra vida caen los lunes y viernes en que pasa el camión de la recolección de desechos, pero algunas veces esto se pone difícil, pues, cual una maldición, días hay en que las gentes sedentarias y vagabundas sacan sus miserables bolsas poco antes del arribo de la vagoneta, con sus vertiginosos y odiosos obreros recolectores. En esos pocos minutos de oportunidad, y a la luz del día, la competencia es muy dura ante esta multitud cuadrúpeda en la indigencia, hambrientos y enfermos por llevar esta existencia de carencias, maltratos de los hombres, y para colmo este año extremadamente lluvioso.
Así, entonces, minuto a minuto, el único afán de mi existencia es tratar de conseguir un hueso o resto de carne que me provea de la energía necesaria para seguir vivo. Anoche aullé y aullé como mis ancestros salvajes, los temidos lobos, esto porque me lo han dicho mis congéneres. ¡Claro!, no les revelo que el motivo de mi convulso comportamiento durante el sueño está relacionado precisamente con esta crónica hambre maldita. Y es que dormido desvarío con tesoros comestibles de manjares extraordinarios…
II
Había sido que don Bruno, el carnicero, salía precipitado de su venta con una carta en la mano, supongo que para la oficina de Correos y Telégrafos. Una misiva de entrega urgente, mas, para mi fortuna la puerta de su establecimiento no encajó totalmente, el impulso del portazo hizo que rebotara sin asegurar el llavín en su respectivo recibidor, dejando el espacio suficiente para que cualquier perro de vecino ingresara holgadamente a ese paraíso.
De eso me percaté porque precisamente yo estaba apostado frente a su negocio, oculto en una abertura monopolizada por espesa mala yerba, entre dos desvencijadas residencias de madera, vigilante siempre como un cuervo, en eterno patrullaje por mi pequeño pueblo de Miramontes.
El violento de don Bruto (como suelo llamarlo yo y con toda razón) es un monstruo agresor de perros sin amo y sin hogar, cuando avista a uno de mi raza a un centenar o más de metros desde la puerta de su comercio, hace ominosos amagos chasqueando sus dos enormes cuchillos de desollar reses. Se dice ya varios de mis pares han sufrido esta brutal ira, en el sentido amplio del término, pues es un carnicero indiscriminado con todo lo que se desplace en cuatro patas.
El hecho era que una coyuntura histórica como esta se presenta sólo una vez en la vida de un perro hambriento, este Bruto carnicero había salido para el correo sin percatarse de su mayúsculo descuido, pertinente era estar a la altura de las circunstancias y actuar. Camuflado como estaba entre la escobilla e incómoda dormilona, quedé expectante, analizando el movimiento de transeúntes, que a esa hora es mínimo, sumido el caserío en el sopor de la siesta de un tórrido día de agosto.
-Actuar exhibiendo la demoledora velocidad del rayo y sin testigos posibles –me aconsejé.
Sólo aguardé se perdiera de mi vista una maltrecha vieja que avanzaba con torturante y lento paso hacia la cercana ermita de Santo Tomás. Despejado el camino de posibles testigos y estorbos de último minuto, saltó este bólido de su observatorio cruzando en cuatro o cinco trancos la calle de ripio. Una nube de polvo rojo se alzó tras el paso de este huracán canino y se mantuvo estática por instantes; mientras daba la última ojeada hacia el norte y sur, temiendo siempre que, a como había salido de intempestivo don Bruto, pues igual irrumpiera, y entonces sería sin duda perro muerto y probablemente colocado en su expendio de carnes.
Supuse tenía varios minutos de ventaja, y con manos, patas y quijadas a la obra, volteé hacia los mostradores de vidrio que contenían los cortes y trozos de carne de res y cerdo más apetecibles. Traspasé la puertecilla de resortes y me vi detrás del mueble, ahora era yo quien tenía a mi merced el tesoro del inhumano de don Bruto. Principiando el saqueo, me decanté por un gran costillar de cerdo, lo aseguré salvajemente entre mis fauces y volví con premura a mi escondite. Y así estuve por un rato de un punto a otro acarreando los más finos cortes de lomitos y excelentes huesos recubiertos de fresca y deliciosa carne, en cuenta largas tiras de estimulantes salchichas y chorizos. La última de estas incursiones piratas dio cuenta de la cabeza de un cochinillo.
Entre los arbustos fungía como amo y señor de todo ese botín, era sólo cuestión de esperar a que llegara la noche, en que correría hasta las afueras del pueblo a alertar a mis amigos de esta operación perfecta en contra de La mil amores, la carnicería de los ricos de la comunidad. Y como ‘el que parte y reparte tiene la mejor parte’, me decidí por hartarme de las más valiosas piedras preciosas obtenidas con tan escaso sacrificio, y en eso estaba cuando, chorreando sangre por las comisuras de mi hocico, escuché una voz que soltaba un juramento:
-¡Maldición, me han robado casi todas las existencias del exhibidor!
Tragué el gran pedazo de un exquisito corte Ribeye y con mi nariz aparté la yerba para observar hacia la escena del cuantioso saqueo. Ahí estaba don Bruto el avaro lanzando todo tipo de imprecaciones. Minutos después llegó la patrulla de la policía y se bajaron dos oficiales. Adentro de su establecimiento, desgañitado, gesticulaba el tacaño destazador como si hubieran matado a su propia madre. Uno de los oficiales apuntaba todo en una libreta. Luego de un rato partieron y alcancé a escuchar lo último que les decía el matarife:
«Deben aprehender pronto al ladrón, seguro que fue el envidioso compadre Celedonio, él está detrás de todo esto».
Para este violento charcutero, Celedonio es su enemigo por ser su única competencia en Miramontes, dueño de un establecimiento más modesto ubicado casi en la periferia del pueblo. Una súbita lástima se apoderó de mi corazón, pues Ce-le, como le decimos los perros en dos ladridos, es un buen hombre que, a pesar de no ser próspero en su comercio debido a la poca concurrencia de vecinos en ese sector, es incapaz de cometer una fechoría humana de estas dimensiones, y es apreciado por todos nosotros al convidarnos de vez en vez con un respetable puñado de huesos frescos y recortes de carne que para los humanos son de tercera categoría. Bien podría dejar abierta su venta a expensas de mis subalternos, y con celo rabioso evitaríamos nosotros que un bípedo le vaya a sustraer los productos cárnicos.
Sabía yo, tenía totalmente la impunidad asegurada, reflexionando que sin pruebas poco podrían hacer los del resguardo contra el justo de Ce-le; además, que un crimen perfecto también descarta posibles sospechosos cuando la investigación es eficiente y el caso no arroja pistas. Este pensamiento me volvió el alma al cuerpo y activó estas hambres atrasadas. Mordisqueé con desgana un jugoso Porterhouse y en estas me encontró la noche, nuestra cómplice a fin de colocar todo ese haber de joyas en los estómagos nuestros.
Hacía un rato el Bruto había partido rumbo a su casa malhumorado como el que más. Aguardé cierto tiempo y pronto arranqué raudo henchido de gozo a relatar a mis camaradas las peripecias del día y del festín que nos aguardaba. El baldío de Las luciérnagas es donde solemos pasar el tiempo los perros pobres de Miramontes.
Ya cerca de la guarida, como de costumbre les avisté fieles a su destino, echados y miserables. Tanto era mi ímpetu y energía por esos prados, que una nube de densa polvareda se levantó tras mi trote, así pronto la jauría se incorporó de un salto, ahí cuan flacos y desnutridos son, los siete canes indigentes mirando mi arribo a ese descampado de los desafortunados sarnosos.
-¡Eh!, ¿qué buenas trae el Oso? –preguntó, casi hocico con hocico, Bronco el bóxer.
Él era el más viejo del grupo, y en mi ausencia tomaba el control de la tribu, de ahí se había adelantado a aquella irregular fila de ilusos.
Entonces les dije:
-Amigos míos, he dado un golpe brutal a don Bruto de La mil amores.
Y tratando de que todos escucharan, en voz alta les narré mi historia.
Enterados todos del gran golpe, convinimos el traslado de la carne hasta el baldío de Las luciérnagas se haría a las dos de la madrugada, cuando los hombres del pueblo duermen y ya sus dos cantinas han cerrado. Planeamos la operación con lujo de detalles. Era simple la teoría para que en la práctica sus efectos resultaran exactos, y así se los resumí:
«1600 metros es la distancia del botín hasta donde estamos. Somos ocho, así es imposible pasar desapercibidos si entramos al pueblo, los perros con amo nos olfatearían e iniciarían el concierto creando un pandemónium que alertaría a las gentes de nuestros movimientos.
Quiero a un perro apostado cada doscientos metros. Yo seré el último en el sitio del trofeo organizando las piezas, el perro ocho, acercando una porción al perro siete, y así en esta dinámica en cadena estaremos por espacio de media hora, yendo y volviendo a la base de cada uno, trasegando las presas hasta esta guarida».
De tal manera se ejecutó la operación con una increíble rapidez y precisión. A las tres de la madrugada a buen recaudo la saca del tesoro yacía en el yermo de Las luciérnagas.
Esa noche, que hasta ese momento había lucido extremadamente oscura a causa de las nubes tormentosas (lo que ciertamente nos permitió acometer la tarea con más seguridad evitando ser vistos y escuchados) se despejó y dio pasó a un firmamento lunar y estrellado. Imaginábamos un gran salón dispuesto para una fiesta sorpresa en el que de pronto el anfitrión enciende las lámparas revelando las exquisiteces sobre las mesas: el buen Dios permitió sus hijos, los perros de Miramontes, observaran con la dorada luz de la luna las ambrosías dispuestas sobre una isla de fresca y corta yerba.
EPÍLOGO
Es difícil e ingenuo subsistir de sueños, pero es peor vivir sin soñar. A los perros de Miramontes nos resta seguir los caprichosos vaivenes del destino, que, quizá, a la vuelta de la esquina yace el Gran Premio Acumulado. Y el instinto siempre con su divisa enarbolada en pie de guerra, dispuesto a la conquista, sin ceder un paso al Enemigo o a la tempestad, ahuyentándose hasta en sueños del poder de la Muerte.
Debe haber ilusión en las almas, aunque sea el placer efímero que reporta descubrir vestigios del pollo; aroma de la carne apenas engullida en otras fauces, o la terrible presencia infranqueable de un restaurante de cortes selectos.
Seguir y seguir nosotros los perros callejeros, lidiando con el día, este día, el único, la carne siempre del ahora.
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