jueves 18, abril 2024
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Para entender un poco las actitudes de hoy

Me había propuesto no volver a escribir artículo alguno, después de haber publicado una cantidad superior a los 850 pues, como le había expresado a Don Carlos, creía que ya había dicho todo lo que tenía que decir. Pero como la vida se encarga de sorprendernos cuando estamos más desprevenidos, los fundamentalistas religiosos de toda calaña se han encargado de sacarme de mi modorra con sus declaraciones y actitudes.

Si bien el cristianismo está hoy al borde de la bancarrota espiritual, aquél sigue impregnando aún decisivamente nuestra moral sexual y las limitaciones formales de nuestra vida erótica siguen siendo básicamente las mismas que en los siglos XV o V, en época de Lutero o San Agustín. Y eso nos afecta a todos en el mundo occidental, incluso a los no cristianos o a los anticristianos.

Con relación a la vida sexual tendríamos que decir lo siguiente:

Aparte de a la teología, a la justicia, e incluso a determinadas especialidades de la medicina y la psicología, la superstición bíblica perjudica a nuestra vida sexual, y por tanto, en resumidas cuentas, a nuestra vida.

No es sensato, por consiguiente, creer que el código clerical de los tabúes ha sucumbido, que la hostilidad hacia el placer ha desaparecido y la mujer se ha emancipado. De la misma manera que hoy nos divierte la camisa del monje medieval, las generaciones venideras se reirán de nosotros y nuestro «amor libre»: una vida sexual que no está permitido mostrar en público, encerrada entre paredes, confinada la mayoría de las veces a la oscuridad de la noche es, como todos los negocios turbios, un clímax de alegría y placer acotado por censores, regulado por leyes, amenazado por castigos, rodeado de cuchicheos, pervertido, una particular trastienda oculta durante toda la vida.

De San Pablo a San Agustín, de los escolásticos a los dos desacreditados papas de la época fascista, los mayores espíritus del catolicismo han cultivado un permanente miedo a la sexualidad, un síndrome sexual sin precedentes, una singular atmósfera de mojigatería y fariseísmo, de represión, agresiones y complejos de culpa, han envuelto con tabúes morales y exorcismos la totalidad de la vida humana, su alegría de sentir y existiré los mecanismos biológicos del placer y los arrebatos de la pasión, han generado sistemáticamente vergüenza y miedo, un íntimo estado de sitio y sistemáticamente lo han explotado; por puro afán de poder, o porque ellos mismos fueron víctimas y represores de aquellos instintos, porque| ellos mismos, habiendo sido atormentados, han atormentado a otros, el sentido figurado o literal.

Corroídos por la envidia y a la vez con premeditación calculada corrompieron en sus fieles lo más inofensivo, lo más alegre: la experiencia del placer, la vivencia del amor. La Iglesia ha pervertido casi todos los valores de la vida sexual, ha llamado al Bien mal y al Mal bien, ha sellado lo honesto como deshonesto, lo positivo como negativo. Ha impedido o dificultado la satisfacción de los deseos naturales y en cambio ha convertido en deber el cumplimiento de mandatos antinaturales, mediante la sanción de la vida eterna y las penitencias más terrenales o más extremadamente bárbaras.

Ciertamente, uno puede preguntarse si todas las otras fechorías del cristianismo —la erradicación del paganismo, la matanza de judíos, la quema de herejes y brujas, las Cruzadas, las guerras de religión, el asesinato de indios y negros, así como todas las otras atrocidades (incluyendo los millones y millones de víctimas de la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial y la larga guerra de Vietnam), uno tiene derecho a preguntarse, digo, si verdaderamente esta extraordinaria historia de crímenes no fue menos devastadora que la enorme mutilación moral y la viciosa educación por parte de esa iglesia cultivadora de las abstinencias, las coacciones, el odio a la sexualidad, y sobre todo si la irradiación de la opresión clerical de la sexualidad no se extiende desde la neurosis privada y la vida infeliz del individuo a las masacres de pueblos enteros, e incluso si muchas de las mayores carnicerías del cristianismo no han sido, directa o indirectamente, consecuencia de la moral.

Una sociedad enferma de su propia moral sólo puede sanar, en todo caso, prescindiendo de esa moral, esto es, de su religión. Lo cual no significa que un mundo sin cristianismo tenga que estar sano, per se. Pero con el cristianismo, con la Iglesia, tiene que estar enfermo. Dos mil años son prueba más que suficiente de ello. También aquí, en fin, es válida la frase de Lichtenberg: «Desde luego yo no puedo decir si mejorará cambiando, pero al menos puedo decir que tiene que cambiar para mejorar».

Pues lo que algunos pastores nómadas de cabras pensaron hace dos mil quinientos años sigue determinando los códigos oficiales desde Europa hasta América; subsiste una conexión tangible entre las ideas sobre la sexualidad de los profetas veterotestamentarios o de Pablo y los procesos penales por conducta deshonesta en Roma, París o Nueva York. Y quizá no sea casualidad que uno de los más elocuentes defensores de las relaciones sexuales libres, el francés Rene Guyon, haya sido un jurista que, hasta el mismo día de su muerte, exigió la abolición de todos los tabúes sexuales.

Con relación a las últimas declaraciones de la jerarquía católica y los trasnochados fundamentalistas cristianos, agregamos lo siguiente:

Desde que el hombre existe hay embarazos no deseados; y tanto los abortos como su castigo tienen un origen remoto, como testimonian algunos de los escritos más antiguos. Sin embargo, algunas de las grandes religiones no conocen ninguna prohibición expresa del aborto: el Islam incluso llega a permitir la operación hasta el sexto mes. Entre los antiguos griegos y romanos también era normal; Platón y Aristóteles lo defendieron y la sociedad en que vivían lo consideraba «bueno»: tal vez ésa fue la razón por la que San Pablo, el martillo de los pecados sexuales, no tocó el problema.

Desde el siglo II en adelante, la Cabeza de la Iglesia, preocupada por la mayoría del «Pueblo de Dios», ha definido el aborto como un grandísimo crimen. «Toda mujer», enseña San Agustín, «que hace algo para no traer al mundo tantos hijos como podría, es tan culpable de todos esos asesinatos como la que intenta lesionarse después del embarazo».

Las abortistas eran tratadas como homicidas y según el sínodo de Elvira (306) tenían que someterse el resto de sus vidas a penitencias públicas, que fueron reducidas por sucesivos documentos eclesiásticos a diez años para las culpables y, en algunos casos, veinte años para los cómplices. Una tentativa de aborto era perseguida en la Edad Media como si fuera  un asesinato; a veces la interrupción del embarazo debía ser expiada durante doce años y el infanticidio con quince y, en caso de homicidio premeditado de un lactante, la culpable podía acabar sus días internada en un convento. La Iglesia aún no admite en la actualidad ni la indicación eugenésica (la interrupción del embarazo por enfermedad mental de la madre u otras enfermedades heredables por el feto), ni la ética (interrupción de un embarazo producto de una violación), ni la social (pobreza, madre soltera o demasiado joven), e impone la excomunión a todos los implicados, incluida la mujer afectada.

Nada de matar al feto. Nada de abortar. Y después, en la guerra, una inmensidad de fosas comunes ocupadas por quienes tenían «derecho a nacer». Se protege la vida del no nacido para que el nacido pueda palmarla. Un mensaje tan inequívoco que, ahora, los mismos cristianos se indignan: «se trata de esa peculiar protección o interés por la futura vida que se extingue tan pronto como el niño aparece. Luego podrá espicharla de un modo u otro (…) Eso no tiene la menor importancia».

Pero para que el hombre pueda palmarla, primero tiene que nacer. Y para ello se recurre a todos los medios, no se ahorran amenazas ni buenos consejos y los teólogos conjuran un mandamiento que vuelven ágilmente del revés durante la guerra: «¡no matarás!». Un mandamiento que, de repente, en un embrión de centímetros o milímetros, resulta incontrovertible. «Quien mata a uno de estos seres es un asesino».

Pero sobre todo: bautizados. Porque los fetos muertos no han sido bautizados (eternos lamentos). Y, no obstante, tienen un «alma inmortal» desde el primer instante, desde el momento de la concepción, cosa que no siempre se ha sabido. Al contrario, según estimaron la mayoría de los Padres, incluido Santo Tomás, el alma penetraba en el cuerpo de los niños a los cuarenta días, y en el de las niñas a los ochenta: un ejemplo más, por cierto, de difamación de la mujer.  todas las ideas que asocian la actividad sexual con el concepto de inmoralidad.

Y me pregunto hoy si la excomunión con que se amenaza a los costarricenses (y aclaro que colecciono al menos 4 excomuniones por mis pecados horrendos, lo cual no me quita el sueño) tendrá algún efecto. Porque cuando comparan semejante majadería con la protección de los curas pedófilos, los obispos protectores de pedófilos, los abortos en los conventos de monjas, el apadrinamiento con dictadores y violadores de los derechos humanos, y mil y una barbaridades más dentro de la iglesia católica, se pierde toda proporción y sentido.

(*) Alfonso J. Palacios Echeverría

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