Aquella mañana de marzo de 2001, ya cerca del inicio de la primavera, recorría con mi primo hermano Niko el pequeño cementerio de Mrcevo, en Croacia, pueblo natal de mi padre Pasko, para conocer la tumba de mis abuelos, tíos y otros parientes. De súbito, me vi frente a una extraña y roñosa tumba, que más bien era una lápida muda, sin letrero alguno. Indagué al respecto, y me dijeron que ahí están los restos de personas muertas por el cólera. De inmediato evoqué que esa enfermedad mató a muchos costarricenses en 1856, pero sin reparar en absoluto en alguna posible conexión entre ambos hechos.
Enclavado en las áridas serranías del mar Adriático, Mrcevo es un villorrio de apenas 32 casas. Eso podría explicar que la tumba sea pequeña, por el número de víctimas que hubo, debido a sus pocos habitantes. Pero, también, lleva a preguntarse cómo llegó esta letal bacteria a un pueblito tan aislado, aunque no muy lejano del histórico puerto de Dubrovnik, de gran actividad a lo largo de la historia. Esto lo entendería mejor hasta años recientes, cuando profundicé en la vida del médico y naturalista alemán Karl Hoffmann, llegado a Costa Rica a inicios de 1854 con la intención de establecerse aquí para estudiar nuestras flora y fauna, junto con su colega Alexander von Frantzius.
En efecto, antes de que en 1848 su tocayo y compatriota Karl Marx expresara, en la primera y estremecedora frase del Manifiesto comunista, que “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”, otro fantasma, y muy destructivo, ya se le había anticipado.
Nativo o endémico de la India, para 1817 el bacilo había causado una importante epidemia localmente y sobrepasado las fronteras de ese país, para convertirse en pandemia en 1823, pero sin alcanzar Europa. Se diseminaba de manera inexorable pero lenta, debido a que la gente y las mercancías se desplazaban por barco. Sin embargo, iniciada en 1829, ocurriría una nueva epidemia, que en 1832 sí llegó a Europa y escaló al grado de pandemia, pero mucho más allá, pues la bacteria logró dispersarse hasta el continente americano, donde se estableció en Canadá, EE.UU., México y Cuba. Esa fue la primera pandemia realmente mundial del cólera morbus, que se prolongó por varios años, al punto de que en 1837 hubo un brote importante en Nicaragua.
Alertado por tan riesgosa situación, nuestro presidente Manuel Aguilar Chacón —primo hermano de mi tatarabuelo Ramón Rojas Aguilar, agricultor moraviano—, buscó capacitación en el extranjero. Además, se emitieron varios decretos, resumidos por el recordado amigo y epidemiólogo Leonardo Mata Jiménez en su libro El cólera: historia, prevención y control. Por fortuna, no hubo necesidad de implementar medidas tan drásticas, que implicaban el cierre de fronteras, la cuarentena de los barcos, el cierre de las iglesias, las reuniones de personas, etc. En esencia, las mismas que hoy recomiendan nuestras autoridades sanitarias ante el coronavirus que nos amenaza.
Mientras tanto, en Europa y otros lugares la gente moría a granel, por lo general en apenas dos o tres días después de contagiarse, y a veces en menos de 12 horas. Con su piel fría como el hielo, pues no causaba calentura, las víctimas fallecían en medio de imparables deyecciones blanquecinas —como agua de arroz—, y esta pérdida de líquidos y sales minerales provocaba una severa deshidratación y calambres, que culminaban con la muerte. Y, sí, esto lo causaba un fantasma, pues para entonces el desarrollo de la medicina era bastante rudimentario, y el conocimiento microbiológico era nulo. ¿Cómo luchar contra algo invisible e indeterminado? Tan lejos se estaba de saberlo, que no fue sino hasta 1884 que el célebre bacteriólogo alemán Robert Koch pudo descubrir y caracterizar debidamente al agente causal de ese mal: la bacteria Vibrio cholerae.
Pero, además de maligno, el fantasma era terco. Y fue así como reaparecería a partir de 1852, en una nueva pandemia, instalándose otra vez en EE.UU., donde la cosmopolita Nueva York se convirtió en el foco de diseminación hacia el sur del continente. Asimismo, eran los años de la “fiebre del oro”, iniciada en 1847, que estimulaba migraciones masivas de aventureros desde la costa oriental de EE.UU. hacia California, para lo cual debían recorrer la vía del Tránsito, que comprendía la navegación por el río San Juan y el lago de Nicaragua, y después el cruce del istmo de Rivas en caballo o en diligencias. Es muy posible que fuera así como el bacilo se estableció en Nicaragua.
Cabe hacer una digresión para indicar que por entonces se creía que las enfermedades infecciosas eran causadas por miasmas, es decir, por emanaciones provenientes de aguas estancadas o putrefactas, suelos pantanosos, animales y plantas en descomposición, climas cálido-húmedos, etc. Además, estaba vigente la pseudo-teoría de la generación espontánea, según la cual podía surgir vida a partir de materia inerte o inanimada, la cual sería descartada entre 1860-1864 por el químico francés Louis Pasteur; éste demostró que las enfermedades infecciosas son causadas por gérmenes o microbios, es decir, por organismos microscópicos (virus, protozoarios, bacterias y otros).
Cuando, ante la inminente invasión de Costa Rica por parte del ejército filibustero William Walker, nuestras tropas partieron de la capital rumbo a Guanacaste, iba con ellas el Dr. Hoffmann, a quien el presidente don Juanito Mora había nombrado Cirujano Mayor del Ejército Expedicionario. Tarde o temprano se le sumarían los médicos Cruz Alvarado Velazco, Andrés Sáenz Llorente, Francisco Bastos y Fermín Meza Orellana, más el ayudante Carlos F. Moya, así como los enfermeros Joaquín Lara, Carlos Vásquez y Mercedes Azofeifa. Ese era nuestro equipo médico, para una tropa de 2000 combatientes. Llevaban los medicamentos y utensilios necesarios para hacerle frente a las inevitables heridas y amputaciones de las batallas, pero no imaginaban que, del otro lado de la frontera, los esperaba el fantasma que tantos estragos había causado en todos los continentes.
En efecto, ganada la batalla de Santa Rosa el 20 de marzo, como casi todo el batallón filibustero se acobardó y huyó hacia Nicaragua, don Juanito dio la orden de penetrar en ese territorio. Así se hizo, y el 11 de abril se libraba con éxito en Rivas una nueva batalla, aunque con un saldo de 136 muertos y 320 heridos, casi todos estos últimos atendidos con esmero en una casa convertida en hospital de campaña. Pero Hoffmann y colegas no imaginaban ni por asomo lo que estaba por venir. Fue cuando el soldado josefino José María Quirós y el cartaginés Francisco Arborola mostraron síntomas extraños, pero inconfundibles para un ojo como el de Hoffmann, quien poco antes de graduarse en Berlín había realizado un internado en un hospital de enfermos de cólera, como consecuencia de la pandemia iniciada en 1852; esto también lo había hecho su colega von Frantzius, aunque no fue a Guanacaste ni Rivas. Con los días aparecieron más y más casos, hasta que la epidemia resultó imparable.
¿Por qué con tanta celeridad? Según Leonardo, el contagio ocurrió sobre todo por el consumo de agua captada de los pozos que había en los solares de las casas. Además, ni allá ni en Costa Rica había letrinas, por lo que la gente defecaba a campo abierto y, si bien se estaba en la estación seca, las lluvias de abril, aunque esporádicas, podrían haber favorecido la contaminación de las fuentes de agua. Asimismo, no existía la costumbre de lavarse las manos, y los combatientes permanecían hacinados en unas pocas casas. Finalmente, se dice que, en una especie de guerra biológica macabra, aunque Walker huyó hacia su cuartel en Granada, antes ordenó lanzar cadáveres en los pozos que abastecían de agua a la ciudad, para que de ellos emergieran miasmas causantes de ésta y otras enfermedades.
Ante tan grave situación, don Juanito consultó con los médicos y su Estado Mayor. Al parecer, hubo consenso en que la epidemia se debía a “la inclemencia de un clima insalubre”, como el de Rivas. Esto obedeció a que se creía que “una atmósfera caliente” provocaba la irritación del hígado, causando “un aumento excesivo de bilis”; de hecho, el nombre de la enfermedad, cólera morbus, proviene de un término griego (chole = bilis) y uno latino (morbus = enfermedad). Por tanto, para detener la supuesta secreción excesiva de bilis y no alterar más el sistema digestivo de los soldados, la lógica dictaba que había que abandonar la ciudad y regresar a Costa Rica.
Sin embargo, al actuar así, se incurrió en un error epidemiológico descomunal, pues más bien se favoreció la diseminación del bacilo. Por eso, el retorno fue tétrico. Durante la travesía, el contagio seguía aumentando, e iban quedando en el camino, uno tras otro, centenares de combatientes, al punto de que para el 3 de mayo llegaron tan solo 400 combatientes en Liberia. Y, ya en sus casas, el bacilo se propagaría con suma rapidez, pues no había alcantarillado y las aguas de uso doméstico corrían por acequias totalmente expuestas al aire.
En tan lúgubres semanas la devastación fue tal, que cada día morían unas 140 personas en promedio, para un total de unos 10.000 muertos, cuando la población de Costa Rica correspondía a 100.000 personas. Proyectado a la situación actual, sería como si el actual coronavirus matara a medio millón de nuestros ciudadanos. Asimismo, el bacilo no hizo distingos sociales, económicos ni políticos, y fue así como dejaron de existir el vicepresidente Francisco María Oreamuno Bonilla, el ex-presidente José María Alfaro Zamora, el ex-presidente interino Juan José Lara Arias y el periodista francés Adolphe Marie, secretario personal de don Juanito. A ellos se sumaron los diputados Félix Sancho, Alejandro Sancho, Cecilio Quesada y Juan Sandoval, más los capellanes del ejército Bruno Córdoba y Manuel Basco, al igual que los destacados oficiales Juan Alfaro Ruiz, Julián Rojas y Zenón Mayorga Arnesto.
En esos días el pavor campeaba a tal grado, que incluso algunos médicos y curas se negaban a auxiliar a los enfermos o a los moribundos, por lo que las autoridades debieron recurrir a medidas coercitivas y punitivas. Además, para evitar el contagio por los miasmas, no se permitía velar a los muertos en sus casas ni tampoco hacer funerales, por lo que los cadáveres eran recogidos con prontitud en sus casas y trasladados en carretas y carretones hasta los cementerios existentes, o a algunos abiertos para la ocasión. Al llegar ahí, se les lanzaba en zanjas o fosas comunes. De no haber sido por estas y otras medidas sanitarias, sin duda que la catástrofe hubiera sido aún mayor.
Días de luto, pánico y desesperanza. Pero fue en tan aciagos momentos cuando emergió la sabia voz del Dr. Hoffmann, mediante un boletín publicado en la prensa, para aportar varios consejos sobre cómo enfrentar al cólera, casi todos de carácter preventivo. Su contenido está detallado en los dos libros que escribí sobre él, pero lo más sobresaliente fue que desarrolló y distribuyó masivamente un medicamento que denominó medicina anti-colérica, mixtura tónica o esencia tónica, que era una mezcla de un licor como el coñac o el vino fino, con gotas amargas. Con la ayuda de médicos amigos, así como del extinto Leonardo, en mis libros analizo la eficacia que pudo haber tenido este compuesto para evitar más muertes. En efecto, Leonardo demostró de manera experimental que tanto el alcohol como los ácidos matan al bacilo del cólera en menos de un minuto, pero éstos deben consumirse antes de que la bacteria alcance el intestino, pues una vez que coloniza la mucosa del duodeno se multiplica en forma masiva y libera una toxina que no resulta afectada por estas sustancias. Es decir, Hoffmann tenía razón.
Ahora bien, por factores inherentes a la dinámica de cualquier epidemia, más las medidas sanitarias impuestas por el gobierno y los esfuerzos de Hoffmann, el cólera empezó a ceder, y para mediados de julio de 1856 ya se había desvanecido. Dos semanas después, en un informe al Congreso, con palabras muy reveladoras y vívidas, don Juanito nos legaría una conmovedora síntesis del drama humano que esta epidemia provocó. Decía así: “El cólera ha recorrido las ciudades y los campos; los pueblos han caído en una congoja mortal, como exánimes al aspecto de su mortífero influjo: haciendas, casas y aun aldeas enteras abandonadas, la madre agonizando súbitamente en los brazos del hijo idolatrado, el padre queriendo dar vida con su vida a la hija del alma que expiraba en la flor de la edad, el esposo viendo desaparecer en un instante a la esposa, el hermano no pudiendo amparar al hermano moribundo, la juventud y la muerte, la agonía y la esperanza, la ciencia y el contagio luchando terríficamente, llanto, desolación, horror y tumbas por todas partes. Tal ha sido la insoportable perspectiva que el país ha ofrecido durante seis semanas mortales”.
Hoy, Costa Rica y el mundo entero están en vilo ante los estragos y la indetenible escalada del coronavirus SARS-Cov-2, que causa la enfermedad covid-19, ya convertida en epidemia en cada país, así como en pandemia globalmente, con graves y hasta irreversibles consecuencias en numerosos planos de la sociedad. En días tan difíciles, es importante rememorar aquellos tiempos, para aprender algunas lecciones de esos hechos, y compararla con nuestra situación actual, que en realidad es mucho menos adversa.
En primer lugar, aunque sea invisible, no se está lidiando con un fantasma, sino con una entidad biológica debidamente identificada y bastante bien caracterizada en sus parámetros epidemiológicos. En segundo lugar, a pesar de su facilidad de propagación, ha dado tiempo de prepararse para enfrentarlo en cada país fuera de China, su foco inicial. En tercer lugar, existe un ente mundial, como la Organización Mundial de la Salud (OMS), que emite protocolos sanitarios universales y claros, así como equipos médicos capacitados en cada país. En cuarto lugar, en Costa Rica contamos con un admirable comité de trabajo interinstitucional, liderado por la muy respetable voz del ministro de Salud, el epidemiólogo Daniel Salas Peraza. En quinto lugar, el virus no es tan agresivo como otros en su malignidad o virulencia, excepto para adultos mayores y personas con padecimientos crónicos serios. En sexto lugar, los medios de comunicación han realizado campañas educativas oportunas y encomiables, advirtiéndonos acerca de la necesidad de mantenernos en prudente aislamiento, para no propiciar la diseminación del virus sobre todo entre esas personas, que son las más vulnerables.
Si a pesar de todo esto, hay personas negligentes o irresponsables que desacatan las normas sanitarias emitidas hasta ahora, habría que preguntarles si quisieran enfrentar en vida propia lo que ya sucede en Italia, donde —émulos de aquellas carretas y carretones de antaño—, hay camiones colectivos que recogen en casas y hospitales a los difuntos para llevarlos a sitios de cremación, para después devolver a sus familiares apenas un copón con sus cenizas.
Para concluir, es preciso reiterar que, invisible pero no invencible este coronavirus, la solución está en cada uno de nosotros, en nuestras manos, literalmente, pues con el sencillo acto de lavárnoslas con jabón y a menudo, así como de distanciarnos y aislarnos, garantizará que —aunque marcará nuestras vidas para siempre—, más temprano que tarde quedará atrás esta siniestra pesadilla. Y será entonces cuando, ya libres de sospechas y de temores, volverán efusivos y multiplicados los abrazos y los besos —hoy evitados, por ser tan peligrosamente amenazantes—, para aproximarnos de nuevo uno al otro, solidarios y fraternos, con la esperanza de que lo sufrido en tan ominosos tiempos nos habrá convertido en mejores seres humanos.
(*) Luko Hilje Quirós
(luko@ice.co.cr)
Excelente artículo histórico y médico. Tan vívidamente nuestro en nuestras más queridas generaciones que su lectura emociona. Nos hace conscientes de la importancia del aislamiento social y del necesario endurecimiento de medidas asépticas. Gracias a Dios hoy tenemos 150 años de desarrollo de la medicina . Pero el historiador y autor, los medios humanos pueden faltar si el número de contagiados de gravedad supera la capacidad del personal , del equipo médico, los insumos, el presupuesto, la infraestructura hospitalaria etcétera.
Falta agregar que también es necesaria ahí donde las posibilidades humanas no llegan o pueden , una Fe cristiana instruida, bien practicada y vivida se hacen más que nunca necesarias. Dios nos proteja.
EXCELENTE,COMO D’HABITUDE,lUKO. PUBLICADO EN fACEBOOK.
UN ABRAZO, j.p.
Excepcional y pertinente reseña, Luko.
Hago eco de tus palabras y «autorización» tácita, al compartirlo en mis redes.
¡Muchas gracias Amigo!
Abel
Excelente su presentación.Muy oportuna y aleccionadora.
Excelente artículo, como todos los que nos tenes acostumbrados, muy aleccionador, por la síntesis histórica y la interrelacion de las pandemias que han dejado profunda huella en la historia mundial.
Muy buen artículo. Gracias.
De la pluma de un naturalista tan prolijo y cuidadoso en sus observaciones, enamorado de la historia social y política, sin perder de vista casi ningún detalle de ambas, no podía surgir otra cosa que un hermoso y aleccionador texto, uno en que el autor no pierde en ningún momento el rigor en cuanto a la materia a tratar, mientras de manera amena nos va ilustrando sobre un período histórico, y las maneras en que hubo de enfrentarse una terrible pandemia, en el tanto que fue un hecho agravado por el poco avance de la medicina de la primera mitad del siglo XIX en cuanto a la “naturaleza” patológica de los agentes microbianos, pues como bien dice faltaban algunos años para que produjeran y divulgaran los trabajos de Pasteur y Koch que los hicieron visibles y nos hicieron tomar conciencia de su peligrosidad para el ser humanlo. Como en otras ocasiones Luko Hilje nos enseña que en medio de aquella proeza de todo un pueblo, la que ahora conocemos como campaña nacional contra William Walker y el expansionismo anglosajón, el aporte de Hoffman y otros naturalistas europeos fue decisivo para dar soporte al esfuerzo militar, como también al combate de la pandemia. Encomiable y digna de admirar la investigación clínica ex post facto que hizo el autor con el recordado Leonardo Mata(de grata memoria) para examinar la pertinencia de las medidas terapéuticas dispuestas por Hoffman, cirujano del ejército nacional en aquella campaña, para combatir el cólera morbus (no conocía nada del origen griego del término, en realidad asociado con el hígado, cosa que ni siquiera llegué a imaginar) que terminó por acabar con la vida de un décimo de la población costarricense de la época. Muchas gracias estimado Luko, debemos reflexionar sobre este brillante trabajo que une historia social con la apasionante historia natural, al menos así nos la hace sentir el autor.
Don Luko, soy muy torpe para expresarme, así que no me queda nada mas que decirle gracias por tan maravillosa lectura. Gracias.
Soy un Costarricense que reside hace 19 años en EE.UU. Me encantó su articulo Don Luko. Me puse a investigar un poco más de sus libros y artículos. Es la primera vez que leo su publicaciones, pero sin duda no será la última vez. Gracias por profundizar y realzar la historia costarricense en los diferentes temas que escribe.