jueves 28, marzo 2024
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La voz inmadura del neoliberalismo urbanístico democratizado

América Latina tiene sus propios problemas urbanísticos. Cada ciudad los tiene y difieren en sus matices, pero existen problemas comunes en estas latitudes que se a su vez se diferencian de los existentes en el denominado «norte global». Sin embargo, existe la tendencia errónea, ampliamente desarrollada por la propia academia americana, a asimilarlos. Así, ya sea por mala costumbre o falta de determinación, se tratan las ciudades americanas con referentes europeos, o norteamericanos, que hablan de cosas demasiado distintas para ser equiparables entre sí. Tras esta realidad se plantea una cuestión capital. ¿Por qué no hablamos de un modo adecuado de los problemas urbanos, diferenciando las ciudades donde el urbanismo funciona, y aquellas donde solo lo intenta? La respuesta está en la magnitud de la tragedia, en América Latina, y de la superficialidad del rostro urbano de ese «norte». De esto trata este artículo.

El libro Diseñar el desorden. Experimentos y disrupciones en la ciudad (Alianza Editorial, 2021), de Pablo Sendra, que se comenta ha sido realizado con Richard Sennett, es un buen ejemplo. Tiene la aspiración de ser interpretado en todo el mundo, salvo que sepamos contextualizarlo. Aquello que llama la atención y promueve esta reflexión es esta afirmación, pronunciada en su introducción (p. 13):

Este libro propone experimentos de diseño urbano para aquellos lugares en los que se dan actividades o interacciones sociales espontáneas.

El tema es interesante, en la medida que concierne a la mayoría de las ciudades americanas y parece razonable. Pero, leído el libro, se descubre que no habla de estas ciudades, sino de otras, sin que los autores lo mencionen explícitamente. Parece un libro con voluntad de ser referido a todas las ciudades, pero únicamente lo es (en parte) en ciertas zonas urbanas y, a lo sumo, en coyunturas favorables, pero no en un sentido generalizable ni en el modo que se sobreentiende. Es interesante, como trabajo de investigación compartido, sobre un tema que ha evolucionado poco y mal en los últimos cincuenta años, pero sorprende ver cómo refleja, precisamente, esta mala evolución. Está al margen de una gran parte de la realidad, que aparenta reconocer pero ni siquiera se acerca a ella.

Sendra toma de referencia el libro Los usos del desorden de Sennett, de 1970, y lo actualiza a la situación que se vive en Occidente tras la crisis financiera de 2008. Según  Sennett (a lo que se suma Sendra), ambos contextos son es equiparables, en la medida que hay un ejercicio de rebeldía social ante la capacidad desestabilizadora del capital. La diferencia, según él, es que en 1970 el capital es local, y ahora es global. Lo dice en la entrevista que se transcribe al final del libro con estas palabras (p. 193):

A finales de la década de los setenta, lo local había sido prácticamente desbancado por empresas nacionales de construcción y servicios financieros. En los siguientes cincuenta años, el desarrollo global ha sucedido al local. La financiación de la mayoría de los proyectos urbanos es ahora una operación de Wall Street, y los inversores son de todas partes del mundo.

Tiene razón, pero eso no significa que sea todo lo que conviene saber. Ciertamente, el capital se ha transnacionalizado, pero también se han transformado las formas incómodas de la construcción urbana del capital especulador. En 1970 afectaban más a las ciudades «occidentales», y desde entonces esta afectación ha cambiado el espacio hacia otras latitudes, entre ellas América Latina. Pero no hablan de estas tierras, sino de las mismas ciudades de dónde salió la narrativa contra-urbanística de los años 70. Normal, nos hablan desde la City londinense, como lo hace Saskia Sassen. Sassen identifica el fenómeno de la explotación planetaria descentralizada de las redes financieras que, a su vez, construyen ciudades como centros de poder, a las que llaman «globales». A la cabeza está Nueva York. Pero ni Sassen trata a fondo el tema urbanístico como un problema en Londres, ni Sendra o Sennett tratan a fondo el tema de la explotación en sus estudios urbanos. Simplemente hablan del mundo que observan, y por alguna razón gozan de un altavoz académico internacional. ¿Por qué? Por un lado han sabido labrar su trabajo, y darle recorrido. En este sentido, nada que decir. Pero también existe otra razón. Los tres se integran en el núcleo académico del neoliberalismo democrático que habla de modo que estén bien entendidos en la capital del imperio británico, sobre todo a los oídos de la juventud que desea aprender de sus maestros, y reproducir mensajes positivos simpatizando con la siempre efectiva vía de la participación ciudadana en los asuntos urbanos. Y, claro, todo ello a los ojos atentos del poder, llámese político y económico, o financiero, que le parece bien siempre y cuando se los respete y se los reconozca como espacios de autoridad (implacable). Sus escritos así lo reflejan. Pero esta vez el discurso se trivializa. Sendra y Sennett hacen suyos la idea de la libertad y la sana convivencia en nombre de la democracia, pero no de un modo todo lo serio y responsable que se merecen estos conceptos universales. Para empezar, toman de base una idea estalinista de la planificación, que asimilan a los desarrollos planificados de la vivienda social y los parques industriales en medio de grandes autopistas de hará medio siglo. Se remiten a las obras de entonces y parece que no saben ver que esto ha pasado a la historia, haciendo de Jane Jacobs la imagen del «anarquismo urbanístico» y de Henri Lefebre la imagen del «derecho a la ciudad» que se ha incorporado a la agenda política de las ciudades «globales» que describe Sassen. Jacobs y Lefebre, para quien no esté al corriente de la narrativa urbanística académica, construyeron las bases de la idea pedagógica del diseño urbano pensado en nombre de la sana convivencia cívica, y no se han actualizado. Todo lo contrario, se han deformado. Como decía, nada nuevo y más de lo mismo para no hablar de la realidad urbana global en un lenguaje comprometido.

A partir de esta narrativa, que confunde a la sociedad y a la academia internacional con una idea positivista teñida de una crítica tendenciosa al comunismo militar y opresor, refuerzan la «razón» del paradigma occidental que niega que las ciudades «globales» explotan y destruyen la tierra, la economía de subsistencia o sostenible y toda idea de una ciudad digna en más de medio mundo, y que la participación ciudadana es un brazo casi insignificante en la construcción del mundo globalizado. Se convierten así en un altavoz digámosle intencionado que oculta los hilos que manejan aquello que dicen comprender. Sendra (arquitecto en 2007 en la Universidad de Sevilla) y Sennett (sociólogo en 1964 en la Universidad de Chicago) son dos generaciones que dialogan entre sí sobre el urbanismo moderno, en un lenguaje «comprensible» en la tierra donde se promocionan, para dar continuidad a la idea urbanística neoliberal que ellos dicen democratizar. La misma idea que existía hace cincuenta años, pero ahora de un modo oportunista y más desfasado. Tienen su parte de razón y su legítimo interés, pero se exceden en su discurso y la originalidad de su aplicabilidad.

Sendra y Sennett hablan de planificación, o urbanismo, y de burocracia. Lo meten todo en el mismo saco. Planificar es malo porque implica limitar la diversidad y la creatividad. Liberalizar es bueno porque da alas a la imaginación. Barrios sin vida e uniformes son lamentables, pero barrios ricos en diversidad y dinamismo social es genial. Dicho esto, o dado a entender de este modo, todo «occidente» parece que está atento a sus palabras. Pero… ¿por qué se toman por buenos estos referentes? Quizás porque es más fácil hablar de ideas positivas que no de realidades negativas que ponen en alerta a la economía política, empresarial y financiera que, en América Latina, afecta a sectores poderosos que gozan de cierta impunidad. Y son temidos. Lo mismo que les ocurre a los urbanistas del «norte global» les ocurre a los del «sur», pero con más razones en el sur. Tal como se apunta en la introducción de este artículo, parte de la responsabilidad a la hora de confundir ideas con realidades idealizadas que huyen de las causas últimas de la desarticulación urbana es colectiva, se expresa en la academia, y en todas partes, y también interpela a la universidad política y social americana.

Sendra, Sennet (y Sassen) gestionan aquello que dicen comprender porque saben que hay un espacio para el debate, y otro más delicado. Pero, haciéndolo, cometen un grave favor, a conciencia. Al menos, este es el caso de Sennett y Sassen, en la medida que han tenido tiempo para medir sus palabras y observar la realidad de las ciudades «no globales», donde el urbanismo es todo menos una idea planificada y la problemática de la ausencia de civismo no tiene nada que ver con el diseño urbano. Sendra, quizás por edad, o prudencia, no es consciente del todo de ello, esa es la opinión que desprende el libro. Sea como fuere, no son todo lo honestos que se esperaría de ellos con el origen de los problemas que dicen comprender y saber solucionar, ni con la verdadera magnitud de sus propuestas. Y, atendiendo al apoyo que recibe este libro, este error es o debería ser imperdonable y doblemente grave. Primero, porque el diagnóstico sobre la problemática de la planificación que ellos llaman rígida es… superfluo, en el sentido que aparenta sensibilidad y lucidez intelectual, y es exagerada y banaliza la realidad. Segundo, porque la bondad de la solución del diseño urbano que ellos llaman flexible no se ciñe al espacio que debe entenderse, y tiene una apariencia visionaria que deviene un ejercicio de cierto cinismo con la idea pública que preconiza.

La problemática urbana de la ausencia de interacciones sociales no es un problema urbanístico que pueda ser resuelto mediante el diseño urbano, salvo en algunas ciudades afortunadas, o privilegiadas. Con el diseño se resuelven otras cosas, cuyas bondades proclamadas suelen estar muy por encima de la realidad vivida y experimentada. De hecho, las ciudades industriales de las naciones colonizadoras que se crean con el capital que acumulan nunca han resuelto urbanísticamente la construcción de la miseria social que se concentra a su alrededor, hasta las décadas de 1970 y 1980, cuando expulsan la economía de la producción extractiva masiva hacia las naciones colonizadas. La solución fue sacarse el problema de encima y trasladarlo a otra parte, como a América Latina. La solución no pasó por planificar o urbanizar mejor, sino por expulsar el rostro desagradable de la explotación del capital inversor y especulador por sistema, y dejar que se alimente y se manifieste sin control que se ejerce en otras latitudes donde no impera precisamente la justicia social. Hagamos un poco de memoria. Primero, cuando la industria es una actividad desarrollada en las ciudades de las naciones colonizadoras, se deja a los obreros malvivir hacinados mientras se construyen bulevares para la ciudad burguesa, es decir, la ciudad burguesa sustituye a la ciudad artesana medieval. Luego se construyen barrios de vivienda mínima para los pobres y los marginados por la desigualdad, en zonas donde no molesten, es decir, en las afueras de la ciudad noble. Finalmente, les ofrecen grandes polígonos de vivienda mínima masiva a medida que esta «mancha» urbana se hace enorme, sin gracia ni glamour. Por el camino se construyen autopistas a mansalva y grandes puertos y aeropuertos, y grandes sectores industriales que molestan a quienes desean gozar del consumo y el ocio en la ciudad mientras trabajan en oficios lucrativos. Este proceso conduce al urbanismo planificado que ellos (junto a Jane Jacobs) llaman rígido y poco imaginativo, o desagradable, pobre en ideas e inseguro. Es una ciudad digamos… «lamentable» porque lo es aquello que lo produce: el gran capital que crea la cara y la cruz de su razón de ser, cuando la «cruz» hace sombra a su «cara».  No tiene nada que ver con una mala idea urbanística, o con un urbanismo rígido. El uso de lo «rígido» como la causa de este problema es una banalización de la idea urbanística para promover otra en su lugar sin tratar el tema de un modo claro y responsable. Pero ni Sennett ni Sendra lo reconocen. Si lo hicieran probablemente nadie quería escucharlos y su trayectoria ideológica se frenaría en seco. El auditorio se vaciaría. Quienes lo han hecho han sido (probablemente) relegados al silencio público, o a su expulsión del ideal del porvenir occidental. Por esta razón, sus ideas no sirven de (casi) nada para las ciudades «no globales». O sirven de bien poco, porque no tocan la razón de ser del capital cuando actúa impunemente en tierras sin derechos reales, que es la causa de sus desgracias urbanas. De hecho, no saben o no quieren saber siquiera de qué se trata. El capital no se toca.

En las ciudades «no globales» (las que no mandan y donde no están las sedes del gran capital financiero y transnacional) el capital especulativo más desalmado ha esclavizado el resto de la tierra, en especial en los países corrompidos por esta inmoral expansión capitalista, para sacarles sus minerales, sus alimentos y el plusvalor de su mano de obra, y ha lanzado a gran parte de sus pobladores a la miseria, a la migración forzada y, en demasiados casos, a la ilegalidad, al crimen y al fracaso de sus sueños vitales que se depositan en todas las nuevas generaciones. Estas ciudades son bolsas de miseria y exclusión sin urbanismo formal que mantiene la red de explotación del flujo de capitales que beneficia a las «globales». No se les es permitido hacer experimentos de diseño urbano para goce y disfrute del ideal cosmopolita que Sendra y Sennett transmiten a los futuros sociólogos, planificadores, urbanistas y arquitectos, con la connivencia política y la satisfacción del poder económico y financiero internacional.

Las ciudades «no globales» que están al margen del estado de bienestar (relativo) del «norte global» no tienen resuelto el contrato social que requiere la praxis del diseño urbano cívico y socializador como el que propugnan Sendra y Sennett. Solamente en el «norte global» es posible que se den estas condiciones, que mantiene el sistema de tierras y ciudades «no globales». En este «norte» el consumo y el ocio se viven en las calles, las grandes avenidas y algunos centros dinamizados por una actividad frenética y creativa, y cultural. Museos, teatros, restaurantes, talleres, gimnasios y tiendas de lo más variado coexisten con gran sensibilidad pública de su importancia. Pero en el «sur» todo esto es apenas una vaga expresión puntual, en algunas capitales o zonas turísticas, donde el motor económico es siempre el mismo. Se busca el consumo ocioso del modo más agradable y creativo posible. El resto del espacio urbanizado tiene otro rostro, y en su lugar aparece el gran centro comercial que abre las puertas al automóvil, donde la población adquiere sus bienes y, en parte, puede tomar un refresco o ver una película; o bien el gran mercado informal que se ubica espontáneamente allí donde tener automóvil o tarjeta de crédito es imposible. En este macro-espacio global alternativo se manifiesta la indecente desigualdad de un mundo con mucha pobreza y poca riqueza, que se encuentra en pocas manos y controla las ciudades de otro modo, que no es precisamente el diseño cívico y social del espacio urbanizado. Es el colmo de la ausencia de rigidez planificada, que se caracteriza por una máxima flexibilidad para que la ciudad creada se haga a sí misma. La pobreza extrema y masiva, la exclusión y la migración forzadas, incluso hacia el camino del crimen, crean ciudades «no globales» donde la ciudad se vive en privado, y lo cívico socialmente urbanizado es una entelequia. El contrato de «lo público» es extremadamente pobre, mientras no hay dinero para urbanizar bien y mucho menos para embellecer la ciudad mediante el diseño urbano porque no es posible planificar una sociedad cívica y justa. Las ciudades son proyectos mal hechos y en constante devaluación sometidas a un proceso de especulación máximo, marcado por el rostro de la pobreza política, económica y social que impera en ellas. El espacio de la responsabilidad del diseño urbano es menor. Existe, ciertamente se puede mejorar, pero el recorrido es corto, o nulo. El problema urbano no es ni la mala planificación ni la ausencia del diseño urbano, sino que es el resultado de la carencia del contrato social del que solo pueden gozar ciertas regiones del mundo, con lo cual el derecho a la ciudad cosmopolita y creativa es imposible. De este modo, se construyen espacios sin orden público, excluyentes e inseguros, así como barreras entre clases sociales que no se entremezclan y espacios suburbanizados donde la idea cívica ni existe ni es una demanda ciudadana real. Así, en estas ciudades, lo que se crea y da forma a la idea urbana es aquello que se construye por sí mismo: la cruz del gran capital que no alimenta experiencias como las compartidas y positivizadas en el libro de Sendra y Sennett. Donde no hay control público se crea otro tipo de control, en el cual no se dan actividades o interacciones sociales espontáneas más allá de las mínimas para sobrevivir.

Pablo Sendra y Richard Sennett son grandes pensadores, y bienvenidos son, pero con libros como éste, que no saben contextualizar el urbanismo al que sirven (el de la «cara» del gran capital) y dicen combatir la falta de creatividad urbanística, alimentan la voz inmadura del neoliberalismo urbanístico democratizado que hace cincuenta años, o más, vive de una ilusión… superflua, hipócrita (como hipócrita es el neoliberalismo, el norte global y el egoísmo), a conciencia, que construye la «cruz» abominable del gran capital, siempre especulativo, que deviene monstruoso cuando actúa impunemente donde no existe un contrato social justo, gracias a lo cual sobrevive… el capitalismo.

(*) Dr. Andreu Marfull Pujadas, Profesor en Planificación y Geografía Urbana a la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, México.

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