viernes 19, abril 2024
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De lo profundo

La tentación de mucho saber y de conocer de todo en todo, de ilimitadamente sentir y mirar, es una de las alegrías vitales del niño y del adolescente que las vive. Si la virtud se mantiene con el tiempo, con el rápido transcurrir de los años, la experiencia debería adquirir otra tonalidad, una más sobria. Debe ganar en profundidad. De lo contrario, si dicha fuerza primaveral, cuando es ley del tiempo que se deshoje con cadencia y hasta cierto límite,  no ve el horizonte otoñal, terminará con la juventud espiritual del viejo.  Entonces, el síndrome de Peter Pan tomará cuerpo.

El incendio temprano del tiempo formativo, y luego el que sigue de intenso y verde frescor, el que provee un exótico bosque al adulto joven, es una experiencia que ayuda al iniciado encaminado -aun si ya ha obtenido notables logros- a tomar impulso y a despegar hacia una larga vida intelectual que termina con la muerte. No es ocioso decir, sin embargo, que en las millas culminantes de la vida esta licencia en llamas no podría  ser otra cosa más que un necio obstáculo, cuidado no un muro, que convocaría lo yermo a inmiscuirse en la mirada intelectual y creativa.

El tema es complejo y se parece a la luna en sus múltiples etapas, siempre llevando su luminoso lado y su oscuro reverso. Pero pienso que lo expuesto hasta ahora es un punto de partida saludable, de chequeo, que a mí en lo personal, me ayuda siempre, porque este argumento semeja los deberes de una brújula. La aventura intelectual, la literaria en particular -pienso yo- no tiene sentido si carece de algún sentido emancipatorio, pues su medio de tránsito es la exploración estética que busca con su foco iluminar esos rincones ignorados o perdidos de lo muy humano, o, para subrayar algunos artilugios de lo evidente, pues hasta la claridad tiene sus artimañas.

Todo esto ocurre en las tragedias de Shakespeare o en las comedias de Aristófanes. Sucede en las angustiosas historias de la Biblia o en los denuedos metafísicos del Upanishad o con la épica del Ramayana que mi padre me leía en tardes soleadas o noches distantes. Sucede con Chaplin. Pasa en todas partes. Quizá sea necio enunciar que todos somos humanos, detalle que con frecuencia se ignora. Las costumbres y la antiética del brutal economicismo global de hoy que busca imponerse sin pausa, hace del ser humano un candidato a fantoche, un subordinado ajeno a los vericuetos de las grandes preguntas existenciales, en fin, puede hasta convertirlo en una desgastada criatura sin religión vital. He ahí el imponente vínculo entre moral y belleza, entre estética y vida. Por ello, se afirma con urgencia el valor fundamental de la lectura.

El filósofo estadounidense, Mortimer Adler, argumentó que la frase “bien leído” perdió su significado antiguo que hacía referencia a alguien que se había sumergido en algunos textos clásicos hasta entenderlos de verdad, es decir, hasta interiorizarlos con sentido crítico.  “Bien leído” no era sinónimo de haber leído muchos libros. Piénsese en el emperador Marco Aurelio que en su memorable texto, Meditaciones, citaba muchos autores, referencias rara vez atribuidas, porque en su memoria había inscrito lo que de ellos destacaba en su búsqueda intelectual y moral como como estoico que era. Es que los conocía a profundidad y hasta de memoria. Por eso pudo escribir la referida obra en una ajetreada tienda, nada que reflejara un palacio, en medio de extendidas campañas militares a menudo complicadas.

Quizá valga la pena considerar el siguiente lema: “leer profundamente, leer repetidamente, apuntar a la calidad, no a la cantidad”. Porque el punto no es si se ha leído mucho, sino lo que se ha leído mucho. Lo que se ha masticado bien y fino. Uno de los sarcasmos de Thomas Hobbes apunta a lo dicho:  «Si leo tantos libros como la mayoría de los hombres, sería tan tonto como ellos».

Me parece peligrosamente osado que el mundo de hoy someta a las masas, por ejemplo, al falso dilema entre no leer y no saber leer y entregarlo, como se entrega un carnero dispuesto a ser sacrificado, a las redes del insulso entretenimiento. El mundo de hoy nos ofrece esplendor, mucho desperdicio y un exceso de injusticia social. Mi reclamo se parece al de José Saramago que dijo: “Yo no soy pesimista, es el mundo el que es pésimo.” Reflexiono, entonces, que es de provecho leer bien como acostumbraba a hacerlo el Emperador Filósofo. ¡Profundidad ante todo!

(*) Allen Pérez es Abogado

 

 

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