viernes 13, diciembre 2024
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Mentira y política

La mentira ha sido uno de los instrumentos utilizados por los imperios, al menos los más recientes (en términos de siglos) en occidente. De igual forma, en la actualidad casi todos los gobiernos la utilizan como práctica común. El término “mentira” –y las ideas, o conceptos relacionados con el término– es muy confuso, no es nada claro. Aunque aparentemente, si nos atenemos a la definición del diccionario, por ejemplo, no tiene misterio ninguno.

Y sin embargo, el término es totalmente confuso precisamente porque tiene una gran variedad de acepciones, es decir, no es unívoco, porque significa cosas distintas en cuanto a su alcance, su significado (ético, moral, político, religioso), según los contextos en los que se utiliza; y por consiguiente, hay que precisar en cada caso cuál es el sentido que tiene la mentira política o la mentira en general, y cuál es su alcance.

A pesar del límite cultural que exige no mentir, pues desde la antigüedad y como condición de sociabilidad tenemos dispositivos tanto sociales como legales que sancionan y castigan la mendacidad, también es cierto que el engaño y sus formas concomitantes tienen un estatuto distinto cuando de la política se trata. La falsedad deliberada, la impostura, la mentira benevolente o piadosa, la invención de estratagemas, los secretos de Estado, la diplomacia, etc., “siempre han sido considerados como medios justificables en los tratos políticos” (Arendt, 2017, p. 87).

Desde los clásicos del pensamiento encontramos que ni en todas las épocas ni en todas las estructuras sociales el engaño y la sinceridad tienen las mismas implicaciones. Asimismo, históricamente el uso de la mentira incluso en el ámbito político se ha limitado. Tal era el caso, como veremos, en el antiguo arte de gobernar. Sin embargo, como signo de lo contemporáneo, parece lícito afirmar que en el ámbito político se carece hoy de cualquier límite en el uso de la mentira.

En la función política de la mentira moderna, Alexandre Koyré escribió: “nunca se ha mentido tanto como ahora. Ni se ha mentido de una manera tan descarada, sistemática y constante” (Koyré, 2015, p. 33). En este punto Arendt y Koyré concuerdan en que una de las herencias de los regímenes totalitarios del siglo XX para las sociedades democráticas fue la producción masiva de la mentira en el espacio político.

Frente a dicho legado, ambos autores denuncian la complicidad y la disposición de las tecnologías y de los medios de comunicación. Al respecto, Arendt enfatiza en la importancia de este fenómeno para comprender el paso de la mentira tradicional a lo que ella denomina como la mentira organizada o moderna. Por nuestra parte, en lo cotidiano y debido a la rápida difusión que caracteriza nuestra época, somos testigos de cómo los medios de comunicación dedican una atención desproporcionada a los rumores, los escándalos y las prácticas de engaño. Cuanto más sórdida o espectacular sea la historia, más “vale como noticia”.  Todos nosotros somos el blanco de una gran cantidad de mentiras, muchas más que en el pasado.

En algunos ambientes la verdad y la sinceridad ya no se consideran valores. Se habla de la ‘cultura de la mentira’ en la que la mentira se utiliza como estrategia y herramienta política. Ello es reflejo de una sociedad en la que importa más aparentar que ser, y donde es fácil encontrar gente que renuncia a sus convicciones por conseguir un buen puesto.

Los motivos por los cuales se miente en política son muchos. Entre ellos cabe destacar los siguientes: para obtener un beneficio, para no aceptar una responsabilidad, para eludir una tarea, para no asumir una verdad, para tener notoriedad. Detrás de la mentira se esconde la compulsión a sobresalir.

Existe una ‘mentira emocional’ denominada posverdad que cada día tiene más presencia social y política. En 2016, el diccionario de Oxford reconoció ese término como la palabra del año, por el amplio uso que se le estaba dando en el ámbito político. La posverdad es la distorsión de una realidad en la que los hechos objetivos pesan menos que la apelación a las emociones personales. Muchas personas dicen «yo siento» en lugar de «yo pienso»; también «siento que eso es verdad». Para algunos autores, lo que mejor caracteriza a la posverdad es el desprecio de la verdad. Ello crea un vacío que está condenado a llenarse con fábulas.

Son varios los fenómenos que circundan o acompañan a la posverdad. Mentira, ignorancia, charlatanería, desinformación, fake news, populismo, redes sociales, propaganda, negacionismo… Son fenómenos heterogéneos que suscitan la idea de engaño masivo.

Pero lo que mejor caracteriza a la posverdad es la falta de respeto por la verdad o el desprecio hacia la misma. Esta característica no hay que identificarla con la mentira. La mentira y el desprecio a la verdad son diferentes formas de engaño. El mentiroso sabe cuál es la verdad, juega la partida de la verdad, pero la oculta intencionadamente. Sin embargo, la posverdad va más allá (o más acá). Ignora el juego de la verdad, se desentiende: la verdad es ignorada, obviada.

Para contrarrestar el poder de la mentira en la vida social y política se suele recurrir al escepticismo positivo: ¿A quién le sirve esta información? ¿Cuál es la calidad y confiabilidad de las fuentes? Es muy importante fomentar el amor a la verdad desde edades tempranas, porque sin ella ni seremos libres, ni sabremos distinguir lo verdadero de lo falso, ni nuestra vida tendrá coherencia y sentido.

El amor a la verdad conlleva el deseo de saber y aprender. Ese amor puede brotar con la curiosidad natural del niño. Quien ama la verdad la busca de forma ilusionada y perseverante; además apunta alto y no se conforma con la inicial ausencia de respuestas. Aunque algunas veces el tiempo de búsqueda se alargue, no es tiempo perdido, sino de aprendizaje.

Es muy importante la fuente a la que nos acercamos a beber, pero no hay que desestimar la capacidad para buscarla. Sócrates decía que, cuando al ser humano se le anula su natural tendencia hacia el saber, se le esclaviza en la peor prisión, la de la oscuridad mental, la ignorancia. Añadía que la forma más grave de ignorancia no es la del que no sabe, sino la de quien carece de interés por aprender.

Vivimos, en consecuencia, dentro de una realidad de la cual no sabemos qué es cierto y que es falso. Y lo peor de todo es que, como la historia la escriben los vencedores, se nos enseña desde niños de escuela una sarta de mentiras. Por ejemplo: que los ejércitos anglosajones ganaron la segunda guerra mundial, cuando está comprobado que realmente fué la Unión Soviética, es decir, el ejército eslavo. Al parecer la famosa frase, “Puedes engañar a todas las personas una parte del tiempo y a algunas personas todo el tiempo, pero no puedes engañar a todas las personas todo el tiempo”, tantas veces repetidas y atribuida a Abraham Lincoln, no fue dicha por el presidente de Estados Unidos.. Y así muchas cosas más.

Los políticos modernos aprendieron de los totalitarismos del siglo XX que se puede producir mentiras a niveles industriales. Y la mentira pasó de ser una herramienta a ser una política de muchos gobiernos para socavar los cimientos de la realidad misma e impedir que la gente pueda distinguir lo que es verdadero de lo que no lo es.

Regina Rini en su libro “Weaponized Skepticism” muestra que la estrategia de desinformación del Gobierno ruso para incidir en las elecciones que ganó Trump en 2016 consistió en difundir mentiras abiertamente, sin darles apariencia de verdad. El propósito no era tanto que la gente se las creyera, sino que los ciudadanos tuvieran la percepción generalizada de que no se puede confiar en ninguna fuente de información: ni en los medios, ni en las ong, ni en las autoridades. Le apostaron a aumentar el escepticismo y el aislamiento. Como la gente no puede confiar en nadie terminan actuando intuitivamente, de acuerdo con sus creencias, prejuicios y experiencias previas.

El pensador Miguel Catalán, uno de los grandes expertos en esta materia, afirma brillantemente que la tradición de la “noble mentira” se sitúa en autores elitistas como Platón, Maquiavelo, Voltaire, Leo Strauss y Carl Schmitt.

Con independencia de la época y la razón, existen cientos de páginas sobre la aceptación de la mentira en la vida pública y esto no debería de sorprendernos en la actualidad. Ahora bien, debemos situar la práctica de la mentira en nuestras sociedades contemporáneas en el contexto de las democracias representativas. Para explicar esto debemos fijarnos en las ideas de Manin en torno a la democracia de audiencias y de Goffman y Bourdieu sobre la dramatización de la vida pública.

Como dice Bernard Manin, vivimos en democracias de público desde la mitad del siglo XX. Estas democracias se caracterizan porque los partidos políticos son industrias o marcas que confeccionan un producto que son los candidatos políticos y que son consumidos por los votantes.

Este consumo dependerá principalmente de la comunicación política y la traducción que los políticos realizan de las diversas demandas de los ciudadanos en actuaciones y servicios públicos. Por tanto, estos candidatos deben ofrecer una propuesta de temas, intereses y demandas a satisfacer hacia el gran público. A partir de eso cada sector de la audiencia se decantará por unos u otros.

Erving Goffman sostiene que, en general, los seres humanos cuando interactúan en sociedad son metafóricamente actores que interpretan un papel y que ese papel es lo que la sociedad espera que hagamos ante determinadas situaciones según la posición que ocupamos. Interpretamos el papel de hermano, de amigo, de trabajador, de miembro de un club deportivo y un largo etcétera. En cada una de estas situaciones nos colocamos una máscara e interpretamos un guión socialmente establecido y solo cuando nos retiramos por la noche abandonamos esas máscaras para ser nosotros mismos.

Por su parte, Pierre Bourdieu complementa esos postulados al decir que nuestra familia, nuestros amigos y el sistema de educación han sido los responsables de nuestra formación como actores en sociedad. Los políticos, pero también cualquier agente colectivo o individual, actúan porque así se les ha enseñado y a menudo exhiben un elemento de genialidad creativa que es el producto de la experiencia de su aprendizaje.

Desde esta visión, no sólo mentirían los políticos, sino que también es algo que harían frecuentemente los medios de comunicación y los propios ciudadanos al interpretar distintos papeles en la vida pública (cuando votamos, cuando discutimos sobre política, cuando leemos la prensa, etc.).

Por tanto, el engaño como práctica política en las democracias representativas se explica por las siguientes razones:

Existe una justificación filosófica y moral del empleo de la mentira en la política que puede variar en su justificación, pero que es continua en todas las épocas conocidas. Estas diversas justificaciones están presentes en las mentes de los gobernantes actualmente.

La vida pública actualmente mantiene un grado de dramatización por parte de los políticos que actúan metafóricamente como actores en diversos escenarios (instituciones, programas de televisión, actos políticos, etc.). Existe una práctica de cierto ritualismo avalado por la omnipresencia de los medios de comunicación.

La manipulación y la convicción, en general, es una práctica aceptada y admitida en las democracias con un alto grado de desarrollo tecnológico y a través de la implantación de las nuevas tecnologías para favorecer la decisión electoral de las personas.

De hecho, hay empresas especializadas en ofrecer este tipo de servicios y el propio conocimiento político, psicológico y neurológico está mostrando un interés en los últimos años por profundizar en ámbitos como la conducta humana y su respuesta ante determinados estímulos. Hablamos aquí de las distintas aportaciones que se realizan desde las neurociencias.

Ante la clásica afirmación de que los políticos siempre mienten, lo paradójico en las democracias representativas es que si el ciudadano se siente engañado por el político que ha votado al no sentir satisfechas sus demandas, puede optar por votar a otro. Esto introduce un elemento de obligación ante el candidato político que debe procurar que aquello que dijo o prometió debe corresponderse con aquello que hizo o hará.

Por lo tanto, aunque los políticos no siempre digan la verdad, deben esforzarse por cumplir las promesas contenidas en su programa electoral y garantizar cierta verosimilitud entre sus palabras y sus acciones.

(*) Alfonso J. Palacios Echeverría

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2 COMENTARIOS

  1. El político romano Pontius Pilatus, hizo una pregunta sencilla a un prisionero inocente en el año XXXIII, el gobernador preguntó: que es la verdad? La respuesta que recibió es lo interesante, no fue necesaria una amplia explicación o una disertación compleja, solamente la verdad.

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