Cuando los espías y mensajeros avistaban los ejércitos de Atila, y comunicaban la visión a los pueblos angustiados, la certeza de lo que se avecinaba era incuestionable: el torrente de hunos traería consigo crueldad y desolación. Fue precisamente esta amenaza lo que motivó la construcción de la Gran Muralla China, una épica barrera defensiva que se extiende a lo largo de más de veintiún mil kilómetros por el norte de China, limitando con el desierto de Gobi, Mongolia y Corea del Norte. La historia fue testigo de esta obra monumental, cuya magnitud aún hoy nos deja asombrados.
Ahora, en cambio, no pocos invasores se anuncian y cabalgan hacia nuestras íntimas fortalezas como si fueran buenos dioses. Tales intrusos ofrecen un mundo feliz adobado con tecnología digital y los horizontes «soleados» de la inteligencia artificial. Microsoft, Meta, Google, y hasta el mismo estado de Israel la utiliza en el otro Auschwitz, un campo de exterminio llamado Palestina, ahora extendido a otros frentes: el Líbano, Siria, Irak y Yemen.
Con inocencia perfecta, abrimos las puertas de nuestros pórticos a los posts modernos aqueos y entran, como en Troya, a confiscar nuestras autónomas facultades para decidir ser libres, vivir la privacidad, conocer la más variada información sin censura, cuando la dependencia ya no es un proyecto sino un hecho. La excepción es Telegram cuyo fundador y único dueño fue encarcelado en Francia por ser el negocio un portal global sin prohibiciones de opinión.
En última instancia, todos nos hemos convertido en prisioneros de la política mediática y de los amargos desencuentros con vecinos y familiares. Los discursos y narrativas personales se han transformado en amuletos de control social, alimentando la censura y el silencio autoimpuesto. Las redes sociales, por su parte, amplifican esta deriva autoritaria, mientras las élites plutocráticas uniforman criterios con una eficacia sorprendente, a pesar de los pocos retablos que aún se resisten a su influjo.
Hemos aprendido a maniobrar un transporte que apenas controlamos, uno que se nos ha vuelto indispensable: el celular y la computadora, estos instrumentos ante los cuales el nuevo siervo de la gleba se arrodilla. El globalismo informativo impone una visión única de los acontecimientos; ¡Dios nos guarde de cuestionar la coronación de Kamala Harris!
Atreverse a señalar que ella es un producto fabricado por el ‘estado profundo’, esa burocracia perpetua asentada en Washington se convierte en un acto casi herético. Este esquema no es accidental; ha sido diseñado y propuesto por élites industriales, financieras y militares. Mientras demócratas y republicanos obedezcan las reglas ideológicas del estatus quo, quien gane la Casa Blanca pasa a consideraciones secundarias si existiesen, o, en otros términos, mientras las dos caras del partido único obedezcan.
El verdadero problema no reside en el avance científico en sí mismo, sino en cómo este se entrelaza con valores democráticos esenciales como la justicia, la libertad y la equidad. Estos desarrollos, por muy espectaculares que sean, no garantizan una mejora significativa en la condición humana ni alivian el profundo vacío existencial, la pobreza, las migraciones forzadas o los crecientes índices de suicidio. Nos enfrentamos a una paradoja: mientras la ciencia promete soluciones y facilidades, en manos de una élite plutocrática se convierte en un instrumento que perpetúa las desigualdades y agrava los problemas sociales.
Los dilemas señalados, vale insistir, trascienden lo individual y se adentran en lo social, afectando incluso la soberanía de los Estados frente al creciente poder de las corporaciones transnacionales. Estas imponen su influencia sobre gobiernos, comunidades, familias y tradiciones en una escala nunca vista.
El neoliberalismo ya no se disfraza: devora todo lo que encarna vida y justicia. La conquista se despliega de forma sutil y placentera. Su mensaje, embriagador, nos vende la ilusión de un ‘poder’ que jamás será nuestro. Solo eso, una fantasía. Con cada vuelta del carrusel, un aplauso manipulado nos envuelve mientras nuestras defensas, descoloridas, se desmoronan.
Engañarnos es un ocio peligroso. El tecno-feudalismo nos ha detectado, nos vigila y nos clasifica, censurándonos a su antojo. Sus consecuencias son universales. En este terreno, China sobresale, pero China es China; no representa al Occidente democrático, liberal y culturalmente cristiano en el que nacimos. Es aquí donde conviene centrar nuestra reflexión: en la hipocresía del decadente mundo occidental, en su traición a la libertad y su insaciable apetito por la censura.
Una obscena ostentación de las élites se entrelaza con el despilfarro y la corrupción. Europa, que alguna vez proyectó una voz propia, la ha perdido. Los ecos soberanistas del general De Gaulle se han desvanecido. Hoy, esta parte del mundo se arrodilla y jura vasallaje a la plutocracia estadounidense. El caso más patético es el de Alemania, que aceptó dinamitar el Nordstream, un acto de harakiri que atentó contra sus propios intereses vitales y la empuja hacia una recesión económica.
Pero para los globalistas de la estrategia unipolar la irrestricta libertad de expresión es un problema, sobre todo en temas sensibles del poder, como el belicismo histérico e irracional. En consecuencia, lo alternativo y crítico a las versiones oficiales debe controlarse o callarse. De seguido, sucede lo inaudito: el genocidio de Gaza se banaliza y el espectro de la guerra nuclear no moviliza a las masas para impedirla. El terrorismo de Israel se vuelve anécdota. ¡Y si la crítica va, te acusan de antisemita! Europa lo avala. Y así nos van lavando el cerebro hasta que doblemos la mirada y sin chistar lo aceptemos todo. Ello incluye lo evidente: negar que Occidente azuza una guerra nuclear y que bordeamos el aniquilamiento.
Ante este panorama, recordemos lo que motivó la construcción de la Gran Muralla China. Al igual que los pueblos que, al divisar el avance de Atila, levantaron una barrera monumental para resistir la desolación, hoy necesitamos erigir nuestra propia muralla. No de piedra, sino de voluntad colectiva, conciencia y resistencia. Una fortaleza capaz de impedir el saqueo de nuestras almas y defender los valores que aún nos quedan. La historia admiró aquella muralla épica; la nuestra debe ser igual de imponente, capaz de resistir esta nueva amenaza y asombrar al mundo por su firmeza.
(*) Allen Pérez es Abogado
Interesante pero demasiado utópico.