INTRODUCCIÓN
El horror de la guerra no se limita al hedor de la carne desgarrada ni al estruendo de los misiles; es una acusación perpetua contra los instintos más bajos de la humanidad y su crónica incapacidad para trascenderlos. Representa un recordatorio brutal de nuestra fragilidad ética, de cómo las aspiraciones de paz son sofocadas por la codicia, el miedo y el ansia de poder. Para el capital financiero internacional, sin embargo, estas reflexiones carecen de relevancia. En su lógica fría y calculadora, la guerra es simplemente una herramienta, un medio para maximizar beneficios y reconfigurar el tablero global conforme a sus intereses.
Entender las guerras actuales exige abandonar lecturas ingenuas que las presentan como simples batallas ideológicas entre democracia y antidemocracia. Esa narrativa, convenientemente promovida, actúa como una cortina de humo que oculta el verdadero motor de estos conflictos: una lucha despiadada por el poder global. Por ello, en estas páginas, el objetivo es identificar algunas claves esenciales del caos social y bélico que permitan al lector profundizar en el tema por su cuenta.
El eje del enfrentamiento bélico contemporáneo no radica en las profundas diferencias políticas o culturales, aunque estas sean factores tangibles y frecuentemente citados. Más bien, el conflicto medular se ubica en la confrontación entre dos modelos opuestos de orden mundial: la unipolaridad, que busca perpetuar la hegemonía de un único poder dominante —encarnado por Estados Unidos y sus aliados—, y la multipolaridad, un paradigma que promueve un equilibrio de fuerzas entre diversas potencias globales, como Rusia, China, India, Brasil y Sudáfrica, entre otras naciones emergentes. La multipolaridad es la opción racional; insuficiente, porque, a mi juicio, no plantea la abolición del capitalismo en su forma monopólica e imperialista.
Se utiliza el término «eje del enfrentamiento bélico» porque, aunque las disputas políticas y la tan discutida guerra cultural son fenómenos innegables, estos se manifiestan como síntomas de una problemática mayor: la lucha por el control del poder militar, tecnológico, económico y político, así como su redistribución en el mapa geopolítico. En el fondo, la guerra es entre distintos poderes oligárquicos. Esta pugna, que trasciende fronteras y economías, afecta tanto a las regiones más desarrolladas como a aquellas que aún intentan afirmarse dentro de un sistema que a menudo las margina. La “guerra cultural identitaria” es una creación de la modernidad, interesada en la atomización de la sociedad civil, y ahora enarbolada por el progresismo para diluir la conciencia de clase. Volveré a este tema.
Tal como se analizará en los párrafos siguientes, este enfrentamiento no solo refleja una batalla por la supremacía militar y económica, sino que también pone en juego la redefinición de las reglas que rigen el sistema internacional. Entre promesas de estabilidad y amenazas de más convulsiones, el mundo se debate entre conservar el viejo orden o arriesgarse a construir uno nuevo, sin garantías de equilibrio ni justicia.
EL EJE DEL CONFLICTO
En el contexto actual, las guerras no son un accidente ni una anomalía; constituyen la consecuencia lógica y predecible de un sistema capitalista avanzado que entrelaza los intereses del complejo industrial-militar con los del capital financiero. Este factor incluye tanto el capital tradicional como el emergente capital digital, íntimamente ligado a las corporaciones tecnológicas de última generación. Cada conflicto no solo reacomoda las fronteras geográficas, sino que también establece nuevas demarcaciones económicas y digitales, modificando el equilibrio global. Este proceso, alimentado por una voraz competencia, intensifica la lucha constante por el control de recursos naturales, rutas estratégicas y mercados internacionales.
Un ejemplo claro de esta dinámica es la guerra en Ucrania, donde los intereses geopolíticos de las potencias occidentales y del pueblo ruso, que justifica sus acciones en defensa de su seguridad como Estado-nación, trascienden la mera disputa territorial. Este conflicto también se centra en el control de recursos estratégicos, como el gas natural, y de rutas comerciales clave hacia Europa. Paralelamente, el sector innovador desempeña un papel cada vez más crucial: empresas como Palantir y otras firmas especializadas en tecnología de defensa participan activamente en la recopilación y el análisis de inteligencia, redefiniendo las herramientas del enfrentamiento moderno.
Otro ejemplo de esta dinámica es la creciente tensión entre Estados Unidos y China, donde los conflictos comerciales, como la pugna por el dominio en la producción de semiconductores, resultan tan determinantes como las disputas militares y territoriales en el mar del Sur de China. En este escenario, los nuevos zares empresariales emergen como actores estratégicos en una guerra que no solo traza nuevas cadenas de suministro, sino también las esferas de influencia digital a escala global.
Por otro lado, se encuentra el vasto sector compuesto por las masas del planeta, percibidas con desdén por la élite plutocrática, que las reduce a simples consumidores sometidos a condiciones de subordinación, servidumbre, o incluso situaciones que rozan la esclavitud, como la infantil, tal en las minas de diamantes u otros minerales en África Occidental. Estas masas, al menos por ahora, permanecen atrapadas en un estado de letargo y resignación, incapaces de articular una resistencia significativa frente a esta dinámica de opresión generalizada.
Entre estos dos polos surge una tecnocracia intermedia, relativamente bien remunerada pero subordinada por su condición de asalariada. Este grupo se desplaza por las corporaciones, los gobiernos, las fundaciones, las oenegés, los “think tanks”, las universidades de élite, las instituciones financieras internacionales y los organismos multilaterales. Son los vasallos técnicos de primera fila, encargados de ejecutar las decisiones del capital plutocrático y de garantizar la continuidad del sistema.
Un ejemplo claro lo constituyen el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, dirigidos por castas que ejecutan programas de austeridad en países endeudados, consolidando así su dependencia económica y social respecto al sistema financiero global. De manera similar, universidades como Harvard y Stanford alimentan un flujo constante de gurús que se integran a la administración del poder, perpetuando un modelo que prioriza la acumulación de capital por encima de los derechos sociales y la sostenibilidad ambiental.
Este “sacerdocio” también incluye a la aristocracia de empresas como Microsoft, Google y Amazon. Aunque disfrutan de altos salarios y beneficios, permanecen sujetos a la dinámica de subordinación al capital plutocrático. Así, este sistema capitalista novedoso y veloz, no solo configura las guerras contemporáneas, sino que también perpetúa un orden global en el que los intereses del monopolio financiero prevalecen sobre los de la mayoría.
Esta dinámica no se limita al plano bélico, sino que permea la economía, el avance científico y las estrategias geopolíticas en cualquier parte. El resultado es un mundo profundamente complejo, casi surrealista, donde las guerras, los conflictos económicos y las tensiones digitales no son eventos aislados, sino expresiones de un diseño sistémico arraigado en las estructuras actuales de poder.
Los intereses del capital financiero internacional trascienden los ideales y valores que a menudo se invocan como justificación de estos conflictos. La retórica de la libertad y los derechos humanos se desvanece como humo en el aire cuando lo que está en disputa es el control de minerales estratégicos, la supremacía tecnológica o territorios clave como Ucrania y el Mar de China Meridional. Incluso, el financiamiento continuo a Israel, considerado un portaaviones del imperio, evidencia cómo la lógica geopolítica subordina cualquier principio ético o humanitario.
No se trata de anomalías en el sistema, sino de una logística monumental que asegura la continuidad de un orden global basado en la acumulación material y el dominio. De esta forma, el sistema no solo perpetúa la desigualdad y la explotación, sino que define quién puede prosperar y quién queda segregado. En este tablero, los principios éticos no son más que piezas sacrificables frente al verdadero objetivo: preservar el poder de unos pocos a expensas del resto.
Las guerras contemporáneas son, en esencia, conflictos de hegemonía cuyo campo de batalla se ha trasladado a «la nube», espacio simbólico y literal donde la hegemonía, el control de datos y las infraestructuras digitales se entrelazan con las luchas geopolíticas. Estados, sistemas políticos y megacorporaciones actúan como actores interdependientes, aunque subordinados al poder de facto con mayor influencia y sin ninguna legitimidad democrática: el capital financiero internacional, representado por ejemplos emblemáticos como Tesla, clave en la transición energética, y BlackRock, cuya influencia en los mercados financieros reconstituye políticas económicas planetarias.
La narrativa ideológica dominante, además de desafiar la racionalidad, actúa como una herramienta para influir en las percepciones colectivas, diluyendo la oposición popular y ocultando los intereses económicos y geopolíticos que subyacen. No es una lucha entre democracia y tiranía, sino una batalla constante entre la imposición unipolar y la resistencia multipolar; entre la concentración del poder en manos de un grupito de billonarios y un esfuerzo, por más fragmentado que sea, por redistribuirlo.
LA VEJACIÓN DE LAS MASAS
El verdadero horror de la guerra no reside únicamente en su devastación física y moral, sino en su capacidad para perpetuar un ciclo vicioso de dominación y explotación. Revela una humanidad que, incluso en pleno siglo XXI, sigue siendo prisionera de sus impulsos más oscuros. En este contexto, resulta alarmante observar cómo las masas han interiorizado tres sentimientos paralizantes: la desesperanza, la resignación y el autosacrificio, siempre en su propio perjuicio. ¿Cómo es posible que los trabajadores del mundo exhiban tal pasividad, alineándose para ser sacrificados en un sistema que los consume?
Los trabajadores argentinos continúan avalando el mesianismo de Javier Milei, incluso frente a un nivel de pobreza y miseria sin precedentes en la historia reciente del país. Con una inflación anual superior al 120%, la pobreza alcanza al 40% de la población, mientras que más del 9% vive en la indigencia. En las zonas más vulnerables, como el conurbano bonaerense, la pobreza infantil supera el 60%, y el salario mínimo apenas cubre el 30% de la canasta básica.
En este escenario, Argentina parece haberse convertido en un experimento democrático donde las masas, atrapadas en la desesperación, apuestan por un comportamiento de autosacrificio y austeridad extrema, esperando el milagro prometido. Sin embargo, las políticas propuestas, basadas en la desregulación, la dolarización y la reducción del Estado, amenazan con profundizar aún más la desigualdad y la precariedad que ya afectan al 40% de los trabajadores informales.
Mientras Argentina se debate entre promesas de cambio radical y una crisis estructural sin salida, el capital financiero internacional sigue experimentando, perversamente, con la capacidad de autoinmolación de las masas, seducidas por una hipnosis suicida alimentada por un tsunami propagandístico, mediático y periodístico. “Hambrear y humillar al pueblo en libertad y en democracia” es el lema implícito de Milei.
El neoliberalismo, como paradigma dominante, ha triunfado en la guerra psicológica al punto de naturalizar formas extremas de violencia estructural, incluso el genocidio. Este sistema anestesia mentes en masa, fomentando la indiferencia hacia cuestiones verdaderamente trascendentales. En este marco, los empresarios imperiales —los «amos de la nube»— han logrado colonizar las conciencias colectivas. Mientras más consolidan su influencia, más se fortalece la ilusión de libertad en una sociedad que, paradójicamente, perpetúa formas sofisticadas de explotación.
Por primera vez en la historia, el trabajador contemporáneo celebra su propia precariedad existencial, atrapado en una narrativa que lo desvía de sus verdaderos antagonistas: las estructuras de poder económico y los monopolios capitalistas. Incluso el progresismo, tanto en su vertiente de centro como de izquierda, ofrece respuestas que muchas veces se limitan a soluciones identitarias. Estas, aunque relevantes en ciertos contextos, corren el riesgo de desviar la atención de las dinámicas de explotación sistémica que definen el capitalismo global, tanto en su forma tradicional como en su versión digital y financiera.
Tal es el mantra del capital financiero internacional, proclamado casi siempre con estridencia por gobernantes como Javier Milei, o con un tono más moderado, incluso progresista, por líderes como Pedro Sánchez y Emmanuel Macron. Sin embargo, la lucha de clases permanece más viva que nunca, aunque en un giro paradójico e inédito: ya no son los explotados quienes la activan o ejercen con fuerza. En el escenario actual, el actor más dinámico de esta lucha es la ingeniería narrativa y material promovida por la plutocracia global, por los opresores, articulada a través del capital financiero internacional. Sus dos pilares fundamentales son la revolución digital y una enajenación cognitiva que desvía la atención de lo real. Por ello, Milei es un ídolo para las élites liberales y neoliberales: vocifera su odio contra el pueblo, al que declara su propia lucha de clases. Otros políticos occidentales comparten esta visión, pero la disimulan, maquillándola con verborreas ya harto conocidas.
Este sistema trucho ha sumido tanto a los trabajadores como a los intelectuales bien intencionados en un estado de ceguera, o, en el mejor de los casos, en una profunda desorientación. El trabajador contemporáneo ha sido despojado incluso de la posibilidad de una conciencia de clase autónoma, convirtiéndose en un engranaje activo al servicio de la conciencia de clase de sus explotadores. Ya sea en la nube, en las fábricas, en la burocracia, en los mercados financieros o incluso en la academia, la subordinación del individuo al sistema se perpetúa, no solo a través de las estructuras económicas, sino también mediante una sofisticada hegemonía cultural y narrativa que neutraliza cualquier posibilidad de resistencia. Hasta en las universidades la libertad de cátedra se encuentra vigilada en temas “sensibles”, como en MIT y Harvard. Ciertamente nos quieren callar; nos invitan a entonar mentiras en un coro monocorde.
Asistimos, sin duda, a una suerte de post-capitalismo, marcadamente distinto del capitalismo industrial descrito por Marx o incluso del modelo del siglo XX. Este post-capitalismo, impulsado por el capital financiero y las plataformas digitales, marca otras formas de explotación y control social, alejándose de las dinámicas tradicionales del capitalismo industrial. Sin embargo, todas estas variaciones de explotación tienen un denominador común: la expoliación del trabajador hasta límites insospechados. Este fenómeno oculta, a su vez, una contradicción inescapable, que solo podría resolverse en una revolución caótica, pues no existe un «fin de la historia.» Pero el caos que auguro debe vertebrarse y descubrirse a sí misma.
Este conflicto de clase ha sido hábilmente invisibilizado en nuestras percepciones cognitivas. Al desaparecer de nuestra conciencia colectiva, parece haber dejado de existir. Sin embargo, negar su realidad es tan inútil como tratar de burlar la ley de la gravedad: sigue presente, como el aire que al mismo tiempo nos consume y nos alienta.
El debilitamiento de la izquierda clasista y contestataria, muchas veces reducida a una pálida sombra de sus ideales históricos, ha permitido que este enfrentamiento adopte formas más insidiosas. La claudicación ideológica de gran parte de los movimientos progresistas, cooptados por discursos moderados y agendas superficiales, ha dejado a los trabajadores y sectores populares desprotegidos frente al avance de un modelo capitalista tecnocrático y depredador.
Mientras tanto, el centro político y las derechas han trabajado sistemáticamente para deslegitimar la acción ciudadana y sindical, desmantelando los pocos mecanismos de resistencia que aún sobreviven. En Francia, por ejemplo, la oposición sindical a las reformas laborales de Emmanuel Macron enfrenta obstáculos legales y mediáticos que limitan su alcance. Por otro lado, en Estados Unidos, las recientes huelgas de trabajadores de Amazon y Starbucks ilustran las dificultades de articular una resistencia efectiva en un entorno dominado por plataformas tecnológicas y narrativas corporativas.
Los movimientos feministas, LGTB o ecologistas, aunque legítimos y necesarios, se fragmentan en agendas aisladas que, en lugar de converger en un frente común, quedan atrapadas en disputas internas. Este fenómeno desvía la atención de las dinámicas sistémicas de explotación, reduciendo al individuo a un estado de aislamiento y confusión, incapaz de articular una visión holística de la explotación económica y la guerra de clases.
En este contexto, el progresismo se convierte en un problema adicional. Con sus «caramelos» simbólicos, destruye la conciencia liberadora de clase, refuerza la disonancia cognitiva y perpetúa un estado de conformismo estructural, presentado como «la nueva normalidad.» Esta «nueva normalidad» no es más que un estado de conformismo reforzado por una narrativa que trivializa las desigualdades mientras normaliza la precarización como un destino ineludible.
La lucha de clases, lejos de desaparecer, se transforma. Las tensiones ya no se limitan al ámbito laboral tradicional, sino que se extienden a disputas por el acceso a la información, la privacidad digital y los derechos fundamentales. En un mundo cada vez más controlado por las plataformas digitales, la única posibilidad de resistencia radica en articular nuevas formas de acción colectiva capaces de trascender las divisiones y recuperar la capacidad transformadora que solo la conciencia de clase posibilita.
El tecno-feudalismo, una forma involutiva del capitalismo, concentra riquezas y datos en un grado sin precedentes, fusionando el poder tradicional del capital con el dominio de las infraestructuras digitales. En este modelo, los trabajadores-consumidores se han convertido en fantasmas desechables de una maquinaria automatizada por algoritmos, mientras el propio público y los asalariados alimentan con sus datos la acumulación de poder. Empresas como Amazon, al automatizar sus procesos y maximizar la extracción de información, personifican esta dinámica, donde la explotación trasciende el ámbito laboral y se adentra en el terreno digital donde la intimidad se regala.
El desafío urgente radica en diseccionar y comprender las nuevas y desgarradoras contradicciones de este inédito sistema opresivo. Solo así será posible articular una respuesta eficaz que, lejos de anclarse en los paradigmas del pasado, se ajuste a las complejidades del presente. Estamos apenas en los albores de una tarea monumental: la construcción de una nueva teoría revolucionaria que dialogue con la dialéctica del poder contemporáneo y proporcione herramientas para transformar el horizonte que nos domina.
A pesar de los intentos por deslegitimarlas, las luchas sociales persisten como un recordatorio de que el poder de las élites no es absoluto. Estas luchas, aunque fragmentadas y a menudo cooptadas, siguen siendo un punto de tensión que evidencia las grietas en un sistema que se proclama invulnerable y que busca perpetuar la desigualdad. La lucha de clases permanece como una herida abierta, un testimonio incómodo de que la verdadera batalla no termina.
CRÍMENES DE LA «NUEVA NORMALIDAD»
Las guerras mundiales del siglo XX y los conflictos actuales, como la confrontación entre la OTAN y Rusia, donde el Pentágono opera bajo la influencia del complejo militar-industrial y el capital financiero internacional, ilustran con crudeza las dinámicas de poder que moldean el sistema global. En este altar de sacrificios, los ucranianos se han convertido en piezas desechables dentro de un juego geopolítico orquestado por un Occidente que enfrenta su propia decadencia y está subordinado a las dinámicas del estado profundo en Washington.
La figura repelente de Volodymyr Zelensky, celebrada en ciertos círculos extremistas de la OTAN, se encuentra en una posición cada vez más precaria: se ha quedado prácticamente sin soldados y casi nadie quiere ir a la línea de combate. La moral en el frente de batalla es alarmantemente baja, y el apoyo que recibe está marcado por tensiones internas, en la que intervienen sectores neonazis, la facción más leal. Es necesario llamar a este conflicto por su verdadero nombre: una guerra entre Estados Unidos y Rusia, donde Ucrania actúa como escenario y pretexto en una confrontación que trasciende sus fronteras.
Las democracias influyentes pero alicaídas de Europa, como Alemania, Francia y el Reino Unido, han experimentado una metamorfosis histórica. Para los conservadores, centristas y derechistas históricos, hoy el general De Gaulle sería considerado un adefesio por su legado nacionalista y soberanista.
Los otrora partidos obreros, que en su momento simbolizaron la resistencia y la justicia social, se han alineado con los intereses del capitalismo financiero internacional, desdibujando así sus ideales originales. España ofrece un caso singular que ilustra esta transformación de la izquierda. Bajo el liderazgo del Partido Socialista Obrero Español, Pedro Sánchez ha consolidado un gobierno que, mientras proclama su progresismo, perpetúa políticas que erosionan el poder adquisitivo de los trabajadores. Este enfoque, que algunos describen como «woke,» pone de manifiesto las contradicciones de un modelo que prioriza la narrativa identitaria sobre las demandas económicas de las clases populares. En este contexto, resulta legítimo preguntarse cuál es el papel del Partido Popular, cuando los intereses de la Corona y de las élites económicas parecen estar ya plenamente garantizados bajo el PSOE.
Paralelamente, el genocidio perpetrado por el Estado judío de Israel contra los civiles palestinos representa una herida moral imborrable y que, tarde o temprano, será vengada por la justicia. Este genocidio, que debería estremecer las conciencias, se erige como la mayor vergüenza de Occidente en este siglo, del mismo modo que el genocidio judío marcó con sangre el anterior. Estos hechos inaceptables no convienen a ningún pueblo, incluido el estadounidense. Como dijo el presidente de Colombia: «si Gaza muere, muere la humanidad».
El conflicto en Medio Oriente y, en primera instancia, el genocidio contra el pueblo palestino, solo puede comprenderse dentro de los planes geopolíticos de las grandes potencias y sus aliados europeos y árabes, marcados por intereses estratégicos y económicos. No debe pasarse por alto el papel de las opulentas monarquías árabes, componente clave del tejido del capital financiero internacional, cuyas políticas resultan particularmente nefastas para la causa palestina.
La civilización occidental, que alguna vez se enorgulleció de su herencia humanista y democrática, parece haber traicionado sus propios ideales. La subordinación de Europa a los intereses de Washington, estructurada para servir al capital financiero internacional, ha anulado los principios fundacionales de soberanía, cooperación y humanismo que definieron su reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial.
A través de la OTAN, esta subordinación ha debilitado los pilares del Derecho Internacional y erosionado la confianza diplomática. Intervenciones unilaterales como en Libia, junto con el respaldo a estrategias de presión militar, han consolidado un sistema donde prevalece la ley del más fuerte. Europa, más que un actor autónomo, parece haberse convertido en un piñón de un sistema global que responde a dinámicas externas, debilitando su capacidad para actuar como un contrapeso geopolítico. Europa ha copiado a Estados Unidos esa robadera impúdica que llama sanciones, castigos que han desmembrado pueblos. Las sanciones económicas son actos de delincuencia internacional. No le cabe otra descripción.
LAS TESIS DE GULLO, VAROUFAKIS Y DURAND
Marcelo Gullo Omodeo, politólogo argentino y destacado académico en relaciones internacionales, sostiene que la política mundial se juega en un tablero a tres bandas, donde las tensiones globales operan en dimensiones interconectadas. En primer lugar, se encuentran los Estados-nación tradicionales, que luchan por preservar su autonomía frente a crecientes presiones externas. En segundo lugar, emergen las corporaciones transnacionales y el capitalismo financiero internacional, entidades que actúan como poderes supraestatales, capaces de influir y moldear las políticas internas de los países. Finalmente, están las instituciones globalistas y foros de influencia, como el Foro Económico Mundial en Davos, el Club Bilderberg, y organismos multilaterales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que articulan y dictan agendas alineadas con los intereses de las élites económicas globales. Por mi parte, agrego otro factor, latente por ahora: el pueblo, las masas, a lo que han descrito como el 99% de la población.
En este contexto, el concepto de tecno-feudalismo resulta crucial para entender la interacción de estas fuerzas. Según autores como Yanis Varoufakis y Cédric Durand, el tecno-feudalismo describe una transformación del capitalismo, donde el poder económico y político no solo se centraliza en corporaciones transnacionales, sino que también se articula a través de plataformas digitales que controlan el flujo de datos, los mercados y, en última instancia, el comportamiento de los ciudadanos.
El tablero descrito por Gullo se ve atravesado por este nuevo paradigma. El tecno-feudalismo representa una extensión del poder de las corporaciones transnacionales, cuya influencia trasciende el capital financiero para abarcar la esfera digital. Estas empresas no solo controlan los mercados digitales, sino que también definen las reglas de participación, actuando como árbitros supremos dentro de sus ecosistemas, en una lógica que recuerda a los señores feudales tradicionales y su control sobre tierras y vasallos, percibiendo rentas desde cualquier dirección de la nube. Ahora el mercado es una masa capturada, o sea, todos nosotros, consumidores e intermediarios.
A través de su capacidad de vigilancia masiva, recopilación de datos y manipulación algorítmica, estas empresas condicionan tanto la soberanía de los Estados-nación como los derechos de los ciudadanos. Frente a este panorama, los Estados enfrentan el desafío de redefinir su soberanía en un mundo interconectado, desarrollando nuevas estrategias regulatorias que permitan contrarrestar la influencia de los poderes supraestatales.
El tecno-feudalismo no opera de manera aislada. Está íntimamente relacionado con la búsqueda de un orden global unipolar liderado por Estados Unidos, en el que las plataformas digitales y las instituciones globalistas funcionan como herramientas de control geopolítico. Esta dinámica se refleja claramente en el conflicto entre Estados Unidos y Rusia, con Ucrania como epicentro de una estrategia diseñada para consolidar el poder hegemónico estadounidense.
La región del Donbás, rica en minerales estratégicos y en tierras negras altamente fértiles, representa un botín clave en esta disputa. La agenda tecno-feudal de Estados Unidos busca apropiarse de recursos críticos para la economía global. En este contexto, el hegemonismo descrito integra de manera efectiva las dimensiones tecnológica, financiera y militar, convirtiéndose en una herramienta indispensable para avanzar los intereses de las élites.
La oposición de Estados Unidos al bloque BRICS —que representa aproximadamente el 36% del PIB mundial y el 45% de la población global— refleja su temor a un mundo donde el poder económico y político esté menos centralizado en Occidente. El fortalecimiento del bloque BRICS no solo busca alternativas financieras al dólar, sino que también cuestiona las instituciones heredadas del sistema de Bretton Woods, como el FMI y el Banco Mundial, que históricamente han reforzado la hegemonía occidental. Este desafío multipolar pone en cuestión la supremacía económica del imperio y su capacidad para dictar las reglas del comercio, las finanzas y la política internacional.
El conflicto en Ucrania también puede interpretarse como una manifestación de las dinámicas del techno-feudalismo. A medida que la guerra avanza, el papel de las grandes corporaciones tecnológicas, financieras y de defensa se vuelve cada vez más evidente. Empresas como Palantir y Microsoft han jugado un papel crucial en la recopilación de inteligencia y la logística digital, evidenciando cómo las corporaciones tecnológicas no solo respaldan, sino también moldean la dinámica del conflicto. Desde el suministro de armamento hasta el control de las narrativas mediáticas, estas entidades se benefician directamente de la prolongación de la guerra, subordinando la soberanía de Ucrania a sus propios intereses extranjeros.
LOS DELIRIOS OCCIDENTALES
El capitalismo financiero internacional, ejemplificado por gigantes como BlackRock y Vanguard, no solo domina la economía global, sino que también ejerce una influencia directa sobre gobiernos y políticas públicas. A través de redes de control que incluyen foros como Davos y el Club Bilderberg, este poder fáctico promueve una agenda que prioriza la especulación y el beneficio privado sobre el bienestar colectivo.
Los Estados, lejos de ser soberanos, a menudo funcionan como empleados generosamente remunerados de este inhóspito ramaje, despojados de contenido político independiente. Figuras como Olaf Scholz, Emmanuel Macron, Keir Starmer, Andrzej Duda y Ursula von der Leyen actúan más como administradores de intereses externos que como líderes autónomos. Simplemente son empleados de lujo. En Europa, voces como las de Viktor Orbán y Robert Fico, aunque controvertidas, han mostrado resistencia a las presiones del capital financiero global, destacándose como excepciones en un escenario de sumisión política.
La ruptura de los acuerdos de Minsk y Estambul marcó un punto de no retorno en el conflicto ucraniano. Zelensky, influenciado por figuras como Boris Johnson, Emmanuel Macron y Joe Biden, ha priorizado destinos que profundizan la tragedia de su país. Ahora, ante la desesperación, sus decisiones, incluidas operaciones militares dirigidas contra civiles, agravan la situación. Esta escalada encuentra eco en la política estadounidense, donde los «neocón» demócratas —liderados por figuras como Biden, Antony Blinken y Jake Sullivan— parecen decididos a perpetuar un modelo de intervención global que recuerda los excesos imperiales del pasado.
Scott Horton, autor de Provoked: How Washington Started the New Cold War with Russia and the Catastrophe in Ukraine, ofrece un análisis exhaustivo sobre cómo la expansión de la OTAN hacia el este europeo ha sido un factor clave en el conflicto. En su obra, documentada con rigor, Horton expone cómo esta estrategia, iniciada durante la administración Clinton y continuada tanto por republicanos como por demócratas, ha contribuido a perpetuar tensiones geopolíticas, consolidando a Estados Unidos como el principal arquitecto de esta confrontación. Con la implosión de la ex Unión Soviética, hay que decirlo sin medias tintas, la oligarquía estadounidense se sumergió en un triunfalismo psicótico, abrazando un enunciado absolutamente irracional: la expansión ilimitada y sin caducidad de su imperio hacia todos los confines del planeta.
En el escenario político estadounidense, la percepción del Partido Demócrata como «la tolda de la guerra» ha desconcertado a muchos observadores extranjeros que asocian a los demócratas con una postura más moderada. Sin embargo, esta administración, como se evidencia en las políticas de Biden, refuerza la narrativa de un liderazgo dispuesto a escalar conflictos con implicaciones de catástrofe nuclear. Afortunadamente, Kamala Harris no alcanzó la presidencia, lo que habría significado un escalamiento hacia una tercera guerra mundial de dimensiones termonucleares. La combinación de sus posturas con las políticas de Zelensky y el enfoque agresivo de Biden habría acelerado un camino apocalíptico. Sin embargo, tanto Biden como Trump coinciden en políticas relacionadas con el conflicto palestino, destacándose por su respaldo a estrategias que perpetúan la ocupación y el genocidio en Gaza. Aunque difieren en sus prioridades respecto a Ucrania, estas diferencias no se basan en ideologías opuestas, sino en estrategias imperiales divergentes: mientras Trump enfoca sus esfuerzos en contrarrestar a China, Biden mantiene a Rusia como su principal objetivo geopolítico.
¿QUE DICEN ALGUNOS CONNOTADOS ESTADOUNIDENSES CON SENTIDO DE REALIDAD?
Esta perspectiva racional, contraria al guerrerismo del Pentágono y que reconoce los factores provocadores contra Rusia, la respaldan figuras como Jack Matlock, exembajador en la Unión Soviética en tiempos de Gorbachov; John Mearsheimer, renombrado politólogo de la Universidad de Chicago; el coronel retirado Douglas McGregor; Scott Ritter, ex inspector de armas de la ONU; y Jim McGovern, exanalista de alto rango de la CIA. Primero lo hizo George Kennan, arquitecto de la política de contención, advirtió que la expansión de la OTAN sería «el error estratégico más fatal de la posguerra.» La promesa incumplida a Mijaíl Gorbachov de no avanzar «ni un centímetro al este» dejó un legado de desconfianza que alimenta las tensiones actuales. Occidente mintió, todavía miente y seguirá mintiendo. Europa no entendió los peligros existenciales de su doble juego. Las élites plutocráticas europeas no solo se dispararon en un pie; se suicidaron. Solo una revolución radical de los nuevos siervos podría resucitar a las mayorías europeas.
Desde esta óptica, el presidente Putin justificó la «Operación Militar Especial» en Ucrania como un acto de legítima defensa, apoyándose en principios geopolíticos similares a los que Estados Unidos ha sostenido en sus propias zonas de influencia como, por ejemplo, en México. Rusia, tras décadas de paciencia, actuó para proteger a sus connacionales en la región del Donbás y para defender su soberanía al tener de vecina a la OTAN con sus misiles.
La Doctrina Monroe y la Crisis de los Misiles de 1962 ofrecen paralelismos históricos claros que ilustran cómo cualquier nación, independientemente de su poderío, rechazaría categóricamente la militarización en sus inmediaciones. Estos eventos destacan que la percepción de una amenaza inmediata puede conducir a tensiones extremas, pero también subrayan que la diplomacia, aunque compleja y desafiante, sigue siendo la única herramienta capaz de evitar catástrofes globales.
JOHN F. KENNEDY y NIKITA KRUSCHEV
Durante la Crisis de los Misiles, líderes como John F. Kennedy y Nikita Kruschev demostraron que la prudencia, el diálogo y la disposición a ceder parcialmente en aras del bien común pueden frenar la escalada de conflictos que, de no ser contenida, habría resultado en un desastre nuclear. Esta lección histórica, nacida de la Guerra Fría, conserva su pertinencia en el contexto actual, donde los riesgos geopolíticos no solo persisten, sino que se intensifican con el avance tecnológico y la proliferación de armamento de destrucción masiva.
Hoy, en un mundo cada vez más incendiado y en una era que desafía todos los precedentes, resulta imperativo que las naciones adopten enfoques que prioricen la cooperación sobre el enfrentamiento. Persistir en una mentalidad de hegemonía unipolar y en la lógica de bloques contrapuestos perpetúa la desconfianza y la inestabilidad, mientras abre peligrosamente la puerta a un holocausto nuclear. La historia enseña que solo mediante la diplomacia, el entendimiento mutuo y la voluntad de evitar la confrontación puede garantizarse un futuro en el que la humanidad pueda respirar un alivio.
LA PERSPECTIVA REVOLUCIONARIA
El conocimiento científico y tecnológico, por su propia naturaleza, no debería permanecer bajo el control de corporaciones o élites estatales que lo administran según intereses privados o geopolíticos. Este saber, fruto del esfuerzo colectivo de generaciones, debe convertirse en un patrimonio común, accesible al pueblo y gestionado a través de asociaciones democráticas y autónomas. Solo así podrá emplearse como una herramienta para el beneficio social y no como un arma de control o explotación.
Las oligarquías, al apropiarse de los recursos, las instituciones y las reglas del mercado, han reducido a las mayorías a una condición de consumidores sometidos a dictaduras económicas. Estas élites no solo consolidan desigualdades extremas, sino que además perpetúan un modelo de desarrollo insostenible, que precariza al trabajador, destruye el medio ambiente y vacía de significado los principios de la democracia. Para superar esta realidad, es imprescindible desmontar estas estructuras de poder que han privatizado incluso el porvenir. En otras palabras, el capitalismo financiero internacional deberá ser abolido.
Este sistema, que ha concentrado el poder en manos de unas pocas élites y reducido a las mayorías a meros tornillos en una maquinaria de explotación, ha demostrado ser incompatible con los principios de justicia, igualdad y sostenibilidad. Su permanencia no solo perpetúa la desigualdad extrema, sino que sigue amenazando la poca estabilidad social y ecológica que le queda al planeta. La abolición del capitalismo financiero internacional no es un simple idealismo, sino una condición necesaria para garantizar la supervivencia de la humanidad frente a las crisis globales que este sistema ha exacerbado.
El socialismo urgente no puede limitarse a reeditar las fórmulas del pasado, sino que debe escrutar la complejidad del presente. Debe proveer una base teórica y estratégica que enfrente los desafíos de un post-capitalismo tecnocrático, caracterizado por la automatización, la concentración de datos y la alienación cognitiva de las masas. Este sistema, aunque inédito, no es invencible. Requiere de análisis rigurosos que comprendan sus contradicciones internas y de propuestas capaces de articular una alternativa viable que coloque a las personas ordinarias en el centro de la economía y la política y, sobre todo, al frente de la lucha organizada y directa para derribar a este nuevo Leviatán.
Este esfuerzo exige creatividad, valentía y una profunda capacidad de adaptación. No basta con criticar las estructuras actuales; es necesario construir un nuevo paradigma que ofrezca soluciones reales y prácticas. En última instancia, forjar las avenidas de la nueva revolución social, sustentada en una visión colectiva y verdaderamente democrática.
CONCLUSIÓN
La humanidad se encuentra ante una encrucijada histórica: avanzar hacia un sistema internacional basado en el respeto mutuo y la diplomacia multilateral, o repetir las barbaries, con consecuencias devastadoras e irreversibles. Este momento exige valentía, sabiduría y, sobre todo, una visión compartida que reconozca que el único camino hacia la seguridad global es la paz sostenida. Mientras el mundo multipolar siga emergiendo, los Estados-nación deben recuperar su protagonismo, y el Derecho Internacional debe prevalecer. Esto implica que, tarde o temprano, el capitalismo financiero internacional perderá su hegemonía, y los pueblos tomarán las riendas de su propio destino.
No he pretendido abarcar la infinidad de aspectos implicados en este tema, pues hacerlo con rigor requeriría escribir un volumen extenso. Sin embargo, en estas páginas, el lector encontrará claves alternativas, alejadas de las repeticiones dogmáticas y superficiales de la prensa occidental, así como de los discursos ingenuos y peligrosos de cierto progresismo mal entendido. Presento este texto con la convicción de que una mente inquisitiva y curiosa llevará a cabo su propia exploración, profundizando en lo aquí expuesto.
Para cerrar, cito a Bertolt Brecht, cuya lucidez nos recuerda la urgencia de actuar:
«El peor analfabeto es el analfabeto político. No escucha, no habla, no participa en los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio de los frijoles, del pan, de la harina, del alquiler, del zapato y de la medicina dependen de decisiones políticas.»
Que estas palabras despierten la reflexión y la acción.
(*) Allen Pérez, Abogado y analista político
El artículo es una contribución al análisis político y social, ofreciendo una visión alternativa sobre las fuerzas que moldean el mundo. Espero que inspire una transformación de la conciencia colectiva y nuevas acciones políticas.
Invierto y me gustan Microsoft,Amazon, Google y Palantir.Esta ultima con su Inteligencia Artificial sera muy beneficiosa en los escenarios de guerra para hacer los ataques o defensa mas efectivos, menos costosos en vida ,equipo e infraestructura.Su precio ha subido un 400% en 2024.
Quien lleva la delantera y quien ganara con tecnologia de avanzada,sin duda seran los norteamericanos.
En Boston y demas ciudades donde se encuentran las grandes universidades se prepara la Proxima Presidenta de Costa Rica, Claudia Dobles.Es ahi en Boston donde la elite norteamericana elabora su estrategia politica desde los tiempos de Mamita Yunai.
Todos los demas paises son mantequilla.
Vielen Dank!
Allen, usted ha reflexionado sobre este inquietante caos mundial que observamos quienes no vivimos en las nubes. Algo que ha citado usted de máxima urgencia es quitarle poder a ciertos individuos dueños de las plataformas digitales, transformándolas en ventanas de comunicación verdaderamente democráticas, que permitan la libre expresión del pensamiento constructivo. Estas plataformas aparte de operar con total intromisión en lo individual, social y político para provecho económico propio, ni siquiera contribuyen con el pago de impuestos para el desarrollo colectivo, pero se atribuyen el derecho de sancionar civiles y gobernantes, tal como vimos a uno de estos zares de la comunicación ofreciendo recompensa al estilo sheriff vaquero, por la cabeza de un gobernante latino. Fue alucinante ver a un tecnovaquero entrometiéndose en asuntos políticos de otro país con total impunidad.
Es mucho lo que ha citado, pero en referencia al capital financiero internacional, encuentro que esta lacra es de lo peor, porque forma una simbiosis necrófila con la industria armamentística financiando el capital a monigotes que se prestan para la compra de armas en detrimento de sus pueblos.
Claro, Astrid, comprenderá que, por una cuestión de justicia y en armonía con la lógica inexorable de la historia, la expropiación de un modelo de propiedad que encarna el encadenamiento más opresivo no solo es necesaria, sino impostergable. Somos, efectivamente, como peces atrapados en redes que parecen inescapables, tal como los obreros de la Revolución Industrial. Sin embargo, nuestra misión es clara: saltar, romper esas redes, volar y regresar al vasto océano de la revuelta y la libertad.
No se trata de soñar con un paraíso quimérico, sino de construir un mundo racional, profundamente democrático, popular y enraizado en comunidades pacíficas. Su comentario, lúcido y oportuno, me parece especialmente valioso en estos tiempos, cuando el sistema opresor ha impuesto una pereza neurológica, un letargo que debilita el pensamiento crítico y condena al olvido incluso las lecturas más modestas.
El neoliberalismo, con su maquinaria implacable, ha erosionado nuestra capacidad de soñar con claridad, de razonar con profundidad, de imaginar con belleza. Nos ha reducido a piezas funcionales en un engranaje que desprecia la reflexión. Pero ha llegado la hora de sacudir esa inercia.
Ha llegado el momento de pensar con autonomía, de leer con rigor, de escribir con esmero, de tejer nuestras ideas con cuidado y, sobre todo, de esbozar salidas frente a las múltiples ratoneras que nos cercan. Porque imaginar es el primer acto de resistencia. Muchas gracias.
Muchas gracias a usted, ya que aprecio en todo su enorme valor la lucidez con que observa el panorama geopolítico de este siglo. La masacre de pueblos enteros y el daño a la Tierra, no sólo por la sobrexplotación a que es sometida, sino que adicionalmente cada bomba lanzada en esas guerras colonizadoras con el afán de borrar de sus lugares originarios a gente inocente, quema y asola las entrañas de la tierra otrora productiva.
Excelente artículo sobre el estado de la geopolítica actual y sus instrumentos como lo son las infames finanzas, el aparato militar industrial, el farmacéutico, las nuevas tecnologías digitales, etc instrumentos estos que nos llevarán como decía Wallestein, a nueva sociedad más cruel y sanguinaria, de lo que ha sido la Modernidad, que dicha que nuestro Terruño cuente con mentes tan lúcidas como la del señor Allen y ojalá este magnífico artículo sea el preámbulo para un libro de don Allen, sobre este tema, porque es apenas un esbozo de la cruel realidad en que estamos sumergidos. Y gracias a diario elpais.cr por divulgar todo que esconden nuestros medios de desinformación masiva.
Gracias, Allen, por sus palabras, lucidez y compromiso. Su ensayo me ayudo a estabilizarme en nuestras circunstancias actuales.
Rogelio, recuerda que WEB Dubois, Noam Chomsky, y Howard Zinn vinieron desde ‘las grandes universitarias…en Boston’, tanto como Kissinger o Obama (dos hombres sin escrupulos ni principios, salvo acrecentamiento de sus egos…). No hay ‘elite’ tan impresionante como Dubois…