La sociedad costarricense parece fracturada, dividida por la desesperación, el resentimiento y el odio. Ese lamentable fenómeno, hoy tan notorio, comenzó más de cuarenta años atrás. Desde que se contagió de neoliberalismo, del «darwinismo social» que implantó el “sálvese quien pueda”. Desde que, bajo la bandera de la liberación del mercado, la competencia económica fue exaltada y reducida a cruel rivalidad, a sabiendas de que eso ampliaría la brecha social, pues los competidores parten de condiciones inequitativas. Pese a que la cooperación ha sido el verdadero motor de la evolución y el desarrollo. Así que Costa Rica se convirtió, en solo cuatro décadas, en uno de los países más desiguales de América Latina y la OCDE. El éxito económico no se transformó en éxito social, sino en concentración del ingreso. La patria sufre una enfermedad crónica llamada injusticia.
El pacto traicionado
Poco a poco, a pesar de las voces críticas y disidentes, los partidos políticos y otras organizaciones civiles, igual que sus gobiernos, abandonaron sus doctrinas tradicionales, fundamentalmente social cristianas y social demócratas, para abrazar la nueva ideología, promovida por el Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial, designados por el “Consenso de Washington” (1973) como liquidadores del “Estado de bienestar”, después de haber llevado a los países a la insolvencia financiera, mediante los impagables intereses de la deuda externa.
Junto con los respectivos cómplices locales, esa política le asestó un golpe seco, en la columna vertebral, a la Constitución de la República, concretamente al espíritu solidario que la animó y que provenía de una mítica narrativa igualitaria. Alevosamente pasaron por encima de su artículo 50, que comienza mandando: «El Estado procurará el mayor bienestar a todos los habitantes del país, organizando y estimulando la producción y el más adecuado reparto de la riqueza»; pues ya se sabía que, cuando el reparto de la riqueza se deja a la mano “invisible” del mercado, el pez grande se come a los pequeños. La clase política abandonó ese pacto social de 1949 sin decoro ni renegociarlo. Al principio, disimuladamente; después, descaradamente; aunque no sin resistencia.
Pero traicionar un pacto histórico tiene consecuencias, nada tiene un costo social tan alto. Por eso, en los temas estratégicos los costarricenses se han partido más o menos en dos, al punto de que cabe hablar de una Costa Rica próspera y una costa pobre enardecida. En un país que ha crecido de espaldas al mar, donde podría ser hasta diez veces más grande, rico y atractivo, además de saludable y sostenible. Tema desatendido en programas de gobierno y planes de desarrollo, por su sesgo valle centrista; salvo las excepciones del caso, como la Política Nacional del Mar (2013-2028), abandonada por sucesivos gobiernos hasta el presente. Pero, más allá de esa tremenda torpeza política y falla estratégica de la clase dominante, hay una hemorragia constante que agrava la crisis social, como un mal endémico: la corrupción; que corroe sistemáticamente la cohesión social, mientras la impunidad echa sal en la herida. Ahora bien, la corrupción, en parte, otra consecuencia del neoliberalismo, es básicamente de dos tipos: económica y política.
La corrupción económica
La económica se produce cuando alguien se apropia directa e ilegalmente de dinero o bienes públicos. Es un robo de propiedad ajena un tanto difuso o disimulado, pero puede ser tan notoria como la evasión tributaria que ha causado el enorme hueco fiscal. Deficiencia fiscal que se ha usado para impulsar un Estado confiscador para el pueblo y bonificador para los tenedores de la deuda pública. La consecuencia última es que los expulsados o rechazados por el mercado no encuentran los servicios públicos que necesitan para sobrevivir dignamente. La peor ha sido la llamada “pobreza de aprendizaje”, que la pandemia agravó un 14 %, y que afecta, según cálculos del mismo Banco Mundial, a un 80 % de los niños de América Latina y el Caribe, a quienes se les ha arrebatado su futuro educativo y laboral, condenando a la siguiente generación a la pobreza social, que también es económica y política. Apagón educativo que jamás corregirá la educación privatizada.
Además, hay otras formas de corrupción económica.
Entre sus manifestaciones más divulgadas están las licitaciones amañadas y con sobreprecios, con lo que algunas empresas traicionan a otras y estafan a los contribuyentes, de ahí la indignación que provocan. Nada muy distinto de los negocios de la privatización y de algunas oscuras alianzas público-privadas. Agréguese a ese cuadro el narco negocio, que crece a ritmo de ganancia extraordinaria, gracias al prohibicionismo, y el coctel será tan explosivo como sicarios de 15 años. Sin embargo, la corrupción económica es más visible, más fácil de cuantificar y controlar. Aunque no de eliminar, porque donde se ha elevado el lucro a virtud moral, de acuerdo con el credo neoliberal, se multiplican quienes se pasan de listos.
La corrupción política
Pese a todo, la corrupción política es más dañina, a mediano y largo plazo. De hecho, a través de ella es que crece la corrupción económica y su impunidad. También es más sutil. Por ejemplo, la Comisión Nacional de Emergencias no adopta un enfoque efectivamente preventivo, a lo que la ley y el sentido común le obligan, pues prevenir es más barato que mitigar o reconstruir.
¿Por qué no? Ni siquiera cuando cabe esperar que, en un país con múltiples amenazas, donde casi un 80 % de la población es vulnerable, el costo de la gestión de desastres aumente con el cambio climático. ¿Será acaso porque una prevención decorativa conviene más a las ganancias de quienes negocian con las emergencias, tanto como a una política injusta que teme a la organización de las comunidades? De manera semejante, a las farmacéuticas les favorece que el sector salud no adopte un enfoque preventivo y persista en uno curativo, que es tan redituable para ellas como caro y letal para la población. Por tanto, ¿a quiénes sirve una política pública fallida u omisa sino a los que lucran con los derechos de la población a la educación, salud y organización? ¿Quiénes ganan, verbigracia, con un Estado permisivo con la represión del sindicalismo en el sector privado?
En concreto, la corrupción política consiste en que el representante, o la élite dominante, traiciona a sus seguidores por omisión o comisión, a quienes eligen o simplemente confían en sus dirigentes. El sistema de representación defrauda toda vez que el representante no representa honestamente al representado, tanto a nivel macro como micro. Eso empuja a la democracia representativa hacia el abismo, como un cáncer silente que la pudre por dentro, conforme se profundiza la crisis en el orden simbólico o jerárquico de la sociedad; en la matriz que regula y amarra, o bien, incuba y desata, la violencia más peligrosa, la «contagiosa» y «recíproca» (Girard, 2023, p. 74), la que amenaza con hacer implosionar a cualquier comunidad. Hace muchos años, Rodolfo Cerdas Cruz (1939-2011) había puesto los puntos sobre las íes en relación con la crisis de la democracia liberal en Costa Rica (1972). Para entonces se sabía que tomar el voto como un cheque en blanco anunciaba una catástrofe política. Pero la clase dominante hizo caso omiso de su advertencia, más bien perdió su rumbo e incluso agravó las causas de su debacle, con una política de redistribución regresiva de la riqueza social que beneficia excesivamente al 1 % de la población.
Porque el problema nunca ha sido que los representantes sean de derecha o de izquierda. Esa es más bien la alternancia que se requiere para ir corrigiendo tanta corruptela, así como hallando el camino común. El problema es que no se entiende que un presidente, a diferencia de un candidato, carece de legitimidad si no gobierna para todos, para mayoría y minorías. Pero si los elegidos llegan al gobierno, por el contrario, con el afán de beneficiar a su propia clase social; o peor, a su círculo inmediato de allegados y patrocinadores, el sistema representativo colapsa. De ese modo, la democracia termina secuestrada por pequeños grupos que usurpan el gobierno con el fin de disputarle a otros el erario, como si fuera un arca abierta. Lo hacen con todo tipo de argucias, medidas y prebendas; mientras engañan, desoyen y desprecian a los críticos, opositores y contradictores.
Semejante resultado supone que los partidos se han convertido en cuevas de oportunistas perseguidores de encuestas; con programas de “gobierno” más parecidos a un listado de buenas intenciones, destinado a cazar electores ilusos que carecen de mecanismos para exigir cuentas a los candidatos. Tanta demagogia se complementa con la ausencia de educación política en todas partes. De tal modo, los políticos y la política misma, como arte de unir en la diferencia, se desprestigian, y las instituciones públicas con ello.
Además, bien se sabe que la táctica del neoliberalismo es desfinanciar a esas instituciones con el fin de privatizarlas. Por su parte, la prensa “canalla” y “vasalla” no tiene más que remachar repetidamente para justificar los recortes del gasto público y cubrir la evasión y elusión de los grandes contribuyentes. Finalmente, la decadencia de los dirigentes, que se extiende como una epidemia, mina la base del sistema democrático y termina replicada como desconfianza hacia el vecino que cuelga una bandera distinta. Luego, la anomia corroe el cuerpo social, de arriba abajo, como una peste. El escalofrío se siente hasta en los huesos, mientras el abstencionismo se torna mayoritario.
En esa cultura política, cualquier charlatán puede llegar a Zapote, cualquier joven arribista o cualquier bocón mentiroso. Siempre y cuando no atente realmente contra los privilegios económicos de los “dueños” del país, los verdaderos e invisibles “ticos con corona”. Hasta la próxima elección, cuando se trata, una vez más, de engañar al pueblo y “venderle” otro falso mesías al «populacho» (Arendt, 2022, p. 408). Adviértase que pueblo es una multitud de personas organizadas y conscientes de su destino colectivo, con identidad y objetivos compartidos. Populacho, en cambio, es una masa amorfa de individuos aislados, descorazonados y desclasados, tránsfugas de todos colores, sin sentido del bien común y manipulable por quienes hallan los medios para endulzar sus oídos o representar su frustración. La miseria política toca así fondo, si es que tiene en este país.
El largo camino de la sanación
Sin embargo, ese cáncer social de las democracias representativas tiene cura, como se ha repetido hasta el cansancio sin que la clase política acuse recibo. Se llama democracia participativa y consiste en desarrollar mecanismos institucionales para que todos los poderes independientes respondan efectivamente al cogobierno directo e incidente de la ciudadanía, la cual debe crecer políticamente conforme participa en las decisiones estratégicas. La democracia solo puede ser del pueblo y para el pueblo donde se gobierna con el pueblo. Y el pueblo solo puede aprender a gobernar cogobernando, es decir, participando, lo cual implica capacitación permanente (Maraboli, 2012, p. 680). Quien pretende suplantar la voz del pueblo, en vez de viabilizar su protagonismo, no solo desemboca en sedición, sino que engaña a la gente ofreciendo una “solución” aparente; lo que es peor que el problema porque en política todos los mesías son falsos. Solo el pueblo salva al pueblo.
Una legisladora limonense, educadora de reconocida valía, primera afrodescendiente en obtener el premio Mauro Fernández Acuña (1996), doña Joycelyn Sawyers Royal, se dio cuenta a tiempo y promovió la reforma del artículo 9 de la Constitución de la república, iniciada el 4 de noviembre de 1998. Esta fue aprobada en tiempo récord por dos legislaturas sucesivas y publicada en la Gaceta N° 146 del 31 de julio de 2003. Desde aquel momento, el Pueblo de Costa Rica, primer poder de la república y única fuente auténtica de todos los demás, debiera estar cogobernando, junto a los tres poderes independientes (Legislativo, Judicial y Ejecutivo, en su orden de legitimidad). Eso dejó el acuerdo constituyente de 1949 más cerca del “mandar obedeciendo” de los pueblos originarios que del “mandar mandando” de los conquistadores. Por tanto, antes que una reforma integral de la Constitución corresponde diseñar e implementar la arquitectura institucional que implica un gobierno realmente «participativo». Eje en torno al cual debiera girar una verdadera reforma del Estado (Maraboli, 2012, p. 339), tarea con unos 20 años de atraso. La señora Sawyers también propuso la reforma del artículo 1 para imprimirle carácter «pluricultural y multiétnico» a la Carta magna, lo que se logró 20 años después (2015). Ahora solo es cosa de poner tales reformas en práctica.
Hasta los santos lloran el tiempo perdido
No obstante, la operacionalización de la reforma del artículo 9 sigue durmiendo el sueño de los justos. El presidente actual y su grupo tampoco han dado ni medio paso en esa dirección. Al contrario, su “rendición de cuentas” es puro cuento, burda patraña política. La transparencia prometida en campaña se convirtió en una verborrea agresiva para disimular inoperancia y corrupción. Así que sumará cuatro años más a la gran causa postergada. En sentido contrario, si por ellos fuera, todo el poder de decisión lo habría absorbido quien preside hoy el Ejecutivo, como han intentado hacer. De ahí que la decepción alcanzará, en su momento, otro máximo histórico, como ya pasó con la dictadura y posterior gobierno de Federico Alberto Tinoco Granados (1898-1931) y su hermano José Joaquín (1880-1919), de ingrata memoria. Lo peor es que el “chavismo” busca ahora asegurar otro gobierno autoritario y centralizado, aprovechándose de los encandilados por la mayor de las mentiras políticas: la tiranía. Mentira que el gobierno de un ego sobre muchos es mejor que el de muchos sobre uno. No hay tirano que no haya subido prometiendo salvar al pueblo y que no haya bajado envuelto en escándalos de corrupción. Solo padeciendo de amnesia histórica puede uno confiar en esa falsa solución. Pero basta echar una mirada crítica hacia el norte para verificar esa falsedad.
En suma, no es casual que se tenga hoy al presidente más neoliberal de todos atacando impunemente a la Constitución que juró defender, Biblia en mano. Sobre ella habla de oídas y la irrespeta cada vez que le conviene, mucho le incomoda porque anhelaba ostentar el poder de un Bukele o un Ortega. A pesar de que todos los que han menospreciado esa carta de navegación han condenado a esta sociedad al naufragio en aguas sucias.
Ahora mismo, él mismo anda en campaña electoral, pidiendo una mayoría parlamentaria, al filo de la beligerancia política. Primero, para hacer creer que la inoperancia de su gobierno y el incumplimiento de sus promesas es culpa de otros. Segundo, para desatarle las manos al autoritarismo y a su consecuencia directa que es la corrupción; para muestra basta un gran botón: la ponchada “Ley Jaguar” (1, 2 y 3). Pero quien gobierna preparando el advenimiento de sus partidarios incurre en corrupción política.
Para colmo, la “nueva” falsa solución que propone el presidente es más de lo mismo, o sea, que los electores deleguen a otra élite de diputados, nombrados con su venia, por debajo de la mesa, el arreglo del gobierno; como siempre, a espaldas del pueblo que sostiene con su trabajo a la sociedad costarricense. Aparte de que eso no es posible ¿por qué habría de confiarse otra vez en los mismos, después de cuatro largos años de mal gobierno, si los diputados oficialistas y sus aliados figuran entre los peores de la historia?
El justificado enojo de tantos individuos que apoyan el espectáculo mediático del primer presidente pachuco de la historia -y el problema no es tanto que lo sea, sino que se haga para ocultar su incompetencia-, no alcanza más que para apurar la salida de la crisis política. ¿Cómo no va a indignar, por ejemplo, que se haya duplicado el salario de los jerarcas mientras están congelados el de los demás empleados públicos? Así que, tarde o temprano, habrá que admitir que no se puede sacar la carreta del fondo del barranco con un líder dedicado a hacer bromas de mal gusto en la cima. Un payaso bien puede animar una fiesta, incluso entretener a mucha gente, pero jamás arreglar un país roto. Un candidato puede aprovechar la escisión del pueblo para ganar una elección; pero electo no debe seguir en campaña dividiendo a la gente y fabricando enemigos, con cargo al presupuesto del Estado. ¿No es esa, acaso, la peor corrupción política?
El obstáculo que enfrenta la audaz tentativa liberticida del “chavismo”, disfrazada de liberal, es que la esperanza es invencible. El pueblo tarda, pero no olvida; mientras que el populacho, por su naturaleza desarticulada, carece de memoria y desaparece con el humo que ha comprado. Por eso las imágenes de Hitler, Stalin y Mussolini, tan populares en su momento, se esfumaron poco después de su caída. Hace más de 52 años, ya Cerdas Cruz había advertido que la solución no estaba en los «partidos tradicionales» y no era cuestión de corto plazo. Menos está hoy en partidos “taxis” que se venden al mejor postor, o en proyectos personalistas sin agenda ni equipos de trabajo. No es un prócer preclaro lo que el pueblo necesita, mucho menos otro demagogo populista vendedor de espejismos. Todos los que han ofrecido soluciones fáciles y cortoplacistas, como los abogados que han asesorado al actual gobierno para burlar los controles del orden jurídico, no han hecho más que ahondar la crisis social. A grandes problemas, grandes soluciones; lo demás son costosas ilusiones que tarde o temprano terminan derrumbándose.
¿Y cuánto tiempo tarda reparar una democracia dañada?
Nadie puede responder esa pregunta. Pero una vez iniciado el camino la pregunta pierde importancia. Tal vez sirva recordar que a los neoliberales les tomó unos cuarenta años suplantar la solidaridad tica, asentada a lo largo de varios siglos, por el más burdo individualismo, al estilo gringo; bastante distinto, por cierto, del egoísmo benefactor que concibió Adam Smith (1723-1790). Así que la tentación sería creer que se necesitará al menos el mismo tiempo para restituirla. Pero no es así, a partir del momento en que se cumpla, en serio, con el artículo 9 y 11 de la Constitución, el avance será prodigioso. La «hiper potencia» del pueblo (Dussel, 2006, p. 94) siempre ha hecho milagros, porque es cuando se libera su creatividad. Lo que tarda no es el proceso en sí, sino el acuerdo político para echarlo a andar. El problema no es tanto que la Constitución esté desactualizada, es que fue abandonada por los detentadores de poder.
Por tanto, solo la participación directa de la ciudadanía en todas las instituciones públicas podrá ejercer el control político capaz de corregir el rumbo perdido. La edificación de una nueva democracia sigue siendo, pues, «(…) una tarea pendiente para todas las generaciones del país, libres de prejuicios y llenas de fe y optimismo en el destino de Costa Rica» (Cerdas, 1972, p. 182). Y si bien los antecesores dieron los primeros pasos, la verdadera solución, la democracia participativa, sigue siendo el gran desafío, porque solo superando la democracia representativa podrá el Pueblo soberano reparar una sociedad rota por la avaricia de una élite hiper enriquecida, que cambió sus valores patrios tradicionales por el incremento exorbitante de sus ganancias monetarias e intereses usureros; una clase dominante que, infortunadamente, le vendió su alma al diablo.
Por eso, hoy se requiere, más que nunca, una multitud de patriotas organizados, ellas y ellos, de todas las edades, dialogando y decidiendo, de modo cotidiano y auto gestionado, para restaurar una sociedad sustentable, donde nadie sobre, ni sea humillado, despreciado o engañado; donde el trabajo colectivo y digno garantice una vida creativa a cada habitante, nacional o extranjero. Nada muy diferente del espíritu solidario consagrado en la actual Constitución de esta república que alguna vez aspiró a ser una nación soberana y respetuosa de derechos humanos. Ni tampoco de los valores comunitarios y cooperativos que hicieron grandes a los pobladores de este terruño centroamericano.
Referencias
Girard, R. (2023) La violencia y lo sagrado. Anagrama.
Cerdas, R. (1972) La crisis de la democracia liberal en Costa Rica. EDUCA.
Arendt, H. (2022) Los orígenes del totalitarismo. Alianza editorial.
Dussel, E. (2006) 20 tesis de política. Siglo XXI-Crefal.
Maraboli, A. (2012) El paradigma de la participación. Gestión participativa. Kindle.
(*) Hernán Alvarado, Sociólogo y economista político, catedrático jubilado.
D. Hernan. Me viene, la retorica del que se caso con la prostituta y es una gran dama. Pero , a los 40 y tanto años de vivir juntos , le sigue sacamos el pasado dia a dia.