Lo que está sucediendo a nivel de los países del occidente europeo, mientras el oriente contempla con serena complacencia los enredos en que se están metiendo, al parecer no tiene ninguna importancia para los países latinoamericanos, y especialmente para Costa Rica, que siempre ha vivido en una especie de nebulosa autocomplaciente, casi desconectada del acontecer mundial. Sin embargo, las nubes de tormenta se miran ya en el horizonte, (y nosotros preocupándonos por lo doméstico), las cuales es posible que traigan consecuencias realmente graves para todo el accionar de esta parte del planeta.
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, fue clara en un discurso ante una academia militar danesa la semana pasada. “Europa debe prepararse para la guerra”, dijo. Y la UE lo va a poner en práctica no sólo estableciendo un sistema para que los Estados miembros estén listos y rearmados en el 2030, sino también implicando a los hogares.
Thierry Meyssan, Geopolítico francés, señala en un largo artículo de su autoría una serie de ideas sumamente interesantes, de las cuales he querido transcribir las siguientes: Las numerosas reuniones de los últimos días en París, Londres y Bruselas sobre el futuro de la defensa del Occidente político han girado alrededor de que Estados Unidos decida retirarse, parcial o totalmente, de la alianza atlántica. El conflicto ucraniano, invocado como causa de esas reuniones, es sólo un pretexto que no interesa demasiado a los participantes.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha apostado por la integración militar, política y económica de los países de Europa y Japón en un bloque que controla. A través de la estructura OTAN, Estados Unidos se aseguró un dominio militar completo dentro del grupo imperialista, desplegando numerosas bases militares en países derrotados en la Segunda Guerra Mundial, como en Japón (120), Alemania (119) e Italia (45), pero también en el conjunto de Europa, cuya presencia militar asegura la ocupación del pseudo continente.
Tras la caída de la Unión Soviética y la posterior reunificación de Alemania, la burguesía alemana codiciaba los mercados y la energía de bajo coste de Rusia. Deseaba establecer lazos económicos con el gigante eslavo, pero sólo mientras ella -con una menguante participación francesa- pudieran mantener su dominio sin trabas del proyecto europeo. Esto significaba establecer dichos lazos, pero excluyendo a los dirigentes políticos rusos de cualquier participación en pie de igualdad en los asuntos, decisiones o estructuras políticas de la UE y, en realidad, del conjunto de Europa.
A su vez, la estrategia estadounidense había consistido en evitar cualquier relación estratégica entre Rusia y Alemania, ya que su fuerza combinada crearía un formidable competidor económico en Europa; de cierto, este objetivo forma parte del Eje Anglosajón desde al menos el siglo XIX: impedir a toda costa que Eurasia pueda constituirse en una entidad política, geoestratégicamente entrelazada, lo que sería el fin de la dominación anglosajona del mundo.
Una vez acabado «el peligro soviético», y ante su imparable decadencia -especialmente tras el golpe financiero de 2007-2008-, el hegemón estadounidense cambia de código con el cambio de siglo y se decanta por librarse de competidores económicos, ergo inducir el declive de Alemania y de la UE (o de la “Europa alemana”). Para ello comienza forzando su estrangulamiento energético, obligando al país germano a romper sus lazos con Rusia y a impulsar la ofensiva europea contra esa potencia energética y nuclear.
La voladura del Nord Stream II fue, a la manera de Cortés quemando las naves, una clara advertencia a la clase capitalista alemana de que no había marcha atrás en ese forzado proceso de seccionar la yugular económica.
La escalada armamentística del pseudo continente estaba con ello también garantizada, primero porque EE.UU. obligaría a aumentar en gran escala su contribución a la OTAN (sobre todo con la llegada de Trump), segundo porque a Alemania y a cada vez más miembros de su UE les van encauzando hacia una hipotética salida de su estancamiento económico a través del rearme, una suerte de “keynesianismo militar” al estilo del que emprendiera EE.UU. en los años 30 del siglo XX, sólo que claramente dependiente y subordinado a la industria armamentística estadounidense (de manera que a la postre es EE.UU. el que está intentando por delante de todos ese nuevo ‘keynesianismo militar’ que en realidad es un concepto erróneo, sin sentido.)
Recientemente, la UE se ha visto obligada a actuar debido al menguante apoyo de Estados Unidos a Ucrania, la OTAN y Europa en general. Este cambio radical, tras décadas de apoyo estadounidense, así como las propuestas de Donald Trump al presidente ruso, Vladimir Putin, son especialmente preocupantes para las garantías de seguridad transatlántica.
Los miembros de la OTAN, de los cuales 23 forman parte de la Unión Europea, ya tenían dificultades para destinar el 2 por ciento de su PIB a defensa. Ahora, incluso esta cifra se considera insuficiente.
El 4 de marzo de 2025, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anunció un plan de defensa de 800.000 millones de euros (867.000 millones de dólares), llamado «ReArm Europe».
El plan incluye un total de 150.000 millones de euros en préstamos a los miembros de la UE, flexibilización de las estrictas regulaciones sobre el déficit presupuestario, lo que podría sumar otros 650.000 millones de euros en gasto militar en los próximos años
Hay un problema con el que nadie había contado o, al menos, no se ha puesto sobre la mesa: el gran cuello de botella a nivel de material y, sobre todo, humano al que se van a enfrentar los países europeos. El material ya está siendo visible con la escasez de pólvora y ciertos metales clave para la industria bélica. Mientras que el humano se podría convertir más pronto que tarde en el gran cuello de botella.
Europa es un continente envejecido, con escasez de mano de obra y con una población que no está dispuesta a dejar sus empleos para enrolarse en el ejército… ni siquiera los desempleados. Mientras que los nacionales no parecen la solución, los que vienen de fuera tampoco han sido una opción históricamente para ocupar puestos en el ejército.
La Unión Europea ha aprobado un enorme plan de rearme militar de ochocientos mil millones de euros, sin debate ni aval parlamentarios. Paralelamente, se ha involucrado la OTAN, con el incremento mínimo desde el 2% del PIB, aprobado en 2014, hasta el 3,5%, aunque Trump ya reclama el 5%. El Reino Unido y Francia, las únicas potencias nucleares europeas (aparte de Rusia) y de tradición colonialista, aspiran a dirigir este proceso belicista. De ese liderazgo, bajo dependencia estadounidense, no se quiere descolgar el otro coloso económico, Alemania, que ha aprobado, con el voto democristiano, socialdemócrata y verde, otro medio billón de euros, para su plan particular de rearme militar y reestructuración económica.
La carrera armamentística en Europa se acelera, con una orientación común a la estadounidense, funcional para los objetivos compartidos de hegemonía occidental a nivel mundial. Mientras tanto, la guerra en Ucrania se está terminando y en Palestina y Oriente Próximo se guarda un consenso ante el genocidio, la limpieza étnica y la colonización por el Gobierno prooccidental israelí.
El problema de fondo es el sentido del rearme militar, la debilidad de su justificación, aunque hay un gran consenso político y mediático. El dilema es en qué grado de subordinación o reequilibrio de poder se coloca Europa, según los planes trumpistas, los forcejeos europeos y un difícil ajuste de la cobertura institucional.
Los dos grandes argumentos y objetivos para el rearme europeo aparecen cuestionados. El primero, esa militarización urgente no facilita la autonomía estratégica europea respecto del poderío militar estadounidense y su complejo militar industrial, del que dependen dos tercios de sus armas y su adquisición inmediata. A medio plazo, al menos una década, no hay capacidad industrial y tecnológica para garantizar esa autonomía militar respecto de EEUU. O sea, las élites dirigentes europeas no se replantean la salida de la OTAN, ni la insubordinación jerárquica del mando militar estadounidense. Tampoco hay suficientes motivos políticos en los gobiernos europeos para romper la alianza atlántica, ni siquiera para formar un ejército autónomo o un brazo europeo en la OTAN.
Por otra parte, está clara la existencia del suficiente gasto militar europeo, superior al de Rusia, para demostrar capacidad disuasoria, incluso nuclear. El rearme europeo tampoco sirve para mejorar su competencia económica y tecnológica, a la que aspiraba el plan Draghi.
Por tanto, la declamada autonomía estratégica europea no va en serio. Las élites dirigentes extreman la amenaza rusa y el desamparo estadounidense para negociar una recolocación menos desfavorable en la alianza occidental, imprimir una dinámica prepotente, frenar la trayectoria democrática y social europea, así como intentar legitimarse ante su fiasco político y doctrinal. En todo caso, haciendo de la necesidad virtud, pretenden dar la apariencia de disminuir su dependencia de EEUU, pero sin romper con Trump y su modelo expansionista y autoritario.
Si analizamos la historia de los dos últimos siglos y medio, nos daríamos cuenta de la continua y persistente orientación hacia la guerra y la violencia del occidente europeo, y al parecer las lecciones no fueron aprendidas. Siguen creyendo que es la guerra la que impulsa la economía de sus países, cuando ésta empieza a declinar, no importa el nivel de destrucción y la pérdida de vidas que cause.
Una conflagración bélica traería como consecuencia graves consecuencias a todos los países, involucrados o no involucrados en ella, como sucedió en la segunda guerra mundial. Pero, si la misma derivara hacia una conflagración atómica, entonces no hay que preocuparse por nada. La humanidad entera podría desaparecer del planeta, ya sea por la destrucción causada o por la contaminación radioactiva posterior.
(*) Alfonso J. Palacios Echeverría